Название: Mare nostrum
Автор: Vicente Blasco Ibanez
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4057664132123
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Dos paladas vigorosas separaban su barca del pequeño muelle de rocas. Luego iba por las bordas desatando la vela, preparando las cuerdas, haciendo acostarse la embarcación sobre un flanco bajo sus férreas plantas. La lona subía chirriante y se hinchaba con blanca convexidad. «Ya estamos; ahora á correr.»
El agua empezaba á cantar, deslizándose por ambas caras de la proa. Entre ésta y el borde de la vela veíase un pedazo de mar negro, y asomando poco á poco sobre su filo, una gran caja roja. La ceja se convertía en un casquete, luego en un hemisferio, después en un arco árabe estrangulado por abajo, hasta que al fin se despegaba de la masa líquida lo mismo que una bomba, derramando fulgores de incendio. Las nubes cenicientas se ensangrentaban, los peñascos de la costa empezaban á brillar como espejos de cobre. Se extinguían por la parte de tierra las últimas estrellas. Un enjambre de peces de fuego coleaba ante la proa, formando un triángulo con el vértice en el horizonte. La espuma de los promontorios era sonrosada, como si su blancura reflejase una erupción submarina.
—¡Bòn día!—gritaba el médico á Ulises, ocupado en calentar sus manos, ateridas por el viento.
Y enternecido por la alegría pueril del amanecer, lanzaba su voz de bajo á través del marítimo silencio, entonando unas veces romanzas sentimentales que había oído en su juventud á una tiple de zarzuela vestida de grumete; repitiendo otras las salomas en valenciano de los pescadores de la costa, canciones inventadas mientras tiraban de las redes, en las que se reunían las palabras más indecentes al azar de la rima. En ciertos recovecos de la costa amainaba la vela, quedando la barca sin otro movimiento que una lenta rotación en torno de la cuerda del ancla.
Al mirar Ulises el espacio obscurecido por la sombra del casco, encontraba el fondo tan inmediato, que casi creía alcanzarlo con la punta de su remo. Las rocas eran como de vidrio. En sus intersticios y oquedades, las plantas se agitaban con una vida animal y las bestias tenían la inmovilidad de los vegetales y las piedras. La barca parecía flotar en el aire, y á través de la atmósfera líquida que envolvía á este mundo del abismo iban bajando los anzuelos, y un enjambre de peces nadaba y coleaba al encuentro de la muerte.
Era un chisporroteo de fuegos amarillos, de lomos azules, de aletas rosadas. Salían de las cuevas plateados y vibrantes como relámpagos de mercurio; otros nadaban lentamente, panzudos, casi redondos, con una cota de escamas de oro. Por las pendientes se arrastraban los crustáceos sobre su doble fila de patas, atraídos por esta novedad que alteraba la calma mortal de las profundidades submarinas, donde todos persiguen y devoran, para ser á su vez devorados. Cerca de la superficie flotaban las medusas, sombrillas vivientes de un blanco opalino, con borde circular lila ó rojo tostado. Debajo de su cúpula gelatinosa se agitaba la madeja de filamentos que les sirve para la locomoción, la nutrición y el amor.
No había mas que tirar de los sedales y una nueva presa caía en la barca. Los cestos se iban llenando. El Tritón y su sobrino acababan por fatigarse de esta pesca fácil... El sol estaba próximo á lo más alto de su curva: cada ondulación marina se llevaba un pedazo de la faja de oro que partía la inmensidad azul. La madera de la barca parecía arder.
—Hemos ganado nuestro jornal—decía el Tritón mirando al cielo y luego á los cestos—. Ahora un poco de limpieza.
Y despojándose de sus ropas, se arrojaba al mar. Ulises le veía descender por el centro del anillo de espumas abierto con su cuerpo. Ahora se daba cuenta de la profundidad de este mundo fantástico, compuesto de rocas vidriosas, plantas-animales y animales-piedras. El cuerpo moreno del nadador tomaba, al descender, las transparencias de la porcelana. Parecía de cristal azulado: una estatua fundida con pasta de espejo de Venecia, que iba á romperse apenas tocase el fondo.
Caminaba como un dios de la profundidad, arrancando plantas, persiguiendo con sus manos los relámpagos de bermellón y oro que se ocultaban en las grietas de las peñas. Transcurrían minutos enteros; se iba á quedar para siempre abajo; no subiría. El muchacho pensaba con inquietud en la posibilidad de tener que guiar la barca él solo hasta la costa. De pronto, el cuerpo de blanco cristal se coloreaba de verde, creciendo y creciendo. Luego pasaba á ser moreno cobrizo, y aparecía sobre la superficie la cabeza del nadador dando bufidos, levantando los brazos, que ofrecían al pequeño toda su cosecha submarina.
—Ahora tú—ordenaba con voz imperiosa.
Resultaban inútiles sus intentos de resistencia. El tío le insultaba con las peores palabras ó le inducía con promesas de seguridad. No supo ciertamente si fué él quien se arrojó al agua ó si le arrancaron de la barca los zarpazos del médico. Pasada la primera sorpresa, experimentó la impresión del que recuerda algo olvidado. Nadaba instintivamente, adivinando lo que debía hacer antes de que se lo aconsejase su maestro. Despertaba en su interior la experiencia ancestral de una serie de marinos que habían luchado con el mar y algunas veces se quedaron para siempre en sus entrañas.
El recuerdo de lo que existía más allá de la blandura golpeada por sus pies le hacía perder de pronto su serenidad. La imaginación tiraba de él con la pesadumbre de una bala de artillería.
—¡Tío... tío!
Y se agarraba convulsivamente á la dura isla de músculos barbuda y sonriente. El tío emergía inmóvil, como si clavase en el fondo sus pies de piedra. Era igual al promontorio cercano que obscurecía y enfriaba el agua con su sombra de ébano.
Así pasaban las mañanas, dedicados á la pesca y la natación. Luego, en las tardes, eran las expediciones á pie por los acantilados de la costa.
El Dotor conocía lo mismo las alturas del promontorio que sus profundidades. Por senderos de cabra salvaje subían á las cumbres, desde las que se alcanzaba á ver la isla de Ibiza. A la salida del sol, la lejana tierra balear parecía una llama de color de rosa surgiendo de las olas. Otras veces caminaban casi á ras del agua. El Tritón mostró á su sobrino cavernas olvidadas, en las que se introducía el Mediterráneo con lentas ondulaciones. Eran á modo de cuadras marítimas, donde podían anclar los buques, permaneciendo ocultos á todas las miradas. Allí habían escondido muchas veces sus galeras los berberiscos, para caer inesperadamente sobre un pueblo cercano.
En una de estas cuevas, sobre un zócalo de peñascos, vió Ulises un montón de fardos.
—Vámonos—dijo el Dotor—. Cada hombre se gana la vida como puede.
Cuando tropezaban con el carabinero solitario que contempla el mar apoyado en su fusil, el médico le ofrecía un cigarro ó le daba consejos si estaba enfermo. ¡Pobres hombres! ¡Tan mal pagados!... Pero sus simpatías iban á los otros, á los enemigos de la ley. El era hijo de su mar, y en el Mediterráneo, héroes y nautas todos habían tenido algo de piratas ó de contrabandistas. Los fenicios, que difundían con sus navegaciones las primeras obras de la civilización, se cobraban este servicio llenando sus barcos de mujeres raptadas, mercancía rica y de fácil transporte.
La piratería y el contrabando formaban el pasado histórico de todos los pueblos que visitaba Ulises, amontonados unos al abrigo de un promontorio coronado СКАЧАТЬ