Название: Mare nostrum
Автор: Vicente Blasco Ibanez
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4057664132123
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En esta soledad se encontraba mejor. Podía poblarla á su capricho. Le estorbaban los seres reales, como los inoportunos ruidos que despiertan de un ensueño hermoso. El desván era un mundo con varios siglos de existencia, que le pertenecía por entero y se plegaba á todas sus fantasías.
Metido en un cofre sin tapa, lo hacía balancearse, imitando con la boca los rugidos de la tempestad. Era una carabela, un galeón, una nave, tal como los había visto en los viejos libros: las velas con leones y crucifijos pintados, un castillo en la popa y un figurón tallado en el avante, que se hundía en las olas para reaparecer chorreando.
El cofre, en fuerza de empujones, abordaba la costa tallada á pico de un arcón, el golfo triangular de dos cómodas, la blanda playa de unos fardos de telas. Y el navegante, seguido de una tripulación tan numerosa como irreal, saltaba á tierra tizona en mano, escalando unas montañas de libros, que eran los Andes, y agujereaba varios volúmenes con el regatón de una lanza vieja para plantar su estandarte. ¿Por qué no había de ser conquistador?...
Inútilmente acudían á su memoria fragmentos de conversación entre su padrino y su padre, según los cuales todo era conocido en la superficie de la tierra. Algo, sin embargo, quedaría por descubrir. El era el punto de encuentro de dos líneas de marinos. Los hermanos de su madre tenían barcos en la costa de Cataluña. Los abuelos de su padre habían sido valerosos y obscuros navegantes, y allá en la Marina estaba su tío el médico, un verdadero hombre de mar.
Al fatigarse de estas orgías imaginativas, contemplaba los retratos de diversas épocas almacenados en el desván. Prefería los de mujeres: damas de melena corta y rizada, con un lazo en una sien, como las que pintó Velázquez, caras largas del siglo siguiente, con boca de cereza, dos lunares en las mejillas y una torre de pelo blanco. El recuerdo de la basilisa parecía esparcirse por estos cuadros. Todas las damas tenían algo de ella.
Entre los retratos de hombres había un obispo que le molestaba por su edad absurda. Era casi de sus años; un obispo adolescente, con ojos imperiosos y agresivos. Estos ojos le inspiraban cierto pavor, y por lo mismo decidió acabar con ellos: «¡Toma!» Y clavó su espada en el viejo cuadro, añadiendo á sus desconchados dos agujeros en el lugar de las pupilas. Todavía, para mayor remordimiento, añadió unas cuantas cuchilladas... En la misma noche, estando su padrino invitado á cenar, el notario habló de cierto retrato adquirido meses antes en las inmediaciones de Játiva, ciudad que miraba con interés por haber nacido los Borgia en una aldea cercana. Los dos hombres eran de la misma opinión. Aquel prelado casi infantil no podía ser otro que César Borgia, nombrado arzobispo de Valencia, por su padre el Papa, cuando tenía diez y seis años. Un día que estuviesen libres examinarían con detenimiento el retrato... Y Ulises, bajando la cabeza, sintió que se le atragantaban los bocados.
Ir á casa del padrino representaba para él un placer más intenso y palpable que los juegos solitarios del desván. El abogado don Carmelo Labarta se mostraba ante sus ojos como la personificación de la vida ideal, de la gloria de la poesía. El notario hablaba de él con entusiasmo, compadeciéndole al mismo tiempo.
—¡Ese don Carmelo!... El primer civilista de nuestra época. A espuertas podría ganar el dinero, pero los versos le atraen más que los pleitos.
Ulises entraba en su despacho con emoción. Sobre las filas de libros multicolores y dorados que cubrían las paredes veía unas cabezotas de yeso, con frentes de torre y ojos huecos que parecían contemplar la nada inmensa.
El niño repetía sus nombres como un pedazo de santoral, desde Homero á Víctor Hugo. Después buscaba con su vista otra cabeza igualmente gloriosa, aunque menos blanca, con las barbas rubias y entrecanas, la nariz rubicunda y unas mejillas herpéticas que en ciertos momentos echaban á volar las películas de su caspa. Los ojos dulces del padrino, unos ojos amarillos moteados de pepitas negras, acogían á Ulises con el amor de un solterón que se hace viejo y necesita inventarse una familia. El era quien le había dado en la pila bautismal su nombre, que tanta admiración y risa despertaba en los compañeros de colegio; él quien le había contado muchas veces las aventuras del navegante rey de Itaca con la paciencia de un abuelo que relata á su nieto la vida del santo onomástico.
Luego, el muchacho consideraba con no menos devoción todos los recuerdos de gloria que adornaban la casa: coronas de hojas de oro, copas argentinas, desnudeces marmóreas, placas de diversos metales sobre fondo de peluche, en las que brillaba imperecedero el nombre del poeta Labarta. Todo este botín lo había conquistado á punta de verso en los certámenes, como guerrero incansable de las letras.
Al anunciarse unos Juegos Florales temblaban los competidores, temiendo que al gran don Carmelo se le ocurriese apetecer alguno de los premios. Con asombrosa facilidad se llevaba la flor natural destinada á la oda heroica, la copa de oro del romance amoroso, el par de estatuas dedicadas al más completo estudio histórico, el busto de mármol para la mejor leyenda en prosa, y hasta el «bronce de arte» recompensa del estudio filológico. Los demás sólo podían aspirar á las sobras.
Por fortuna, se había confinado en la literatura regional, y su inspiración no admitía otro ropaje que el del verso valenciano. Fuera de Valencia y sus pasadas glorias, sólo la Grecia merecía su admiración. Una vez al año le veía Ulises puesto de frac, con el pecho constelado de condecoraciones y una cigarra de oro en la solapa, distintivo de los felibres de Provenza.
Era que se iba á celebrar la fiesta de la literatura lemosina, en la que desempeñaba siempre un primer papel: vate premiado, discurseante, ó simple ídolo, al que tributaban sus elogios otros poetas, clérigos dados á la rima, encarnadores de imágenes religiosas, tejedores de seda que sentían perturbada la vulgaridad de su existencia por el cosquilleo de la inspiración; toda una cofradía de vates populares, ingenuos y de estro casero, que recordaban á los Maestros Cantores de las viejas ciudades alemanas.
Labarta, después de transcurridos doscientos años, no había llegado á perdonar á Felipe V, déspota francés que reemplazó á los déspotas austriacos. El había suprimido los fueros de Valencia. «¡Borbón, maldito seas!...» Pero se lo decía en verso y en lemosín, circunstancias atenuantes que le permitían ser partidario de los sucesores de Felipe el Maldito y haber figurado por unos meses como diputado mudo del gobierno.
Su ahijado se lo imaginaba á todas horas con una corona de laurel en las sienes, lo mismo que aquellos poetas misteriosos y ciegos cuyos retratos y bustos ornaban la biblioteca. Veía perfectamente su cabeza limpia de tal adorno, pero la realidad perdía todo valor ante la firmeza de sus concepciones. Su padrino debía llevar corona cuando él no estaba presente. Indudablemente la llevaba á solas, como un gorro casero.
Otro motivo de admiración eran los viajes del grande hombre. Había vivido en el lejano Madrid—escenario de casi todas las novelas leídas por Ulises—, y cierta vez hasta había pasado la frontera, lanzándose audazmente por un país remoto titulado el Mediodía de Francia, para visitar á otro poeta que él llamaba «mi amigo Mistral». Su imaginación, pronta é ilógica en sus decisiones, envolvía al padrino en un halo de interés heroico semejante al de los conquistadores.
Al sonar las campanadas de las doce, Labarta, que no admitía informalidades en asuntos de mesa, se impacientaba, cortando el relato de sus viajes y triunfos.
—¡Doña Pepa! Aquí tenemos al convidado.
Doña Pepa era el ama de llaves, la compañera del grande hombre, que llevaba СКАЧАТЬ