Gloria Principal. Джек Марс
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СКАЧАТЬ tremenda. Era casi como si se lo hubieran lanzado encima. La idea de que alguien intentaría quebrarlo, o incluso que pudiera hacerlo, era un intruso no deseado en su mente. Era el tipo de cosas que nunca se le habrían ocurrido en el pasado, ni siquiera en el pasado reciente.

      Hace un tiempo había sido la persona más optimista que conocía. No, eso no era del todo exacto. Probablemente había sido la persona más optimista de los Estados Unidos.

      Desde sus primeros días, siempre había sido el mejor, en todos los lugares donde se encontraba. El mejor alumno del instituto de secundaria, presidente del cuerpo estudiantil. Summa cum laude en Yale, summa cum laude en Stanford. Becario Fulbright. Presidente del Senado del Estado de Pennsylvania. Gobernador de Pennsylvania.

      Ahora era Vicepresidente, puesto que había aceptado a petición de Clem Dixon. En los últimos meses, había comenzado a parecer cada vez más una prueba de lo real. Clem era viejo y estaba cansado. Lo habían empujado al papel de Presidente y, algunos días, parecía que su corazón simplemente no aguantaba. Puede que no se presente a las elecciones cuando termine este período.

      Pero a medida que Thomas Hayes se acercaba cada vez más al escenario principal, la resistencia se volvía cada vez más cruel. Eso es lo que nunca te dicen; a la gente le encanta usarte de blanco. Hayes lo había experimentado como gobernador, pero palidecía en comparación con lo que había probado como Vicepresidente. Si ya era así, ¿cómo sería cuando finalmente se convirtiera en Presidente?

      Siempre había creído que podía encontrar la solución adecuada a cualquier problema. Siempre había creído en su poder de liderazgo. Es más, siempre había creído en la bondad inherente de las personas. Esas creencias, especialmente la última, se fueron desvaneciendo rápidamente a medida que pasaban los meses.

      Podía soportar las largas jornadas. Podía manejar los diversos departamentos y la vasta burocracia. Aunque había muy poca confianza, parecía haber cierto respeto entre él y el Pentágono. La sopa de letras de agencias probablemente lo odiaban. Pero él aún no había intentado quitarles la financiación y ellas no habían intentado matarlo. Podría llamarse un equilibrio de terror.

      Podía vivir con el Servicio Secreto a su alrededor las veinticuatro horas del día, entrometiéndose en todos los aspectos de su vida.

      Pero los medios de comunicación habían comenzado a despedazarlo y todo fue por nada. Tenía poco que ver con sus creencias arraigadas o sus políticas administrativas. Fueron solo ataques ad hominem a su personalidad y su apariencia.

      Esto era de lo más vulgar.

      Era un hombre bien parecido, lo sabía. No se escala tan alto en el mundo sin una apariencia decente. Pero también había nacido con una nariz un poco más grande que la media. Anteriormente, la gente se refería a una nariz como la suya como nariz “romana”. Ahora, los caricaturistas editoriales de Washington insistían en dibujarla del tamaño de un pepino. Los dibujantes de Filadelfia, Pittsburgh, Harrisburg y de todo el estado nunca habían hecho tal cosa. La forma en que algunos de los dibujantes de DC la dibujaban era francamente obscena. ¡Parecían estar tratando compitiendo entre sí al exagerar el tamaño de la nariz de Thomas Hayes! Era una de las cosas más infantiles que jamás había experimentado.

      Mientras tanto, los redactores se deleitaban en burlarse de él como parte de la “élite del club de campo”, como un “liberal de limusinas” y como “nieto de los barones ladrones”.

      Sí, su familia había sido propietaria de acerías en el oeste de Pennsylvania y de los ferrocarriles que transportaban ese acero por todo el país. Sí, su bisabuelo había desplegado matones rompehuelgas contra sus propios empleados. Y sí, Thomas Hayes había disfrutado de una educación privilegiada como resultado de esta riqueza.

      Pero, ¿eso significaba que no podía estar a favor de unos salarios dignos para los trabajadores modernos, ni de los derechos de las mujeres, ni de la protección del medio ambiente, ni de encontrar soluciones diplomáticas en lugar de invadir todos los países que nos hacían una mueca?

      Aparentemente, a los ojos de los medios, esto lo convertía en una especie de hipócrita.

      Bueno, será mejor que se acostumbren. Thomas Hayes había llegado para quedarse. Algún día iba a ser Presidente. Ojalá no fuera hoy, pero se acercaba el día y, cuando ese día llegara, los medios iban a tener que empezar a tratarlo mejor. Se lo exigiría. La libertad de expresión era una cosa, pero el ridículo sin sentido era otra muy diferente.

      El ascensor se abrió al Gabinete de Crisis, una sala de forma ovalada. Era súper moderna, configurada para optimizar al máximo el espacio, con pantallas grandes incrustadas en las paredes cada medio metro y una pantalla de proyección gigante en la pared del fondo al final de la mesa.

      Todos los asientos de cuero afelpado de la mesa estaban ocupados, excepto dos. Uno era para Thomas Hayes. El otro, simbólicamente vacío, era para el Presidente de los Estados Unidos. Hayes se armó de valor contra ese vacío.

      Iban a traer de vuelta a Clem Dixon, sano y salvo.

      La atestada sala se quedó en silencio. Thomas Hayes, con su metro noventa y ocho de alto y ancho de hombros, llamaba la atención. Siempre lo había hecho. Cuando era joven, había sido de complexión fuerte, capitán del equipo de remo, tanto en la escuela secundaria como en Yale.

      Todos los ojos estaban puestos en él.

      Inspeccionó la habitación. El secretario de Defensa, Robert Altern, estaba aquí, así como el asesor de Seguridad Nacional, Trent Sedgwick, el Secretario de Estado, el secretario de Interior y el director de la CIA. Había una multitud de otras personas, incluidos militares rectos de uniforme, algunos de ellos de pie porque no había más asientos. Habían permanecido de pie todos sus años de West Point, no importaría que estuvieran de pie un rato más.

      En la mesa de conferencias había varios mecanismos de altavoz. Hayes imaginó que había docenas de personas escuchando esta reunión.

      Los señaló. —¿Están esas cosas en silencio?

      Miró alrededor de la habitación a varios pares de ojos, todos muy abiertos y temerosos.

      Un hombre asintió. —Sí, señor.

      Otro hombre, con un uniforme de gala verde, estaba en la cabecera más alejada de la mesa. Llevaba el pelo muy corto. Su rostro estaba recién afeitado, como si el bigote no se atreviera a aparecer allí. Era el General Richard Stark, del Estado Mayor Conjunto.

      A Thomas Hayes no le importaba mucho Richard Stark. No era de extrañar, por lo general, no le importaban los militares.

      Se deslizó en el asiento reservado para el Vicepresidente. La ausencia de Clement Dixon cobró gran importancia. Él y Dixon habían estado pisoteando a estos tipos en las últimas semanas, como era su deber. Los civiles estaban a cargo del gobierno y los militares respondían ante los civiles. A veces parecían olvidarlo.

      Miró a Richard Stark.

      –Está bien, Richard —dijo—, saltémonos las presentaciones, las sutilezas y los preliminares. Solo dime qué está pasando.

      Stark se puso un par de gafas de lectura. Miró las hojas de papel que tenía en la mano. Puso una encima.

      –Hace poco menos de veinte minutos —dijo—, recibimos un mensaje de una red de comunicaciones utilizada por los líderes talibanes. Hemos utilizado este método para comunicarnos con ellos anteriormente. El СКАЧАТЬ