La muerte y un perro. Фиона Грейс
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Название: La muerte y un perro

Автор: Фиона Грейс

Издательство: Lukeman Literary Management Ltd

Жанр: Триллеры

Серия: Un misterio cozy de Lacey Doyle

isbn: 9781094343754

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СКАЧАТЬ de su verdadero valor en una tienda de caridad y qué hacer con él una vez lo tuviera.

      Y así es cómo se había formado todo el plan. Lacey compró el sextante (y la consola, que se dejó con la emoción y casi se le olvida volverla a recoger), decidió el tema naval y, a continuación, se puso a trabajar para hacer la selección para la subasta e hizo correr la noticia.

      El ruido de la campana de encima de la puerta sacó a Lacey de su ensimismamiento. Al alzar la vista, vio a su vecina Gina, de pelo canoso y ataviada con su chaqueta de punto, entrando tranquilamente acompañada por Boudicca, su border collie.

      –¿Qué estás haciendo aquí? preguntó Lacey. Pensaba que habíamos quedado para comer.

      –¡Así es! —respondió Gina, señalando al gran reloj de latón y hierro forjado que estaba colgado en la pared.

      Lacey miró hacia allí. Junto con todo lo que había en el «rincón nórdico», el reloj estaba entre sus atractivos preferidos de la tienda. Era una antigüedad (evidentemente) y parecía que podría haber estado pegado a la fachada de un hospicio para pobres de la época victoriana.

      –¡Oh! —exclamó Lacey, cuando por fin se dio cuenta de la hora—. Es la una y media. ¿Ya? El día me ha pasado volando.

      Era la primera vez que las dos amigas habían planeado cerrar la tienda durante una hora y comer en condiciones. Y por «planear», lo que realmente sucedió es que Gina había atiborrado de vino a Lacey una noche y no dio su brazo a torcer hasta que esta cedió y aceptó. Era cierto que la mayoría de habitantes y visitantes de la ciudad de Wilfordshire pasaba la hora de comer en una cafetería o en un pub de todos modos, y que era muy improbable que el cierre de una hora afectara las ventas de Lacey, pero ahora que Lacey se había enterado de que era un lunes festivo a nivel nacional, empezaba a darle vueltas.

      –Tal vez no sea una buena idea, después de todo —dijo Lacey.

      Gina se llevó las manos a las caderas.

      –¿Por qué? ¿Qué excusa se te ha ocurrido esta vez?

      –Bueno, no me había dado cuenta de que hoy era un día festivo. Hay mucha más gente de la habitual por aquí.

      –Mucha más gente, pero no muchos más clientes —dijo Gina—. Porque todos y cada uno de ellos estará sentado en un café, pub o bar en diez minutos, ¡igual que deberíamos estar nosotros! Vamos, Lacey. Ya hablamos de eso. ¡nadie compra antigüedades a la hora de comer!

      –Pero ¿y si algunos son europeos? —dijo Lacey—. Ya sabes que en el continente lo hacen todo más tarde. Si cenan a las nueve o a las diez de la noche, entonces ¿a qué hora almuerzan? ¡Seguramente a la una no!

      Gina la cogió por los hombros.

      –Tienes razón. Pero, en cambio, pasan la hora del almuerzo haciendo la siesta. Si hay turistas europeos, durante la próxima hora estarán durmiendo. Para ponerlo en palabras que tú entiendas ¡«no comprando en una tienda de antigüedades»!

      –Vale, está bien. Así que los europeos estarán durmiendo. Pero ¿y si vienen de bastante más lejos y sus relojes biológicos aún no están sincronizados, no tienen hambre para comer y les apetece comprar antigüedades?

      Gina cruzó los brazos.

      –Gina —dijo, en un tono maternal—. Necesitas un descanso. Vas a acabar agotada si pasas todos los minutos del día entre estas cuatro paredes, por muy ingeniosamente decorada que esté la tienda.

      Lacey torció los labios. Después colocó el sextante sobre el mostrador y se dirigió hacia el taller.

      –Tienes razón. ¿Qué daño puede hacer una hora en realidad?

      Estas fueron unas palabras de las que Lacey pronto se arrepentiría.

      CAPÍTULO TRES

      —Me muero por visitar el nuevo salón de té —dijo Gina eufórica, mientras Lacey y ella daban una vuelta por el paseo marítimo, mientras sus acompañantes caninos se perseguían el uno al otro por las olas, moviendo las colas con la emoción.

      –¿Por qué? —preguntó Lacey—. ¿Qué tiene de especial?

      –Nada en concreto —respondió Gina. Bajó la voz—. ¡Solo que me han dicho que el nuevo propietario era un luchador profesional! Estoy impaciente por conocerlo.

      Lacey no lo pudo evitar. Echó la cabeza hacia atrás y se rio a carcajadas de lo absurdo que era ese rumor. Aunque, por otro lado, no hacía tanto que todo el mundo en Wilfordshire pensaba que ella podría ser una asesina.

      –¿Qué tal si no nos tomamos ese chisme al pie de la letra? —le sugirió a Gina.

      Su amiga le respondió con un «bah» y las dos empezaron a reír.

      La playa se veía especialmente atractiva con el tiempo más cálido. Todavía no hacía suficiente calor como para tomar el sol o chapotear, pero mucha más gente empezaba a andar por ahí y a comprar helados de las furgonetas. Por el camino, las dos amigas empezaron a hablar sin parar y Lacey puso a Gina al corriente de toda la llamada de David, y de la conmovedora historia del hombre y la bailarina. Al cabo de un rato, llegaron al salón de té.

      Ocupaba lo que había sido un taller de piraguas, situado en un lugar privilegiado en primera línea de mar. Los anteriores propietarios habían sido los que lo modificaron, convirtiendo un viejo cobertizo en una cafetería un tanto deslucida —algo que Gina le había enseñado que en Inglaterra le llamaban «un bar de mala muerte». Pero el nuevo propietario había mejorado notablemente el diseño. Habían limpiado la fachada de piedra y habían sacado manchas de caca de gaviota que seguramente llevaban allí desde los años cincuenta. Fuera habían puesto una pizarra, que anunciaba «café orgánico» en la letra cursiva de un profesional de las letras de molde. Y habían sustituido las puertas de madera originales por una reluciente puerta de cristal.

      Gina y Lacey se acercaron. La puerta se abrió rápidamente de forma automática, como si las invitara a entrar. Intercambiaron una mirada y entraron.

      Las recibió el olor intenso de los granos de café recién molidos, seguidos por el aroma de madera, tierra mojada y metal. Las baldosas que iban desde el suelo hasta el techo, los reservados de vinilo rosa y el suelo de linóleo habían desaparecido. Ahora, todo el enladrillado estaba al descubierto y las viejas tarimas habían sido barnizadas con pintura oscura. Para mantener el ambiente rústico, todas las mesas y las sillas parecían hechas de barcos pesqueros reciclados —lo que explicaba el olor a madera— y unas tuberías de cobre escondían todo el cableado de varias bombillas estilo Edison grandes que colgaban del alto techo —lo que explicaba el olor metálico. El olor a tierra lo provocaba el hecho de que en cada centímetro de espacio libre había un cactus.

      Gina agarró a Lacey por el brazo y susurró con disgusto:

      –Oh, no. ¡Es… moderno!

      Hacía poco que Lacey se había enterado en una excursión para comprar antigüedades en Shoreditch, Londres, de que «moderno» no era un cumplido que podía usarse en lugar de «de buen gusto», sino que más bien tenía un significado oculto de frívolo, ostentoso y presuntuoso.

      –Me gusta —replicó Lacey—. Está muy bien diseñado. Incluso Saskia estaría de acuerdo.

      –Cuidado. No te vayas a pinchar —añadió Gina, girando con un movimiento exagerado para СКАЧАТЬ