Название: La muerte y un perro
Автор: Фиона Грейс
Издательство: Lukeman Literary Management Ltd
Жанр: Триллеры
Серия: Un misterio cozy de Lacey Doyle
isbn: 9781094343754
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–No tiene cafeína —respondió Tom gritando por encima del ruido del grifo y los golpes de las puertas de los armarios—. Y si bebes mucho, tiene un ligero efecto laxante.
Lacey rio.
–Gracias por avisar —exclamó Lacey.
Sus palabras coincidieron con el tintineo y el repiqueteo de la porcelana, y el burbujeo de la tetera al hervir.
A continuación, Tom reapareció con una bandeja para el té. Encima había platos, tazas, platillos, un azucarero y una tetera de porcelana.
Colocó la bandeja entre ellos. Como toda la vajilla de Tom, los artículos no pegaban para nada entre ellos, lo único que los unía era la temática británica, como si hubiera conseguido cada uno de ellos del mercadillo de diferentes ancianas patrióticas. La taza de Lacey tenía una fotografía de la difunta Princesa Diana. Su plato tenía un fragmento de Beatrix Potter escrito en una delicada cursiva junto a una imagen de acuarela de la icónica pata de Aylesbury, Jemima, la pata del charco, con su sombreo y su chal. La tetera tenía forma de elefante indio con una decoración estridente, con las palabras «Piccadilly Circus» impresas en su silla de montar de color rojo brillante y oro. Naturalmente, su tronco hacía de pitorro.
Mientras el té se iba haciendo dentro de la tetera, Tom usó unas pinzas de plata para escoger unos cruasanes del mostrador, que colocó en unos bonitos platos floreados. Le acercó a Lacey el suyo, seguido de un bote de su mermelada de albaricoque favorita. Después sirvió a los dos una taza del té ya hecho, se sentó en su taburete, cogió la taza y dijo:
–Salud.
–Con una sonrisa, Lacey chocó la suya con la de él.
–Salud.
Mientras sorbían al unísono, Lacey tuvo un flash repentino de déjà vu. No uno de verdad, como cuando estás seguro de haber vivido ya este momento exacto, sino el déjà vu que se produce por la repetición, por la rutina, por hacer lo mismo día sí y día también. Tenía la sensación de que ya habían hecho esto porque lo habían hecho; ayer y anteayer y el día antes. Como propietarios de una tienda, Lacey y Tom a menudo invertían horas extras y trabajaban semanas de siete días. La rutina y el ritmo habían llegado de una manera muy natural. Pero era más que eso. Tom le había dado de manera automática su cruasán favorito, el de almendra tostado, con mermelada de albaricoque. Ni siquiera hizo falta que le preguntara lo que quería.
Esto tendría que haber complacido a Lacey pero, en su lugar, la inquietaba. Pues así habían sido las cosas con David al principio. Aprendiendo lo que pedía cada uno de ellos. Haciéndose pequeños favores el uno al otro. Pequeños momentos de rutina y ritmo que la hacían sentir como si ellos fueran unas piezas de un puzzle que encajaban a la perfección. Era joven y tonta y había cometido el error de pensar que siempre sería así. Pero solo mientras estuvieron en modo luna de miel. Más adelante desapareció, en un año o dos, y para entonces ya estaba atrapada en el matrimonio.
¿Eso era lo único que era su relación con Tom? ¿Un tiempo en modo luna de miel que acabaría por desaparecer?
–¿En qué piensas? —preguntó Tom, y la voz de él se metió en su ansiosa reflexión.
Lacey por poco escupe el té.
–En nada.
Tom levantó una ceja.
–¿En nada? ¿Tan grande ha sido el impacto de la achicoria en tu mente que la ha vaciado de todos tus pensamientos?
–¡Ah, te refieres a la achicoria! —exclamó, sonrojándose.
Tom parecía aún más divertido.
–Sí. ¿Sobre qué otra cosa te iba a preguntar?
Lacey dejó la taza de Diana en el platillo con torpeza, haciendo un fuerte traqueteo.
–Está bien. Sabe un poco a regaliz. Un ocho de diez.
Tom silbó.
–Guau. Qué piropo. Pero no basta para destronar al Assam.
Su pánico momentáneo de que Tom tuviera habilidades para leer la mente se apagaron y Lacey dirigió su atención al desayuno, degustando los sabores de la mermelada de albaricoque casera combinada con almendras tostadas y la deliciosa masa mantecosa. Pero ni la sabrosa comida podía evitar que su mente se desviara a la conversación con David. Era la primera vez que oía su voz desde que salió de su antiguo apartamento en Upper East Side hecho una furia con la declaración de despedida «¡Tendrás noticias de mi abogado!» y, al escuchar su voz de nuevo, algo le recordó que hacía menos de un mes era una mujer casada relativamente feliz, con un trabajo estable y unos ingresos y una familia cerca en la ciudad en la que había vivido toda su vida. Sin ni siquiera saber que lo estaba haciendo, había bloqueado su vida pasada en Nueva York con un sólido muro en su mente. Era una estrategia de afrontamiento que había desarrollado de niña para superar la repentina desaparición de su padre. Evidentemente, oír la voz de David había hecho temblar los cimientos de ese muro.
–Deberíamos irnos de vacaciones —dijo Tom de repente.
Una vez más, Lacey casi escupió su comida, pero Tom no se hubiese dado cuenta, pues continuaba hablando.
–Cuando vuelva de mi curso de focaccia, deberíamos hacer vacaciones en casa. Los dos hemos estado trabajando mucho, nos lo merecemos. Podemos ir a mi ciudad natal en Devon y te enseñaré todos los lugares que me encantaban de niño.
Si Tom le hubiera sugerido esto justo antes de la llamada con David, seguramente Lacey hubiera aceptado la oferta sin dudarlo. Pero, de repente, la idea de hacer planes a largo plazo con su nuevo novio —aunque solo fuera para dentro de una semana— parecía precipitada. Evidentemente, Tom no tenía ninguna razón para no estar seguro con su vida. Pero Lacey se había divorciado no hacía mucho. Ella había entrado en un mundo, el de él, de relativa estabilidad en un momento en el que literalmente todos y cada uno de los trocitos del de ella se habían desmoronado –desde su trabajo, a su hogar, su país ¡e incluso su estatus en cuanto a relación! Había pasado de hacer de canguro de su sobrino, Frankie, mientras su hermana, Naomi, se metía en otra cita desastrosa, a espantar ovejas de su césped delantero; de que Saskia, su jefa en una compañía de diseño de interiores de Nueva York le ladrara a hacer excursiones en busca de antigüedades en el Mayfair de Londres con su peculiar vecina ataviada con su chaqueta de punto y acompañadas por dos perros pastores. Eran muchos cambios de golpe, y ella no estaba del todo segura de dónde tenía la cabeza.
–Tendré que comprobar lo ocupada que estoy con la tienda —respondió evasiva—. La subasta lleva más trabajo del que esperaba.
–Claro —dijo Tom, que no parecía para nada haber leído entre líneas. Pillar las sutilezas y el subtexto no era uno de los puntos fuertes de Tom, y esa era otra de las cosas que le gustaban de él. Se tomaba todo lo que ella decía al pie de la letra. A diferencia de su madre y su hermana, que la observaban con lupa y analizaban cada palabra que decía, con Tom no había comentarios ni críticas. Era lo que aparentaba.
Justo entonces, repicó la campanita que había encima de la puerta de la pastelería, y Tom echó un vistazo por encima del hombro de Lacey. Ella observó cómo la expresión de él se convertía en una mueca antes de volverla a mirar a los ojos.
–Fantástico —murmuró entre dientes—. Ya pensaba en cuándo СКАЧАТЬ