Название: El Amanecer Del Pecado
Автор: Valentino Grassetti
Издательство: Tektime S.r.l.s.
Жанр: Современная зарубежная литература
isbn: 9788835404651
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–Oh, vamos, Jenny, sabes perfectamente que eres tú la flor de mis sueños –respondió Sebastian con una risita.
Circe no leyó ningún guión prefiriendo improvisar.
–Adelante, querida Daisy. ¿Por qué no nos cuentas algo de ti?
–Hola a todos –sonrió Daisy que, a pesar de su edad y con una cierta sorpresa no se sentía para nada incómoda. Ser el centro de la atención le provocaba siempre un escalofrío de placer. –Me llamo Daisy, Daisy Magnoli. Vengo de Castelmuso, un pueblo de quince mil habitantes, no muy alejado del mar Adriático…
Daisy continuó contando algunas banalidades sobre su vida en el instituto pero sin la vivacidad pretendida por los guionistas.
– ¿Eso es todo? –exclamó Sebastian fingiéndose desilusionado. –Espero que la timidez esconda un gran talento, en caso contrario…
Sebastian abrió los brazos como para decir En caso contrario ¿qué has venido a hacer aquí? ¿Desilusionar a todas estas personas?
Daisy sabía perfectamente que el guión del programa incluía algunos pasajes ineludibles: el jurado comenzaría con las felicitaciones, luego para elevar el nivel de audiencia la provocarían para meterla en problemas. Ella no debería hacer otra cosa que hacer frente a los ataques del jurado.
Estaba todo programado.
Ahora sólo debía cantar I’am Rose y se convertiría en una celebridad.
6
Guido sintió un escalofrío correr a través de los omóplatos. Daisy estaba a punto de exhibirse delante de millones de italianos.
– ¡Ese cabrón de Sebastian! ¿Habéis visto cómo la ha tratado? ¿Pero quién se ha creído que es?
Manuel Pianesi se enfadó tanto que, debido al nerviosismo, derramó la cerveza sobre los cojines del sofá donde estaba tirado, haciendo despotricar a Guido.
Guido Gobbi ya estaba arrepentido de haber invitado a sus amigos a su casa, un apartamento en la periferia del pueblo, en el populoso barrio de San Lorenzo. Cinco mil almas tranquilas, divididas entre los edificios con fachadas altas que seguían el perfil de la colina.
Por una parte Manuel gritaba haciendo que perdiese los diálogos del jurado, por otra, Leo Fratesi contestaba a los comentarios, con el vicio de subrayar reiteradamente el concepto ya expresado.
– ¡Por favor! ¿Queréis parar de hacer ruido? –gritó Guido pulsando sobre la tecla del telemando para subir el volumen.
Había pasado una semana desde que Daisy y Guido habían discutido. Ella pensaba que Guido era un fisgón y quería denunciarlo al director del colegio. Parecía el triste epílogo de una historia no comenzada. Luego había aparecido aquella frase en el ordenador.
Adriano debe dejar de buscarme. O tendrá un feo final.
Después de una agotadora explicación donde Guido había intentado convencerla de que no tenía nada que ver con aquella historia, habían hecho las paces, aunque la tan suspirada cita se había pospuesto.
Daisy, de hecho, había preferido investigar sobre quién había sido el remitente del mensaje, recurriendo a la ayuda de Manuel. El compañero del instituto con los cabellos de rasta era un fantástico friqui, uno de esos capaces de descubrir quién había sido el autor, pero con cada intento el ordenador se bloqueaba, inexplicablemente.
La seriedad del ataque les hizo descartar la hipótesis de que se tratase de una broma dirigida a Daisy.
Guido afirmó que, probablemente, Adriano había hecho algo que no debía. Quizás un encuentro virtual que había ido mal. O había pisado el pie a las personas equivocadas, o algo parecido, y por esto lo estaban amenazando. Daisy jamás había considerado seriamente la hipótesis de que se la tuviesen jurada. La costumbre de sentirse el centro de atención la había inducido a pensar que el mensaje estaba dirigido a ella. Probablemente el hermano discapacitado había atraído el odio de alguien y ahora quería descubrir el porqué.
–Bien, Daisy, ¿qué nos vas a hacer escuchar? –preguntó Sebastian Monroe bebiendo un sorbo de whisky escocés que le hizo musitar de gusto.
–Bueno, querría cantar una canción. Una canción inédita –respondió ella cogiendo el mástil del micrófono que levantó para adecuarlo a su estatura.
– ¿Lo habéis oído? –exclamó el jurado girándose hacia el público.
–Estamos tratando con una cantante –añadió perpleja Circe que buscó entre las gradas alguien que compartiese su escepticismo. Hubo algún murmullo de aprobación.
–Realmente no la he escrito yo.
– ¿Podrías ser un poco más prolija o continuamos con los monosílabos?
Hubo una risotada ente el público.
–Es una canción escrita por Adriano Magnoli. Mi hermano. La canción se titula: I’m Rose.
En Castelmuso Adriano observaba el programa con los brazos cruzados, la espalda apoyada en el quicio de la puerta, mientras a su alrededor se había creado mucha expectación.
– ¡Por Dios, Adry, están hablando de ti! –había gritado Franz haciendo escapar la espuma de la botella de cerveza.
–En serio, Adriano. Es grandioso –había remarcado el tío Ambrogio, levantando el vaso para pedir otro brindis.
Las felicitaciones de la gente reunida en el salón del chalet eran sinceras, insistentes, y un poco fastidiosas. En los oídos de Adriano sonaban como Nada mal para un enfermo mental.
No podía culparles. En el fondo era la verdad.
–Ahora un poco de silencio, por favor –dijo Sebastian levantando las manos para hacer callar al público mientras el ojo despiadado de la telecámara se posó sobre el dedo de Circe apuntando al escenario.
–Daisy Magnoli. ¡Ha llegado tu momento!
Daisy cerró los ojos buscando la máxima inspiración.
Se elevó el dulce sonido de un piano. Unas pocas notas una detrás de otra, ligeras. La música, suave y evocadora, parecía conducir a un jardín de rosas perfumadas. Una melodía que evocaba colores tenues, vuelos delicados de mariposas y cielos despejados llenos de armonía.
La música de Adriano comenzó como un viaje tranquilo en el alma.
Daisy, con la sensación de cabalgar sobre un arco iris de emociones, comenzó a cantar.
Mi corazón atravesado por soles cegadores
Mis lágrimas, duras armas de cristal
Es la belleza
Es la dicha del amor
Pero hay una sombra escondida entre las arrugas de mi alma.
Las palabras, susurradas como el canto de un ruiseñor, no provocaron ninguna reacción por parte del público.
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