La Lista De Los Perfiles Psicológicos. Juan Moisés De La Serna
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Название: La Lista De Los Perfiles Psicológicos

Автор: Juan Moisés De La Serna

Издательство: Tektime S.r.l.s.

Жанр: Зарубежные детективы

Серия:

isbn: 9788893985949

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СКАЧАТЬ en un hotel?, ganará usted mucho ―dijo mientras hacía un gesto con los dedos índice y pulgar, indicando dinero.

      –No tanto, pero como no tengo más gastos me lo puedo permitir.

      –¡Ah!, sí, claro ―afirmó el taxista mientras mostraba una sonrisa burlona.

      –Si usted echase cuenta de lo que gasta en alquiler o hipoteca, más los gastos de luz, agua, seguros, y comida, probablemente optaría por una solución como la mía ―afirmé tratando de que viese las ventajas de aquello.

      –Si le digo a mi parienta que nos vamos a vivir a un hotel, lo primero que me preguntaría es que si me ha tocado la lotería ―contestó jocosamente el hombre.

      –¿Y lo segundo? ―pregunté siguiendo su broma.

      –¿Que qué haría con mi suegra? ―respondió a carcajadas.

      –¿Son familia numerosa? ―pregunté intrigado.

      –¿Numerosa?, contando la parienta, su suegra, los tíos y primos. Cuando nos reunimos todos llegamos a ser diez, y uno más que viene en camino, ¿y usted no tiene mujer? ―preguntó jocoso.

      –No, bueno, tuve, pero ahora no está.

      –¡Ah!, lo siento ―afirmó cambiando el tono.

      –Pues no lo sienta, se fue con otro mientras yo estaba en un congreso.

      –¿Lo dice en serio?

      Y los dos nos pusimos a reír de aquella situación tan absurda. Después de lo cual se hizo el silencio, casi tan molesto como el que sentí cuando volví a casa ese día y me encontré una nota de despedida de mi mujer que decía: “Espero que siempre consigas lo que quieras, yo así lo voy a intentar y por eso me voy”.

      Una nota que llevaba conmigo siempre en la cartera, pero que no había llegado a enseñar a nadie, no sé si por vergüenza o por miedo a compartir mis sentimientos. Estaba claro que ella no era feliz a mi lado y que quería “explorar nuevas posibilidades”.

      Tal y como me encontré la casa, y después de darme cuenta de la situación, cogí mi maleta que traía del congreso y me fui al Hotel Plaza, donde permanezco desde entonces.

      No me hago idea de vivir en una casa sin ella. Tanto silencio, tanta soledad, en la casa que habíamos comprado con tanta ilusión. Íbamos a tener hijos, a verlos crecer, y aquella se convertiría en nuestra morada para los últimos años de nuestra vida, y apenas en dos años de matrimonio se acabó todo de esta forma. Ni una llamada de despedida, ni una explicación, únicamente una nota.

      Es cierto que los últimos meses habían sido algo frenéticos por mi parte, centrados en un nuevo proyecto al ser cofundador de una asociación internacional de psiquiatras, donde queríamos ofrecer una nueva perspectiva a las personas ajenas a nuestra ciencia, editar una revista trimestral, buscar financiamiento para proyectos de investigación, atender a mi consulta… puede que hubiese descuidado aquello que más quería, pero no había visto ninguna señal.

      Siempre que acudía a casa, ella estaba feliz y contenta, me contaba sobre su trabajo como profesora, me decía las dificultades que había tenido, y cómo había algún niño que le sacaba de quicio.

      Incluso recuerdo que ya habíamos hablado de las próximas vacaciones realizando planes para pasar unas semanas en una de esas islas tropicales, llenas de cocoteros y arena blanca, donde el mar se confunde con el cielo, para poder estar los dos juntos compartiendo aquel pedacito de cielo en la Tierra. Y de repente, de un día para otro, una sola nota.

      –¡Aquí es! ―dijo el taxista mientras paraba frente a la entrada principal del hotel.

      –¡Gracias! ―contesté pagándole el trayecto y saliendo del vehículo.

      –¡Buenas noches! ―comentó el botones del hotel.

      –¡Buenas noches! ―dije mientras me volvía a subir el cuello de la chaqueta y entraba con algo de prisa porque había empezado a refrescar.

      Tras subir las escaleras y cruzar la puerta giratoria me dirigí a la recepción.

      –Buenas noches, habitación 311, ¿tienen algo de correo para mí? ―pregunté mientras esperaba que me diesen la llave de la habitación.

      –No doctor, pero aquí tiene los periódicos de hoy, tal y como tiene solicitado.

      –Muchas gracias, buenas noches ―dije mientras recogía los diarios internacionales que me gustaba ojear antes de acostarme.

      –¿A qué planta? ―preguntó el ascensorista.

      –A la tercera ―afirmé sabiendo que él conocía la respuesta, pues todas las noches me hacía la misma pregunta.

      –¿Un buen día? ―volvió a preguntar.

      –¡Bueno!, ha sido una tarde inusual.

      –¿Lo dice por el tiempo?

      –Sí, también por eso ―contesté con una sonrisa forzada.

      –¡Ya hemos llegado!, que tenga una buena noche.

      –Lo procuraré, muchas gracias ―dije saliendo del ascensor y dirigiéndome a mi habitación.

      Al final del pasillo, tenía una pequeña suite, que disponía de un pequeño despacho y un dormitorio. No era muy grande, pero era lo mejor que había podido negociar con el director del hotel, ya que no era usual tener clientes alojados durante años en la misma habitación.

      Nada más abrir la puerta de la suite me di cuenta de que algo no andaba bien. Un fuerte olor a puro inundaba la estancia, algo que por supuesto no era mío pues no fumaba, y tampoco recibía invitados en mi cuarto, por lo que no pude por menos que soltar un:

      –¿Quién anda ahí?

      Antes de pulsar el interruptor, pero no se encendían las lámparas, a pesar de pulsar repetidamente la llave de la luz.

      –No se apure doctor, todo está bien ―dijo una voz desde mi sillón.

      Había pasado tanto tiempo en aquella estancia que era capaz de reconocer cada recoveco, y sabía que desde donde me hablaba únicamente había un sillón bajo una lámpara que era el lugar donde me solía sentar a leer los periódicos antes de acostarme.

      –¿Quién es usted? ―pregunté echando un paso hacia atrás y dirigiéndome hacia la salida para abrir la puerta y por lo menos iluminar el cuarto.

      Estaba a punto de hacerlo, con la mano en el pomo, cuando de repente noté que alguien me la sujetaba impidiéndome bajar el tirador de la puerta.

      –¡Tranquilícese!, se lo ruego, si quisiera hacerle daño no estaríamos hablando aquí.

      De repente se hizo la luz tras de mí, el hombre que estaba hablando había encendido la lámpara y con ello había visto cómo otro enchaquetado y con guantes me sujetaba con dos manos la mía.

      Solté y me giré para protestar por aquel abuso de mi intimidad, pues, aunque no fuese así, consideraba aquel espacio como mi casa.

      –¡Tranquilo!, ya le he dicho que no queremos hacerle daño ―repuso el hombre sentado junto a la lámpara mientras encendía un puro.

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