Название: Cinco puertas al infierno
Автор: José HVV Sáez
Издательство: Автор
Жанр: Контркультура
isbn: 9788490725153
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Todo comenzó precisamente cuando ella percibió con claridad que Pedro ya no la consideraba una chiquilla desordenada, sino una mujer. Fue así, inesperado, simple y perturbador.
Al abrir los ojos al momento actual, sonrió brevemente y se preparó para enfrentarse a una nueva y terrible prueba para su juventud, su presentación en sociedad. El mayor gentío al que ella se había expuesto en su vida fueron las fiestas invernales de su escuela en la caleta, con dieciséis años, cuando había recitado poesía ante casi cincuenta personas. Muy despacio comenzó a vestirse delante del espejo y comprendió lo que había sucedido. Su hermosa adolescencia y su dorada juventud yacían ahora muertas entre esas sábanas revueltas y sucias. De improviso, a la joven Julia le había llegado el tiempo futuro, sin entender muy bien cómo. Se hizo el propósito de no olvidar nunca aquellos primeros episodios amorosos que había vivido de muchacha entre los bosquecillos de su querida casa natal.
—Aquel fue mi verdadero mundo y siempre lo conservaré fresco en mi memoria hasta que sea una vieja pelleja, balbuceó Julia suspirando profundamente—, esto de hoy es mi penitencia.
Más tranquila salió de su habitación y se encaminó hacia la puerta de la entrada, aspiró profundamente y salió al exterior, sonriendo.
Una gruesa andanada de vítores y aplausos la recibió, a la vez que los músicos se arrancaban con una marcha nupcial. Se quedó pasmada al ver el inesperado recibimiento, y cuando buscó ansiosamente a su marido, este saltó como un puma a su espalda, la levantó con vigor entre sus brazos en señal inequívoca de potencia masculina y gritó con vulgaridad:
—¡Qué vivan las mujeres hermosas! ¡Y vírgenes! ¡Vamos a brindar por el amor! —Y sus más amigotes le aplaudieron a rabiar—. Y después, ¡a devorar!
De pronto, no se le ocurrió nada mejor que cargarla hasta la mesa principal del banquete, pese a sus airadas protestas, y cuando la bajó con torpeza, a la azorada novia se le vio toda su primorosa ropa interior color rosa. En un momento, los más allegados ya la habían empezado a conocer más a fondo.
En cuanto la pareja finalmente pudo sentarse en la mesa principal, sobre la descomunal parrillada giratoria instalada al fondo del patio cayeron decenas de trozos de rojas carnes de vacuno; las ristras de chorizos parrilleros ya se quemaban y las prietas negras humeaban con fuerza atufando el jardín e invadiendo las mesas, alborotando gravemente las papilas de los hambreados comensales. La jovencita Dorotea se acercó a los esposos llevando las dos primeras y gruesas chuletas en una bandeja de loza, chorreando humeante y espeso jugo y con el aroma de carne aún crepitando.
A continuación, se acercó Jacinto, el capataz de la bodega, quien fue el primero en saludar a Julia con un largo beso en la mejilla, acompañado de los enólogos, que escanciaron un luminoso Chateau Canet que llenó de rubí las copas de la pareja. Todos guardaron silencio para que Pedro hiciera toda la ceremonia de la cata. Cuando dio el visto bueno con entusiasmo, fue el punto de partida de un tráfico endemoniado de mozos con bandejas de carne y pinches con botellas de vino, sirviendo a destajo; enseguida dieron comienzo los bulliciosos fastos, con abundantes libaciones en honor a los recién casados y a su futura vida en pareja.
—¡Por el amor eterno!
—¡Por una larga vida plena de hijos y nietos!
—¡Por el león herido!
—¡Por las doncellas del mundo! ¡Qué nunca se acaben!
Pedro estaba exultante y, sin soltar la mano de Julia, saludaba sin parar a todos los comensales, dedicando a cada uno frases apropiadas y cariñosas. En la mesa principal, a la izquierda de la pareja, se sentaban Rufo y Tola, padrinos de casamiento del novio, también recién casados. A la diestra, había dos sillas vacías.
—¿Dónde está mi tío Samuel? —inquirió Julia a voces.
—Se retrasa, seguro que tiene trabajo con los heridos en la ciudad —le contestó uno.
Julia les miró a todos con la mirada hueca. Mi pobre padrinito que ni siquiera pudo estar en el casamiento, parece que tampoco llegará para el banquete. Mi pobre papi, abandonado en el sanatorio y mi amor, perdido en el océano, qué otra cosa peor puede pasarme en este día. Y encima tengo que divertirme. Haciendo como que comía con ganas, sonreía a los desconocidos y se quejaba de la ensalada de cebollas y del ají cachocabra.
—¿Alguien sabe algo del alcalde Mancilla? —preguntó un funcionario.
—No vendrá, tiene trabajo con el orden público y la atención a las víctimas del temblor.
—¿Cómo que temblor? Perdona, pero ha sido un terremoto feroz…
—El epicentro estuvo a unos quinientos kilómetros al norte, cerca de Puerto Grande —informó un edil, aplicado a una enorme empanada de pino.
—Aquí en Talcuri nos han informado de más de veinticinco heridos, pero solamente se habla de dos muertos.
Cuando Julita oyó eso, soltó los cubiertos tapándose la boca atemorizada.
—Mi papá, Dios mío, cómo he podido olvidarme de él, pobrecito, qué susto tiene que haberse llevado… y qué solo se tiene que sentir en el mundo.
—Ya lo he preguntado, en las montañas donde está ese sanatorio apenas se ha sentido, no te preocupes mi vida —la tranquilizó el marido. Y añadió—. Mañana temprano dejaré todo e iremos juntos a verle sin falta, te lo prometo, mi amor. Y ahora come, por favor, te noto muy desmejorada.
—También hay bastantes daños en edificaciones viejas, de esas de adobe —seguía informando el edil.
—Ya sabes que se cayó tu famoso campanario, ¿no, Pedro?
—¡Caramba, con tanto ajetreo hasta me había olvidado de ese desastre! Lo he sentido caer casi sobre mis espaldas, Rufo, todavía me duelen las orejas con el estruendo que tuve que sufrir. Menos mal que yo estaba junto a mi mujercita para protegerla… Bueno, ¡qué le vamos a hacer! Es nuestro sino como país. También mañana me ocuparé personalmente de eso… Y ahora, ¡un brindis por nuestra valiente y dura ciudad…!
—Voy a buscar unos pañuelos —susurró Julia al oído de Pedro y se separó cuidadosamente de la mesa, dirigiéndose a la casa con estudiada lentitud, cimbreando la cintura todo lo posible.
En cuanto entró a la casa, corrió hasta la habitación para encerrarse otra vez en su baño, aquejada de incontenibles arcadas, sintiendo que su pequeño estómago era una tormenta. Al rato salió de la habitación y pasó por la cocina a prepararse un enorme vaso de agua tibia azucarada. Maldita comilona, refunfuñó, sobándose el vientre.
En el comedor del patio, todos daban cumplida cuenta de las estupendas carnes junto con las mazorcas recién cocidas y untadas con mantequilla fresca, el ají verde y el rojo en salsa, las fuentes repletas de ensaladas СКАЧАТЬ