Название: Cinco puertas al infierno
Автор: José HVV Sáez
Издательство: Автор
Жанр: Контркультура
isbn: 9788490725153
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—¡Qué bonito color de ojos! Parecen avellanas.
—Y qué delicados pómulos
—Tiene que ser muy jovencilla…
—¡Y virgencita!
—¡Vivan los novios!
—¡Qué bonita la chiquilla!
—¡Qué grácil! Es como tener una princesa en la cama.
—Ay, caracho, ¿cómo se puede tener tanta suerte en la vida?
Don Pedro intentó entrar directamente con ella en casa, pero sus entusiasmados amigos no se lo permitieron; los fieles compadres Rufo y Tola, portando dos grandes ramos de rosas silvestres, se acercaron y besaron con cariño a la pareja. Al contemplar tamaño recibimiento, el patrón tuvo que contenerse durante un buen rato. Suspirando con resignación, Pedro Marcial tuvo que detenerse a saludar y a cruzar algunas palabras de agradecimiento con muchos de los que les esperaban y que deseaban una presentación inmediata de su joven desposada. Por fin, se estiró el chaleco gris de doble abotonadura y, ofreciendo gentilmente su brazo a Julia, pasaron revista a la servidumbre que esperaba en fila delante de ellos; Dorotea, la vieja jefa de la cocina y su joven hija; una doncella; los dos Emeterio, padre e hijo; y cerrando el grupo, Jacinto, el jefe de la bodega junto a sus dos enólogos.
Hasta que hastiado, apretó la mano de su esposa y se abrió paso con ella para penetrar en su casa cuanto antes, mientras farfullaba algo ininteligible, sonriendo con la mitad de la boca; se la llevó corriendo por el pasadizo hasta la habitación matrimonial y la arrastró dentro cerrando con doble llave, en medio de los aplausos, gritos y bromas de algunos mirones.
De pie en el centro de la estancia, ambos se quedaron mirando el uno al otro por un instante. La anonadada chiquilla de traje blanco y de cara enrojecida lo contemplaba sin parar de parpadear. Pedro se abalanzó sonriendo sobre la aturdida chica y, mascullando algo sobre su maltratado y polvoriento traje de novia, la empujó hacia el ropero, abrió sus puertas de par en par y le mostró el abundante vestuario preparado para la ocasión.
Entonces, se colocó detrás de Julia para empezar a desvestirla con suavidad, pero los 39 botones del traje de novia consiguieron que perdiera la compostura. Cuando por fin consiguió quitárselo, no sin antes clavarse varios alfileres, arrojó las prendas al suelo con impaciencia. Ella, aterida, se tocaba sus muslos ásperos como cáscaras de naranja bajo la suave enagua de seda rosa, dejando entrever el reborde de las medias blancas engarzadas por el broche metálico de los ligueros; con el pelo agolpado sobre el rostro húmedo, ocultando su angustia tras los ojos como almendras tristes, empezó a musitar el perdón por estar ahí ante su vista. Pedro, mudo y tembloroso, como a punto de cometer una canallada, se quedó admirándola por un breve instante. Era la primera vez que la veía así y eso fue precisamente el combustible que avivó el fuego interior del enardecido cónyuge; esa visión maravillosa fue mucho más de lo que sus sentidos pudieron soportar. Se dejó llevar enteramente por la lujuria desatada.
Sobre el vestido cayeron, uno tras otro, la levita, el chaleco y sus pantalones de rayas, e incapaz de reprimirse por más tiempo, la empujó con decisión sobre la cama para cobrar el tan deseado trofeo.
—¿No vamos a comer antes? —preguntó ella con un hilillo de voz.
—No, porque así, lo consumato ya no puede ser anulato… —farfulló el enardecido esposo buscando sus labios con ansia.
Pedro no podía ver la expresión de aturdimiento de la pobre Julia mientras yacía aplastada bajo el poderoso varón, que entre jadeo y jadeo, le dedicaba algún que otro piropo y no se cansaba de alabar la blancura de su tersa piel íntima y de suspirar satisfecho por la coyunda con una virgen tan bella; enloquecido tras cada embestida que le propinaba a la infeliz muchacha, en pocos minutos cayó rendido a su lado, bufando como un jabalí herido.
Julia, completamente inerte y desmadejada, incapaz de gesto alguno, estuvo todo el tiempo con los ojos cerrados, contemplando un dulce rostro que le sonreía con amor, despidiéndose para siempre de su recuerdo. Y sin poder reprimirse más, empezó a sollozar en voz baja por el alto precio que había decidido pagar.
—Me alegro tanto de que seas feliz conmigo —musitó Pedro muy complacido, observándola con amor y volviendo con sus lengüetazos y sobeos en cara y cuello.
El enfebrecido Pedro quiso volver a subírsele encima pero entonces ella reaccionó con fuerza y le empujó con brusquedad a un lado, con un gesto de repugnancia. El sorprendido macho la miró, no obstante, con renovadas ansias, pero ella se le escapó ágilmente y corrió hacia el cuarto de baño, cerrando la puerta bajo llave. Pedro puso la oreja y oyó sus sollozos desconsolados.
—¿Estás bien, amorcito? Ya sé que duele muchísimo la primera vez, pero se te pasará pronto. Siempre recordarás con placer este gran momento de amor que estamos viviendo juntos.
No hubo respuesta. Pedro sonrió complacido por su tremenda potencia masculina y le gritó que no se preocupara por nada, que para eso estaba él a su lado, para cuidarla y quererla. Mientras se vestía para el almuerzo del casamiento, añadió que la amaba profundamente, que como él, no había otro marido tan amante, que sería tan feliz a su lado y que ya se ocuparía él de cuidarla y adorarla de por vida. Añadió, victorioso:
—Mi amor, estarás recuperada para esta noche, ya verás. Esto solamente ha sido la bienvenida a mi casa y a la noche te marcaré profundamente con mi amor. Ni te imaginas el placer que me das… —susurró en tanto que escogía cuidadosamente ropa de sport que fuese elegante—. Ahora tengo que dejarte para atender a mis amigos. Vístete pronto, querida Julita, me muero por ver la expresión de amigos míos que jamás te han visto antes. Me voy para organizar a los fotógrafos para tu entrada triunfal al banquete. ¡No tardes!
Eran las cinco de la tarde ya pasadas cuando dio comienzo el banquete de esponsales, aunque ya los impacientes convidados habían acabado con todas las empanadas, las de carne y las de cebolla, dando muy buena cuenta de, al menos, diez jarras de
pichuncho. Al aparecer en el jardín delante de ellos, Pedro Marcial alzó los brazos con fuerza y les gritó:
—¡Dentro de unos minutos tendremos aquí a la novia y vamos a recibirla como se merece! —Y se acercó al director de la orquestilla para darle secretas instrucciones.
A su orden comenzó entonces el desfile de criados y pinches, unos portando grandes bandejas con ensaladas para las mesas y otros, abriendo las cajas del Cabernet y del Merlot, que especialmente había escogido para acompañar la extraordinaria comida. Sus más allegados corrieron a su encuentro para palmotearle la adolorida espalda, abrazarle y besarle. Todos le agobiaban a preguntas sobre la maravillosa Julita, ansiosos por caerle encima y avasallarla con preguntas capciosas, queriendo saber todo de ella, dónde había nacido, de qué familia provenía y en qué colegio se había educado. En la mente victoriana de las más destacadas matronas de la ciudad ardía la curiosidad malsana por hablar con la intrépida joven que había sido capaz de cazar y casarse con el solitario león de Talcuri para que les relatase los pormenores de su estrategia para conseguirlo en tan pocas semanas. Toda una hazaña de conquista para una desconocida, porque el premio principal había sido un viudo pertinaz y, por añadidura, un platudo; por tanto, Julia era en ese instante el más jugoso objeto de inquisición en toda la historia de la provinciana ciudad sureña.
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