Название: Oleum. El aceite de los dioses
Автор: Jesús Maeso De La Torre
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Novela Histórica
isbn: 9788491395164
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VII
SERVUS ROMAE
De un salto mi criado sacó su arma y se apostó delante de mí para defenderme.
Tal vez deberíamos habernos escondido o haber retrocedido, pues se trataba de una reducida tropa romana de las rezagadas, que regresaban a sus cuarteles de Cesarea, y que posiblemente nos confundieron con bandoleros.
Relucieron los cascos, hierros y armaduras, se oyeron invectivas voces y, en menos de un suspiro, se hallaban frente a nosotros, mirándonos con sus hoscas pupilas. El que parecía el decurión de la patrulla me señaló con su espada desenvainada.
—¡Estos son! —señaló a sus soldados.
Ya era demasiado tarde para huir. Mezcla de confusión y alarma, el corazón me dio un vuelco. En aquel preciso instante percibí el mismo recelo de la oveja al lobo y olí el corrosivo tufo del horror ante un peligro desconocido.
No preguntaron, no se detuvieron, no tuvieron piedad, sino que un legionario cortó el cuello de un tajo a mi valeroso criado y su sangre empapó mi rostro, mis manos y mi túnica. Me arrodillé para implorar clemencia, aunque cerré los ojos esperando el mandoble fatal. Quizá mi túnica y mi turbante blanco de levita me salvaran.
Sin embargo, antes de que pudiera reaccionar, tenía una soga alrededor del cuello y una lanza presionándome el pecho. Quise hablar y proclamar quién era, un protegido del Templo, cuando un soldado me golpeó la boca con el pomo de su gladio, partiéndome el labio. Un borbotón de sangre casi hizo que me ahogara. C.allé.
Al instante las manos ágiles y ásperas de aquellos embrutecidos legionarios me desnudaron, me arrebataron el anillo de oro con el símbolo del Nejustán, me amordazaron y, en medio de una iracunda violencia, me golpearon con saña, tumbándome en el suelo. Vi cómo daban varios tajos al cuerpo de mi sirviente y lo arrojaban a un barranco. Luego observé extrañado que cogían un fardo del carro. Se trataba de los despojos de alguno aún más desgraciado que yo, al que vistieron con mi túnica rasgada y salpicada de sangre.
Las alimañas y buitres darían buena cuenta del siervo, y recé por su alma.
Me tiraron como un bulto en el carro de avituallamiento y pensé que mi desgracia no podía ser más frustrante y aterradora, cuando tenía al alcance de la mano la felicidad soñada. Mi Dios me había abandonado. «¿Qué será de mí y de los míos? ¿Cuánto tardarán en hallar los cadáveres y advertir mi desaparición? ¿Adónde me llevaban? ¿Y por qué? ¿Era otra de las maldades de la jerarquía saducea contra los Eleazar? ¿Se trataba de un infeliz y casual asalto en el que nos habían tomado por zelotes?», reflexioné, tras recordar la fatídica advertencia que me avisaba de un peligro de materia ignorada, que infelizmente se había cumplido aquel amargo amanecer.
No sabía cómo encajar aquellos fragmentos de la terrible realidad que estaba viviendo. Todas aquellas aciagas conjeturas se despeñaban por mi embotado cerebro, sin hallar respuesta alguna, en medio de una ira y un pavor irreprimibles.
De repente, el mundo se había derrumbado sobre mi cabeza.
—Ad Caesaream! —ordenó el decurión, y la patrulla se puso en marcha.
Cuatro días y una mañana duró el martirizador y azaroso viaje, donde apenas pude probar los restos del rancho de los legionarios y unos sorbos de agua en cada anochecer. Noté que allá donde pasábamos y nos cruzábamos con gente, se hacía el más aterrador de los silencios, el silencio del miedo al paso del conquistador, y también que variaron el rumbo varias veces. Solo escuchaba el isócrono ruido de las sandalias claveteadas de los legionarios, y me extrañó que me mantuvieran tirado en el carro de vituallas y que no fuera andando como los soldados. ¿Acaso querían ocultarme? Constituía otra de las enigmáticas circunstancias que rodearon mi apresamiento y la brutal separación de mi familia.
Cruzamos a marchas forzadas las trochas escarpadas de Gabaón y Emaus, las planicies de Egrón y una vereda llana cercana al puerto de Joppe, donde olí la salitrosa humedad de su atmósfera, antes de entrar en Cesarea Marítima, la ciudad construida por Herodes en honor de Augusto y sede oficial del procurador romano Poncio Pilatos.
Dolorido, sudoroso, magullado, comido por los tábanos y cubierto de sangre seca, polvo y de restos de mis propias inmundicias, fui sacado del carro, mientras el piquete ingresaba por la puerta de la ciudad. Ante mi extrañeza, me inmovilizaron.
—Llevadlo a que le hagan la incisio —ordenó el jefe.
Dos veteranos tiraron de la soga y me condujeron a un laberinto de inmundos cobertizos de cañas, adobe y lonas en las afueras de las murallas, donde me entregaron a un chipriota de Kition, paticorto y con una cicatriz que le impedía la visión de un ojo, siendo el otro de color negro. Se trataba de un avezado mangón, un tratante de esclavos al por mayor, de los que solían seguir la estela de las legiones romanas para comprarlos a buen precio y revenderlos en los comercios del Mare Nostrum a precios exorbitantes.
—¡Este ha de ser llevado a Roma! —gritó el soldado.
—¿Qué es, una mercancía delicada y selecta? —ironizó el mangón.
—Aquí tienes este papiro donde lo explica todo. ¡Es un incisus! Tú verás lo que haces con él. El pago se lo debes al decurión y no será menos de quinientos denarios. Es joven y fuerte y sacarás el triple cuando lo vendas —le advirtió el legionario.
El tratante echó un vistazo con su ojo sano al papel y, mientras leía, masculló reproches ininteligibles. Lo introdujo en su faltriquera y luego me revisó el cuerpo como si fuera un animal. Al comprobar los signos de la circuncisión, exclamó cáustico:
—Así que eres un maldito judío de esos que adoran al ser invisible y que se cortan el prepucio para follar mejor con las cabras, ¿no, sabandija?
No lo miré, sino que permanecí con la mirada baja pensando que debía contestar con sumisa cordura para que mi esclavitud fuera menos infernal de la imaginada.
—¿Hablas griego? Aquí dice que pertenecías a la clase escogida del templo.
—Sí, hablo koiné y el griego de los filósofos —se me escapó un hilo de voz.
—¿Y qué sabes hacer, además, escoria judía? —Abrió su bocaza negruzca, que exhalaba un tufo nauseabundo a vinazo y ajo—. Para galeote y para las minas de azufre servirías bien, pues eres joven y estás bien formado, aunque no seas muy fuerte. ¿Y cuál es tu nombre? Aquí no dice nada.
Fugazmente recordé que los judíos helenizados suelen nombrar como «Jasón» a los hebreos de nombre Yeshua.
—Jasón de Séforis —mentí para borrar cualquier pista sobre mi origen.
Sufrí un escalofrío en mi mugrienta y magullada piel. Ambos destinos me aterrorizaban y estaba firmemente persuadido de que no duraría en ellos ni un año. Moriría de consunción, sodomizado y mutilado. Dudé unos instantes. No sabía si revelar lo que era, o silenciar mis valías. Opté por hacer una meritoria de mis conocimientos, pero sin excesos, para no exasperarlo. Eso tal vez me acarreara un destino mejor. Hablé:
—Era un escriba de los que elaboran documentos. Sé leer griego, arameo, persa y latín y me ocupaba en preparar el aceite sagrado para las sinagogas de Judea.
—¡Anda, así que tenemos a СКАЧАТЬ