Oleum. El aceite de los dioses. Jesús Maeso De La Torre
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Название: Oleum. El aceite de los dioses

Автор: Jesús Maeso De La Torre

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Novela Histórica

isbn: 9788491395164

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СКАЧАТЬ odiosos Anás y Caifás, títeres de Roma, se han despojado de su máscara al fin, dejando escapar toda la hiel de su maldad, sobrino —me aseguró alarmado.

      Se detuvo un instante como si deseara rescatar de su mente las palabras precisas. Solo me quedaba un mes para ser nombrado escriba fariseo, con lo que podría enseñar la ley en cualquier sinagoga de Israel, dictar sentencias, impartir justicia según la Torá y vestir la túnica púrpura distintiva, así como llevar colgados de mi cinturón los útiles de escritura y los papiros para redactar escritos. Sería ya un judío maduro, y poseería emolumentos sustanciosos para alimentar a mi familia, cuidar de mi madre y de Naomi y educar a mis hijos. ¿Acaso le había llegado una adversa noticia sobre mi nombramiento? ¿Sabía algo del anónimo que yo había recibido? ¿Corría un peligro inminente mi pellejo?

      Permanecí en silencio.

      —Tengo que advertirte, sobrino. Jerusalén anda convulsa, ¿sabes? Los levitas fariseos hemos de andarnos con tiento y más los Eleazar. Son tiempos difíciles, Ezra. Los saduceos nos acechan y buscan nuestra perdición si no colaboramos con ellos y con el prefecto romano —me alertó.

      No pude disimular mi estupefacción y me temí lo peor. La paz del Templo se había quebrado irremisiblemente para mi familia.

      Era llegado el momento de huir, pero sin inquietar a mi familia, y decidí fraguar un plan para abandonar Jerusalén lo antes posible.

      * * *

      Cuando lo tuve todo preparado, hablé con mi familia, para anunciarle mi viaje.

      —Querida madre y tío Zakay —los informé—, Yavé ha traído la fortuna a esta familia. Mediante una petición escrita solicité a mi maestro Gamaliel impartir mis conocimientos como escriba en la ciudad de Efraín, cerca de Jericó y también de vosotros. Esta carta y estos símbolos me señalan como nuevo escriba de Israel.

      —¡Alabado sea el Altísimo! —profirió Bosem—. ¡Mi hijo es un sofrín de Israel!

      Mi madre, mi hermana y mi tío Zakay se abrazaron a mí y me felicitaron efusivamente. Para la familia significaba un gran orgullo y yo ascendía de rango.

      —Si tu padre viviera, lloraría de felicidad —dijo mi madre lagrimeando.

      —Mi maestro Gamaliel ha accedido y me ha recomendado a los ancianos del pueblo y al rabino de la sinagoga. Ahora ya podré casarme y alimentar a mi familia.

      Y aquella vigilia mi madre arregló una espléndida cena de gratitud y de júbilo. Comimos, bebimos, cantamos y mi hermana Arusa bailó una vieja danza cananea.

      Tras dos días de preparativos, en los que familiares y amigos se acercaron a la casa de los Eleazar a regocijarse conmigo por el nombramiento, me dispuse a abandonar Jerusalén, entre las lágrimas de mi madre y de mi hermana Arusa.

      El atardecer anterior preparé varias redomas de oleum sacro para la sinagoga de Jericó. Había extremado los cuidados sobre mi seguridad y aún seguía vivo. Me fui a mi habitación desprovisto de ánimos. Intuía una amenaza imprecisa sobre mí, y medité que solo Naomi, que no tenía límites para la bondad, me protegería con su familia.

      Informaría a mi suegro Uziel de mis dilemas y de la misteriosa carta, que no había querido revelar a mi familia para evitarles un dolor más. Uziel era un hombre de mundo y un hombre poderoso en Jericó, y me aconsejaría convenientemente.

      Dejaría Jerusalén por una larga temporada, huyendo de la perversión y del aire irrespirable del templo. Mi nombramiento era también la respuesta a mis cuidados y mi salvaguarda. Un escriba era un judío intocable e inviolable.

      Aquel paso significaba un nuevo comienzo para mi futuro junto a Naomi, y lo consideré un bálsamo eficaz para mis preocupaciones, pues en Jerusalén la inocencia se había sustituido por la oscuridad del absoluto poder saduceo.

      Y yo, lo sabía, estaba en su punto de mira.

      Mi familia salió al dintel de la puerta a despedirme, convirtiendo la ocasión en una jeremiada de lamentos, lloros y suspiros, tras desearme un feliz trayecto. Mi madre me bendijo y me besó, instante en el que el cuerno del Templo resonó disonante en la quietud del alba. Era el vigésimo primer día del florido mes de iyar, cuando abandoné mi casa con rumbo a Jericó, a fin de desaparecer por un tiempo de la enojosa mirada de los saduceos.

      Ardía en deseos de encontrarme con Naomi, que en unas horas se convertiría en el refugio de mis dudas.

      Sin embargo, y pasado el tiempo, considero que resulta absurdo sortear lo irremediable y que es estéril enfrentarse al destino. Lo más que puede hacerse es postergarlo durante un tiempo, normalmente corto e inaplazable. Al final, la inexorable fatalidad suele desplomarse sobre los mortales con toda su severidad y crudeza.

      «La vergüenza de los sadoki nos hunde a los ojos de Dios», pensé.

      Habíamos traspasado con creces el umbral de la primavera y estaba impaciente por visitar a Naomi antes de ocuparme de mis nuevos deberes como escriba.

      Había despuntado el alba por oriente, y escuchado el canto del gallo, cuando salí por la Puerta de las Aguas en compañía de un criado armado sobre dos mulas ambladoras, de las que colgaban las ánforas de aceite para la sinagoga de Jericó.

      La lluvia vespertina había hecho que el manantial de Gihón manara turbio y que los arrieros y pastores llevaran a sus animales a abrevar a la fuente de Rogel, en medio de un rumor de rebuznos, berridos de los camellos y llamadas de los acemileros.

      Levanté la mirada y eché un vistazo a mi alrededor. En lo alto, en medio de las penumbras de la aurora, y dominándolo todo, se erguía imponente el templo de Herodes, inamovible en la alborada como una nívea cúspide entre un mar de casas de adobe, teja roja y ladrillo. Una bandada de aves asustadas que no pude identificar se desplazaba hacia el Monte de los Olivos en veloz vuelo. Los huertos exhalaban una fragancia embriagadora a naranjos, albaricoques y cidros en flor, y aspiré su olor.

      No experimenté temor alguno. Antes bien, abandonar Jerusalén me produjo serenidad. Viajar por el camino de Jericó, donde vivían muchos sacerdotes en sus pomposas villas rústicas, era seguro, pues estaba vigilado por patrullas romanas.

      Nos precedía un grupo de viajeros envueltos en capas de lana, unos a pie con cayados y otros en cabalgaduras. Algunos llevaban faroles de sebo encendidos para guiarse por el camino. Nos cruzamos con varios carros de hortelanos que venían a Jerusalén a vender sus hortalizas, y que nos saludaban deseándonos la paz:

      —Shalom.

      Aún lucía en el cielo un lechoso cuarto menguante cuando divisamos las primeras colinas que descendían hacia el Jordán y la vereda de Jericó y dejamos de ver las murallas y fortificaciones de Jerusalén, que se perdieron en el horizonte.

      Azuzamos las mulas, cuando mi criado se detuvo en seco, y gritó alarmado:

      —¡Ahí, señor! Parecen fugitivos, y los sigue una patrulla.

      A lo lejos, observé entre los pedregales las difusas siluetas de lo que me parecieron zelotes, o ladrones desarrapados, pues iban armados. Y aunque a veces los salteadores de caminos solían valerse de ladinos subterfugios, la realidad se presentaba confusa. Retuve el aliento cuando el camino, de improviso, se quedó desierto. Era extremadamente raro. ¿Dónde estaban los que nos precedían? Se había СКАЧАТЬ