Название: Cuéntamelo todo
Автор: Cambria Brockman
Издательство: Bookwire
Жанр: Книги для детей: прочее
Серия: Ficción
isbn: 9788412198935
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—¡Eh! —una voz gritó detrás de mí. No pensé que estuviera dirigida a mí, así que seguí moviéndome.
—¡Eh! ¿Maaaaliiiiinn? —una voz con acento británico.
Miré por encima de mi hombro: Gemma me saludaba con una mano y con la otra daba palmaditas en el suelo, a su lado. Dudé. Esto era: si me sentaba, me quedaría allí. Miré a los que estaban con ella: dos chicos y una chica. Uno de los chicos estaba de espaldas a mí, pero reconocí sus anchos hombros y su pelo rubio. La otra chica era brillante y luminosa, con su grueso cabello enrollado en un moño sobre su cabeza. Elegante, relajada. Sus ojos me miraron, sonrió y me saludó junto con Gemma.
—Parecías tan perdida —dijo Gemma mientras me sentaba con las piernas cruzadas entre ella y la otra chica. Me di cuenta de que tenía un brillante grano de maíz entre sus dientes. Sonreí a los demás, que me miraban fijamente, era una intrusa en su círculo.
—Ésta es Malin —dijo Gemma.
Me volví y miré al chico rubio, con el que me había encontrado en el carrito de café. Me dedicó una sonrisa de complicidad y extendió su palma de inmediato, cogió la mía y la sacudió con un fuerte apretón de manos.
—John —dijo, y luego asintió al chico que se encontraba a su lado—. Mi primo, Max.
—Hola —contesté, con una amplia sonrisa en el rostro. Max y yo hicimos un breve contacto visual, pero permaneció callado, con la mirada distraída y sombría. Era más pequeño que John, delgado y compacto; la raya en su oscuro cabello había sido dibujada con esmero. Quizá se había peinado después de ducharse. Era atlético, pero no tan voluminoso y firme como John. Aunque estábamos sentados, yo era más alta que él... bueno, yo era más alta que la mayoría de las personas. Los primos tenían unos brillantes ojos azules, el único parecido físico que compartían. Gemma hizo un gesto con la mano hacia la otra chica, que todavía estaba sonriéndome.
—Mi fabulosa nueva amiga Malin, te presento a mi igualmente fabulosa compañera de habitación, Ruby —dijo Gemma, sonriendo en medio de ambas. Ella disfrutaba esto de unirnos a todos, como si tuviéramos que agradecerle el emparejamiento.
La sonrisa de Ruby se hizo más amplia, con los dientes blancos y perfectos, y los labios henchidos. Parecía tan joven que si la hubiera visto en la calle podría haberla confundido con una estudiante de instituto. Mentalmente, recordé que habíamos estado en el instituto hacía apenas cuatro meses, al borde de la graduación, en el torpe mudar de bebé a adulto.
—Hola —dijo Ruby, con una amplia sonrisa, y sus ojos marrones claros y espontáneos.
Le devolví la sonrisa, sin estar segura de cómo responder a su feliz efecto. De cerca podía ver las pecas dispersas en su nariz y sus mejillas. Su rostro era ideal, una manifestación en la vida real de la proporción áurea. La naturaleza la había hecho perfecta, cada lado de su rostro reflejaba al otro con belleza.
—¿Así que tú debes ser la persona con la que se sentó Gemma a la hora de la orientación? —preguntó Ruby. Su voz era más suave que la de Gemma. Me sentí agradecida de que ella guiara la conversación, así no debía hacerlo yo.
—Sí, estuvimos mirando un rato al príncipe —contesté.
—Oh, Dios mío, Gemma —gimió Ruby, y luego se inclinó hacia mí—. ¿Le dijiste que lo dejara en paz? Lo juro, ella es una pequeña acosadora.
—¡Cállate! No lo soy —refutó Gemma. Luego sacó su teléfono y comenzó a enviar mensajes de texto. Sin levantar la vista, continuó—: Pero si nos hacemos amigas suyas, me lo agradeceréis.
Ruby se inclinó sobre el hombro de Gemma.
—¿A quién sigues enviando mensajes de texto? ¿Acaso es Liam? Déjame ver.
Gemma sonrió y protegió su teléfono de los ojos curiosos de Ruby.
—Sí... me echa de menos. Pobre tipo.
—¿Quién es Liam? —pregunté.
—Su nooovioooo —respondió Ruby.
Gemma sonrió y dejó su teléfono al lado de la cadena con su tarjeta de acceso.
—Le dije que debíamos romper antes de que yo viniera aquí, pero él insistió en que le diéramos una oportunidad a la distancia.
Pensé en algo que decir.
—Entonces, ¿tenéis una fiesta esta noche?
—Sí —respondió Ruby, pinchando un poco de ensalada de patata con su tenedor—. Y tú tienes que venir. Hawthorne College, sin padres, ¿no es así?
El lema Hawthorne College, sin padres había adornado el “Acerca de” en la página de Facebook de nuestra promoción durante varios meses ese verano. Imaginaba que se le habría ocurrido a algún sobreexcitado estudiante, mientras se apresuraba en crear la página en cuanto recibió su carta de bienvenida. La idea de una fiesta hizo que me doliera la cabeza, y miré la langosta en mi plato. La pinché con mi tenedor.
Los ojos de John se posaron sobre mí.
—¿Nunca has comido langosta? —preguntó. Todos me miraron, esperando respuesta.
—Hum, no —contesté—. Soy primeriza.
—Es deliciosa —dijo Ruby, mojando un trozo de carne en mantequilla.
—¿De dónde eres? Incluso la reina de Inglaterra, aquí presente, sabía cómo hacerlo —preguntó John, inclinando ligeramente la cabeza hacia Gemma.
Gemma se estremeció, como si ser buena para comer la hiciera sentirse cohibida. Metió el estómago hacia dentro y se enderezó un poco. Para su mala suerte, esto sólo hizo que su generoso pecho sobresaliera aún más.
—Houston —respondí—. Mamá es alérgica a los mariscos, así que no los comemos.
—Ah —dijo John, acercándose a mí. Olía a desodorante y jabón. Miré detrás de él, a Max, que todavía no había hablado conmigo, aunque nos miraba mientras comía.
John se acercó a la langosta que estaba en mi plato, e hice una mueca cuando la antena se tambaleó en sus manos.
—Comienza con la cola —dijo, deslizando el cuerpo entre sus manos con facilidad.
Se escuchó un repentino chasquido cuando sacó la carne blanca de la cola. Cogió la cáscara en su puño y la estrelló de golpe contra el plato, con lo que los fluidos corporales salieron volando y salpicaron a Ruby y Gemma. Una sustancia acuosa cayó en mi muñeca. Gemma chilló de disgusto y golpeó el grueso brazo de John. Él la ignoró mientras usaba su pulgar para desprender la carne. Ruby, más reservada, cogió una servilleta para limpiar en silencio el líquido de su calzado.
—Luego las pinzas —continuó, pinchando la púa plateada en las tenazas curvas.
Sacó unas pinzas metálicas de su bolsillo trasero y apretó la tenaza entre ellas, con lo que mandó más jugo a mi plato ya empapado. Entonces me miró con una sonrisa satisfecha.
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