Susurros subterráneos. Ben Aaronovitch
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Название: Susurros subterráneos

Автор: Ben Aaronovitch

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Ríos de Londres

isbn: 9788417525828

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СКАЧАТЬ visto algún herido? —le pregunté a Guleed—. ¿Crees que deberíamos parar?

      —No —dijo Guleed—. No es nuestro trabajo y, de cualquier modo, creo que será el primero de muchos.

      Vimos otras dos colisiones leves antes de llegar a Sloan Square y la nieve empezaba a amontonarse en lo alto de los coches, en las aceras e incluso sobre las cabezas y los hombros de los peatones. Para cuando me detuve delante de los ladrillos rojos exteriores del bloque de la comisaría de Belgravia, el tráfico se había reducido a un chorreo de conductores desesperados y arrogantes. Incluso la superficie de Buckingham Palace Road estaba blanca; nunca antes la había visto así. Dejé el motor encendido mientras Guleed salía. Me preguntó si quería que se llevara el cuenco, pero le respondí que no.

      —Quiero que mi jefe le eche una ojeada primero —dije.

      Cuando desapareció sana y salva de mi vista, me bajé del Asbo, abrí el maletero y saqué mi chaqueta reflectante de la Policía y, puesto que cuando la temperatura desciende drásticamente incluso yo estoy dispuesto a sacrificar la elegancia por la comodidad, me puse un gorro con una borla granate y morada que me había tejido una de mis tías. Cuando me lo hube puesto todo encima, volví a subirme al coche y me dirigí al oeste… lentamente.

      James Gallagher no estudiaba en el flamante y vanguardista campus principal de King’s Cross, sino en el edificio Byam Shaw, más pequeño, que se encontraba cerca de Holloway Road, junto a Archway. Aquello era, en palabras de Eric Huber, el tutor de James Gallagher y el director del estudio, algo positivo.

      —Es demasiado nuevo —dijo al hablar del campus principal—. Se construyó especialmente con todas las comodidades y grandes espacios para las oficinas de los administrativos. Es como intentar ser creativo dentro de un McDonald’s.

      Huber era un hombre bajito y de mediana edad que vestía con una cara camisa color lavanda y unos chinos. Era obvio que en la actualidad lo vestía su pareja, probablemente un modelo más joven que él, alumno de segundo año, a juzgar por lo que veía. Lo que lo había delatado había sido su pelo despeinado y su abrigo: una chupa de cuero agrietada que provenía, obviamente, de una época anterior y a la que había tenido que recurrir por la nieve.

      —Es mucho mejor trabajar en un edificio que ha evolucionado de forma orgánica —dijo—. De esa forma puedes aportar algo.

      Nos habíamos encontrado en la recepción y me condujo hacia dentro. La universidad se localizaba en un par de edificios de ladrillo que se habían construido como fábricas a finales del siglo xix. Huber me contó con orgullo que se había utilizado para fabricar munición durante la Primera Guerra Mundial y, por ese motivo, tenía unos muros gruesos y un techo ligero. El espacio destinado a los estudiantes había sido una vez una planta diáfana de la fábrica, pero la universidad la había dividido con unos paneles blancos que iban del suelo al techo.

      —Se dará cuenta de que no hay estancias cerradas —dijo Huber mientras me conducía a través del laberinto de tabiques—. Queremos que todos puedan ver el trabajo de todos. No tiene sentido venir a la universidad y después encerrarte en una habitación.

      Por extraño que parezca, era como volver al aula de plástica del colegio. Las mismas manchas de pintura, rollos de papel, tarros de cristal medio llenos de agua sucia y pinceles. Bocetos sin acabar en las paredes y el ligero olor rancio a aceite de linaza. Claro que a mayor escala. Había cientos de pólipos hechos con papel de colores minuciosamente doblado dispuestos en uno de los tabiques. Lo que pensaba que era un exhibidor con viejos vídeos y televisores almacenados resultó ser una obra a medio terminar.

      La mayoría de las cosas que dejábamos atrás, o al menos las que pude identificar, eran abstractas, estaban medio esculpidas o eran obras hechas de objetos encontrados.* De manera que fue una sorpresa llegar al rincón del estudio de James Gallagher y descubrirlo lleno de pinturas. Pinturas bonitas. Los cuadros que había en su habitación de Notting Hill eran obras suyas.

      —Estas son un pelín distintas —comenté.

      —En contra de lo que se espera de nosotros —dijo Huber—, no rehuimos lo figurativo.

      Las pinturas eran de las calles de Londres, de sitios como Camden Lock, St. Paul, The Mall o Well Walk, en Hampstead; todas mostraban días soleados con gente feliz vestida de colores. No entiendo sobre pinturas figurativas, pero se parecían sospechosamente a la clase de cosas que se vendían en las tiendas de antigüedades cutres junto a los cuadros de payasos o de perros con sombrero.

      Le pregunté si no eran un poco turísticos.

      —Le seré sincero. Cuando hizo su solicitud, pensamos que su trabajo era… ingenuo, pero uno tiene que mirar más allá del contenido y ver lo hermosa que es su técnica —dijo Huber.

      Y tampoco debió de hacer daño que fuera un estudiante extranjero que pagaba el precio íntegro, y mucho más, por dicho privilegio.

      —Por cierto, ¿qué le ha ocurrido a James? —preguntó Huber. Su tono de voz se había vuelto indeciso, cauteloso.

      —Todo lo que puedo decir es que hallamos su cadáver esta mañana y que estamos tratando su muerte como sospechosa. —Aquella era la fórmula estándar para estos casos, aunque un «cadáver hallado en la estación de Baker Street» saldría en las noticias del mediodía después de «indignación ciudadana por la gran nevada que ha bloqueado Londres». Suponiendo que los medios no diesen con alguna forma de conectar las dos historias.

      —¿Se ha suicidado?

      Interesante.

      —¿Tiene alguna razón para pensar que pudo hacerlo? —pregunté.

      —El estilo de sus obras había empezado a progresar —dijo Huber—. Desafiaba más la conceptualización. —Se dirigió a la esquina, donde había un portafolio de piel grande y plano apoyado contra la pared. Lo abrió de golpe, hojeó rápidamente el contenido y eligió una pintura. Me di cuenta de que era distinta antes de que terminara de sacarla del portafolio. Los colores eran oscuros, agresivos. Huber se volvió y la sostuvo a la altura del pecho para que yo pudiera verla bien.

      Unas ondas de color morado y azul insinuaban el techo arqueado de un túnel mientras una figura alargada inhumana, esbozada con pinceladas largas e intensas de color negro y gris, emergía como de entre las sombras. A diferencia de las caras que aparecían en sus obras anteriores, el rostro de esta figura estaba lleno de personalidad, tenía una boca grande y retorcida que se convertía en una ingente mirada lasciva y unos ojos como platos situados bajo la lustrosa cúpula sin pelo que era su cabeza.

      —Como puede ver —dijo Huber—, su trabajo ha mejorado mucho últimamente.

      Volví a mirar el cuadro del alféizar de una ventana moteado por la luz del sol…, solo le faltaba un gato.

      —¿Cuándo cambió su estilo? —pregunté.

      —Oh, su estilo no cambió —contestó Huber—. La técnica se parece extraordinariamente a la de sus trabajos anteriores. Lo que vemos aquí es mucho más profundo. Es un cambio interno radical, me gustaría decir que de los temas que trata, pero creo que va mucho más allá. Solo hay que mirarlo: hay una emoción en el cuadro, una pasión incluso, que no se aprecia en sus pinturas anteriores. Y no es solo que fuera más allá de su zona de confort en cuanto a la técnica…

      Huber se detuvo.

      —Ya СКАЧАТЬ