Susurros subterráneos. Ben Aaronovitch
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Название: Susurros subterráneos

Автор: Ben Aaronovitch

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Ríos de Londres

isbn: 9788417525828

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СКАЧАТЬ Kumar y el equipo de búsqueda.

      De manera que, como era de esperar, encontré lo que estaba buscando cinco minutos después, en el piso de abajo, mientras le tomábamos declaración a Zach.

      Este se había puesto unos pantalones de chándal y una camiseta mientras yo estaba arriba. Estaba medio sentado encorvado sobre la mesa mientras Carey le tomaba declaración. Guleed se apoyaba despreocupadamente en un módulo de la cocina de falso estilo rural, dentro del campo de visión de Zach. Lo miraba a la cara con detenimiento y tenía el ceño fruncido. Supuse que ella también había encontrado el libro sobre la salud mental.

      Me esperaba una taza de café sobre la mesa. Me senté al lado de Carey, pero adopté una postura relajada, cogí la taza y me recliné ligeramente hacia atrás cuando me lo bebí. A Zach le temblaban las manos y se balanceaba adelante y atrás sin darse cuenta mientras repasábamos con él lo que había hecho en las últimas veinticuatro horas. Siempre resulta útil que el testigo esté un poco nervioso, pero todo en exceso es malo.

      Encima de la mesa de la cocina había un cuenco de cerámica con dos manzanas, un plátano moteado y un puñado de tarjetas de compañías de taxis en su interior. Tenía el mismo color tostado que el fragmento que me había encontrado en el metro, pero era demasiado curvilíneo para que fuera idéntico.

      Le di otro sorbo al café, que, sin duda, era de buena calidad, y paseé los dedos despreocupadamente por el borde del cuenco. Allí estaba, más débil que en el fragmento: calor, carbón, algo que identifiqué como mierda de cerdo y… no estaba seguro de qué más.

      Saqué la fruta y las tarjetas del cuenco y pasé la punta de los dedos por la suave curva del interior. Me parecía que tenía una forma hermosa, pero no sabía por qué. Después de todo, un círculo es solo un círculo. Pero era tan precioso como la sonrisa de Lesley… o, al menos, como la sonrisa de Lesley solía ser.

      Me percaté de que los demás se habían quedado callados.

      —¿De dónde ha salido esto? —le pregunté a Zach.

      Me miró como si estuviera loco… y lo mismo hicieron Guleed y Carey.

      —¿El cuenco? —preguntó.

      —Sí, el cuenco —respondí—. ¿De dónde ha salido?

      —Solo es un cuenco —dijo.

      —Ya, lo sé —dije con calma—. ¿Sabes de dónde ha salido?

      Zach miró a Carey con consternación mientras se preguntaba a sí mismo, como era obvio, si estábamos empleando la rara técnica de poli bueno/poli malo para interrogarlo.

      —Creo que lo compró en el mercadillo.

      —¿El de Portobello?

      —Sí.

      El mercadillo de Portobello mide al menos un kilómetro de longitud y debe de tener unos mil puestos, por no mencionar las más de cien tiendas alineadas a ambos lados de Portobello Road y esparcidas por las calles aledañas.

      —¿Podrías ser más específico, si es posible? —pregunté.

      —Por el principio, creo —dijo Zach—. Ya sabes. No en el extremo pijo, sino en el otro, donde están los puestos normales. Eso es todo lo que sé.

      Cogí el cuenco, lo así entre mis manos y lo elevé a la altura de los ojos.

      —Necesito empaquetarlo —dije—. ¿Tiene alguien plástico de burbujas para embalar?

      Capítulo 4

      Archway

      La respuesta a esa pregunta resultó ser un sí, sorprendentemente. Por lo visto, es habitual que los estudiantes de arte tengan que transportar sus obras más frágiles, así que resultó que, en un armario de la cocina, no solo había un montón de espaguetis que se estaban poniendo rancios y de paquetes de sopa instantánea, sino también plástico de burbujas, papel de seda y cinta de carrocero.

      También era donde Zach tenía su alijo: una bolsa de autocierre con una hoja amarillenta que Carey insinuó que era más un condimento que una sustancia ilegal. No obstante, la confiscó de manera extraoficial hasta que decidiéramos si podría servirnos como pretexto para detener a Zach.

      El cuenco terminó dentro de una bolsa de pruebas con una etiqueta blanca que la cerraba y que llevaba mi nombre, mi rango y mi número. Después, con torpeza y con una letra enana, escribí la hora, la dirección y las circunstancias bajo las que lo había incautado. Siempre he pensado que era un descuido imperdonable que no hubiera un curso de caligrafía en el entrenamiento básico de Hendon.

      Me sentía indeciso. Quería descubrir de dónde había salido el cuenco, pero también quería echarle un vistazo a la taquilla de James Gallagher en St. Martin, o a su espacio de trabajo, o a lo que sea que tengan los estudiantes de arte, para comprobar si tenía más objetos mágicos. Decidí ir primero a St. Martin porque acababan de dar las ocho y era poco probable que todo el despliegue del mercadillo estuviera listo antes de las once más o menos. Según las normas de los mercadillos, a primera hora se encuentran las verduras y las frutas, no la cerámica; a los turistas les lleva un par de horas abrirse camino por ese difícil tramo que hay entre la estación de metro de Notting Hill y el cruce con Pembridge Road.

      Alguien tenía que quedarse hasta que Stephanopoulos llegara con la caballería y vigilara a Zach, quien, si bien no era exactamente un sospechoso todavía, estaba imitando a uno bastante bien. Guleed y Carey se jugaron semejante privilegio a piedra, papel y tijeras. Carey perdió.

      Tenía que llevar a Guleed a la comisaría de Belgravia para que entregara la declaración de Zach al Equipo de Investigación Interna, que la introduciría en HOLMES, el potente sistema informático encargado de filtrar, cotejar y, con suerte, evitar que quedemos como unos idiotas a ojos de los ciudadanos. Atrapar al auténtico criminal sería la guinda del pastel.

      Nos adentramos en la débil luz grisácea del exterior, que parecía darle un aspecto más frío a las cosas, pero al menos el sitio ya no se asemejaba a un plató de cine. Caminé cuidadosamente por los adoquines helados y resbaladizos con el cuenco mágico entre las manos. Todos los coches que había en la calle estaban blancos por la escarcha, incluido mi Asbo. Encendí el motor y después hurgué en la guantera en busca del raspador; tardé una eternidad en limpiar el parabrisas mientras Guleed esperaba sentada en el asiento del copiloto y me daba consejos.

      —Tienes mejor calefacción en tu coche que nosotros en el nuestro —dijo Guleed cuando me monté en el asiento del conductor. La miré. Tenía las manos entumecidas y tuve que tamborilear con los dedos encima del volante un par de segundos para poder recuperar la sensibilidad y así conducir de forma segura.

      Entré a Kensington Park Road y añadí un par de guantes para conducir a mi lista de regalos de Navidad.

      Estaba girando para entrar en Sloane Street cuando empezó a nevar. Pensé que caería como ligeras motas de polvo, la clase de fiasco que se convertía en una gran decepción cuando eras pequeño. Pero enseguida empezaron a caer verticalmente en el aire en calma unos copos grandes que se posaban en el acto, incluso en las calles principales. Bajé la velocidad y me encogí de miedo cuando un capullo en un Range Rover me pitó, me adelantó, perdió el control y se estrelló contra el maletero de un Jaguar XF.

      A СКАЧАТЬ