La luna sobre el Soho. Ben Aaronovitch
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Название: La luna sobre el Soho

Автор: Ben Aaronovitch

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Ríos de Londres

isbn: 9788416224913

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СКАЧАТЬ concluí que había llegado la hora de averiguar qué versión exactamente, de los cientos que había de Body and Soul, era aquella. Lo que necesitaba era un experto en jazz tan obsesionado con el tema que este le hubiera consumido hasta el punto de descuidar su salud, su matrimonio y a sus propios hijos.

      Había llegado la hora de ir a ver a mi viejo.

      ***

      Por mucho que me guste el Jaguar, destaca demasiado en el trabajo diario de un policía. De manera que ese día iba conduciendo un antiguo Ford Asbo plateado y maltrecho que, a pesar de mis mejores intentos, olía levemente a coche de vigilancia y a perro mojado. Lo tenía escondido en Romilly Street con mi talismán mágico de «asunto policial» puesto en la ventanilla para repeler a los guardias de tráfico. Le había llevado el Asbo a un amigo mío que había puesto a punto el motor Volvo, y conseguía así una potencia aceptable, lo que me vino muy bien para esquivar los autobuses flexibles de Tottenham Court Road mientras me dirigía al norte, a Kentish Town.

      Cada londinense tiene su territorio, es decir, un conjunto de pedacitos de la ciudad donde se sienten cómodos. Donde vives o donde fuiste a la universidad, donde trabajas o donde está tu gimnasio, esa parte concreta del West End donde sales de copas o, si eres policía, la zona por la que patrullas alrededor de tu comisaría. Si has nacido en Londres, aunque hayas oído lo contrario lo hemos hecho la mayoría, la parte más importante de esa área es donde creciste. Las calles por las que fuiste al colegio, donde te diste tu primer morreo, bebiste o vomitaste tu primer curry de pollo, desprenden una seguridad especial. Yo crecí en Kentish Town, que podría considerarse como un barrio periférico frondoso si tuviera más árboles y estuviera más en la periferia. Y si tuviera menos pisos de protección oficial. Un ejemplo eran las viviendas de Peckwater, donde vivía mi familia, que se habían construido a medida en que los arquitectos empezaban a entender que los proletarios también querían disfrutar del agua corriente y de un baño ocasional, pero antes de que se dieran cuenta de que a dichos obreros podría gustarles tener más de un hijo por familia. Quizás pensaron que tener tres dormitorios solo promovería la reproducción en la clase trabajadora.

      Una ventaja que sí que tenía era un patio que se había transformado en un parking. Ahí encontré un hueco entre un Toyota Aygo y un Mercedes de segunda mano, maltrecho, con un lateral incriminatoriamente desigual. Aparqué, salí, activé la alarma y me alejé de allí con la seguridad de saber que, como en los alrededores me conocían, no iban a mangarme el coche. En eso consiste estar en tu barrio. Aunque, para ser sincero, sospecho que los matones locales le tenían mucho más miedo a mi madre que a mí. Lo peor que yo podía hacerles era arrestarlos.

      Me pareció extraño escuchar música cuando abrí la puerta del piso de mis padres: The Way You Look Tonight sonaba, interpretada por un teclado, y provenía de la habitación principal. Mi madre estaba tumbada en el sofá bueno del salón. Tenía los ojos cerrados y todavía llevaba la ropa del trabajo: vaqueros, un suéter gris y pañuelo con estampado de cachemir en la cabeza. Me quedé estupefacto cuando vi que el equipo de música estaba en silencio y que incluso la televisión estaba apagada. La televisión no está nunca apagada en casa de mis padres… ni siquiera durante los funerales. Sobre todo, durante los funerales.

      —¿Mamá?

      Sin abrir los ojos, se llevó un dedo a los labios y después señaló hacia el dormitorio.

      —¿Ese es papá? —pregunté.

      Mi madre movió los labios hasta convertirlos en una lenta y feliz sonrisa que solo me sonaba de las fotografías antiguas. El tercer y último resurgimiento de mi padre a principios de los noventa terminó cuando perdió el labio, justo antes de una aparición en directo en la BBC 2. Después de eso no escuché a mi madre dirigirle más de dos palabras durante un año y medio a mi padre. Creo que ella se lo tomó de forma personal. La única vez que la he visto más molesta fue con el funeral de la princesa Diana, pero creo de algún modo eso lo disfrutó más… de una forma catártica.

      La música seguía sonando, minuciosa y sincera. Recuerdo que mi madre, al sentirse inspirada por ver en repetidas ocasiones Buena Vista Social Club, le compró a mi padre un teclado, pero no recuerdo que él aprendiera a tocarlo.

      Entré en el estrecho hueco que es la cocina y preparé unas tazas de té mientras se seguía escuchando la canción. Oí que mi madre se movía en el sofá y suspiraba. En realidad, no me gusta demasiado el jazz, pero fui el encargado de los vinilos de mi padre durante buena parte de mi infancia, llevándolos desde su colección hasta el tocadiscos cuando no se sentía bien, para reconocer la calidad que tiene cuando lo escucho. Mi padre estaba tocando algo con calidad (ahora era All Blues), pero no estaba haciendo nada arrogante con ella, solo dejaba que su melancólica belleza brillara. Volví y dejé el té de mi madre sobre la mesa auxiliar, que era imitación de nogal, después me senté a contemplarla mientras aquello durara, a la vez que ella lo escuchaba tocar.

      Ni duró eternamente, ni por asomo lo suficiente. ¿Cómo podría hacerlo? Escuchamos a mi padre alargar la línea melódica para después detenerse en seco. Mi madre suspiró y se sentó.

      —¿Qué estás haciendo aquí? —me preguntó.

      —He venido a ver a papá —respondí.

      —Vale. Está frío —dijo tras sorber el té y movió la taza en mi dirección—. Hazme otro.

      Mi padre apareció mientras yo estaba en la cocina. Oí que saludaba a mi madre y después escuché un sonido extraño de succión del que, con un sobresalto, me di cuenta de que lo emitían ellos dos al besarse. Casi tiro el té.

      —Para —oí que susurraba mi madre—. Peter está aquí.

      Mi padre metió la cabeza en la cocina.

      —Esto no puede ser nada bueno. ¿Me harías a mí también un té?

      Le indiqué que ya había sacado otra taza.

      —Fantástico —dijo.

      Cuando ya estaban ambos abastecidos con té, mi padre me preguntó a qué se debía mi visita. Tenían motivos para sentirse algo recelosos, ya que la última vez que aparecí inesperadamente acababa de incendiar el mercado de Covent Garden… más o menos.

      —Es por un asunto de jazz con el que necesito que me ayudes —dije.

      Mi padre me dedicó una sonrisa feliz.

      —Ven a mi oficina —dijo—. El experto en jazz recibe visitas.

      Si el salón era el territorio de mi madre y su extensa familia, el dormitorio principal le pertenecía a mi padre y a su colección de discos. Una leyenda familiar dice que las paredes fueron una vez de color crema, pero ahora, las estanterías de madera de pino sin barnizar sujetas por ménsulas de metal habían cubierto cada centímetro. Todos los estantes estaban llenos de vinilos colocados cuidadosamente en montones verticales, alejados de la luz del sol. Desde que me fui de casa, el creciente fondo de armario de mi madre, comprado en la tienda BHS, se había mudado a mi vieja habitación junto con todos sus zapatos comprados a granel. Esto dejó espacio suficiente para una cama de matrimonio, un teclado eléctrico grande y el equipo de música de mi padre.

      Le dije lo que andaba buscando y él empezó a sacar discos. Empezamos, como yo ya me había imaginado, con la famosa versión de 1938 para el sello Bluebird de Coleman Hawkins. Fue una pérdida de tiempo, por supuesto, porque Hawkins apenas se acerca a la auténtica melodía. Pero dejé que mi padre la disfrutara entera antes de hacerle esa observación.

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