Название: Cuentos completos
Автор: Эдгар Аллан По
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Colección Oro
isbn: 9788418211171
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Mi nombre de pila es Egaeus y no mencionaré mi apellido. No hay en este país torres más honorables que las de mi oscura y lúgubre mansión. Nuestra estirpe ha sido denominada casta de visionarios, y en muchos impresionantes detalles, en la particularidad de la mansión familiar, en los cuadros del salón principal, en los tapices de las habitaciones, en los relieves de algunas columnas de la sala de armas, pero sobre todo, en la galería de viejos cuadros, en la distinción de la biblioteca, y, finalmente, en la muy particular naturaleza de los libros, hay fundamentos suficientes para respaldar esta creencia.
Las memorias de mis primeros años se asocian con esta mansión y con sus libros, a los que ya no volveré a mencionar. Allí falleció mi madre. Allí nací yo. Pero es vano decir que no había vivido antes, que el alma no se percata de una existencia previa. ¿Lo niegas? No debatiremos este punto. Yo estoy convencido, mas no intento convencer. No obstante, hay un recuerdo de formas incorpóreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales y entristecidos, un recuerdo que no puedo desdeñar, una memoria como una sombra, ambigua, variante, confusa, vacilante, y como una sombra, también, por la inalcanzable posibilidad de librarme de ella mientras exista la luz de mi razón.
En aquella mansión nací yo. Al despertar súbitamente de la larga noche de lo que asemejaba, sin serlo, la no-existencia, a países de hadas, a un palacio de imaginación, a los dominios extraños del pensamiento y de la erudición monásticos, no es raro que viese a mi alrededor con ojos perplejos y ardientes, que despilfarrara mi niñez entre libros y desvaneciera mi juventud entre ensueños, pero lo que sí resulta extraño es que al transcurrir los años y el apogeo de la madurez me hallara morando aun en la mansión de mis antepasados. Es inaudita la parálisis que se posó sobre las fuentes de mi existencia, inaudita la completa inversión en la representación de mis pensamientos más ordinarios. Las realidades del mundano universo me afectaron como visiones, solo como visiones, mientras que las inusuales ideas del mundo de los sueños se convirtieron, en cambio, no en el material de mi existencia diaria, sino realmente en mi insolente y total existencia.
Berenice y yo éramos primos y nos criamos juntos en la vivienda de nuestros antepasados. Pero crecimos de maneras distintas. Yo, enfermizo, sumido en la tristeza; ella, ágil, graciosa, llena de vitalidad. Suyas eran las caminatas por la colina. Míos, los estudios del claustro. Yo, viviendo aislado en mí mismo, entregado en cuerpo y alma a la concentrada y laboriosa meditación; ella, deambulando sin preocuparse de la vida, sin reflexionar en las sombras del sendero ni en el silencioso vuelo de las horas de alas negras. ¡Berenice! —evoco su nombre—, ¡Berenice! Y ante este sonido se perturban mil recuerdos escandalosos de las ruinas grises. ¡Ah, comparece vívida su imagen a mí, como en sus primeros días de felicidad y de dicha! ¡Oh cautivadora y fantástica hermosura! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces..., entonces todo es enigma y terror, y una historia que no se debe relatar. La enfermedad —un padecimiento mortal— sobrevino sobre ella como un huracán, y mientras yo la observaba, el espíritu del cambio la arrolló, adentrándose en su mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más grácil y terrible consiguió alterar incluso su identidad. ¡Ay! La devastadora fuerza iba y venía, y la agraviada..., ¿dónde se encontraba? Yo no la conocía, o, al menos, ya no podía reconocerla como Berenice.
Entre la incontable serie de enfermedades ocasionadas por aquella primera y fatal, que desató una revolución tan horripilante en el ser moral y físico de mi prima, hay que destacar como la más terrible y obstinada un tipo de epilepsia que con regularidad acababa en catalepsia, estado muy similar a la extinción de la vida, del cual, en la mayoría de los casos, se despertaba de forma abrupta e inesperada. Mientras tanto, mi propia enfermedad —pues me han indicado que no debería otorgarle otra denominación—, mi propia enfermedad, digo, crecía con extrema premura, desarrollando un carácter monomaníaco de una tipología nueva y sorprendente, que se volvía más fuerte cada hora que trascurría y que finalmente ejerció sobre mí una incomprensible influencia. Esta monomanía, según debo calificarla, consistía en una retorcida irritabilidad de esas facultades de la mente que la ciencia psicológica denota con la palabra atención. Es más que factible que no me explique, pero temo en verdad, que no encuentre la manera de trasmitir a la inteligencia del lector común una noción de esa nerviosa violencia de interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no definirlo en términos técnicos) desempeñaban y se enfocaban en observar los objetos más simples del universo.
Reflexionar largas e incesantes horas con la atención centrada en alguna nota banal, en los bordes o en la tipografía de un libro. Permanecer absorto durante casi todo un día de verano en una singular sombra que descendía oblicuamente sobre el tapizado o sobre la puerta. Consumirme toda una noche contemplando la mansa llama de una lámpara o las lumbres del fuego. Soñar días enteros con el aroma de una flor. Iterar monótonamente una palabra corriente hasta que su sonido, debido a la permanente repetición, dejaba de originar en mi mente alguna idea. Olvidar todo sentido del movimiento o de la presencia física por medio de una total y obstinada inactividad del cuerpo, sostenida por mucho tiempo. Estas eran algunas de las extravagancias más corrientes y menos perjudiciales, ocasionadas por la condición de mis facultades mentales, a decir verdad, no genuina, pero capaz de afrontar cualquier forma de análisis o explicación.
Pero no se me comprenda mal. La desmedida, intensa y morbosa atención, exaltada así por objetos banales en sí, no debe confundirse con la tendencia a la meditación, ordinaria en todos los hombres, y a la que se entregan de manera particular las personas con una imaginación intranquila. Tampoco era, como se pudo suponer en un principio, una situación crítica ni la exageración de esa proclividad, sino primaria y fundamentalmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el aficionado interesado por un objeto, usualmente no banal, lo pierde gradualmente de vista en un bosque de deducciones y sugerencias que emergen de él, hasta que, al culminar una ensoñación repleta en muchas ocasiones de voluptuosidad, el incitamentum o primera razón de sus meditaciones se desvanece por completo y es olvidado. En mi caso, el elemento primario era invariablemente banal, aunque tomaba, por medio de mi visión turbada, una importancia refleja e irreal. Pocas deducciones, si acaso había alguna, emergían, y esas pocas regresaban tenazmente al objeto primario como a su centro. Las meditaciones nunca eran plácidas, y al final de la ensoñación, la primera razón, lejos de perderse de vista, había logrado ese interés maravillosamente exorbitado que componía el rasgo fundamental de la enfermedad. En una palabra, las facultades que más ejercitaba la mente en mi circunstancia eran, como ya he mencionado, las de la atención, mientras que en el caso del soñador son las especulativas.
Mis libros, en ese periodo, si no funcionaban realmente para irritar el trastorno, compartían en gran medida, como se sabrá, por su carácter imaginativo e inconexo, las características pintorescas del trastorno mismo. Puedo hacer memoria, entre otros, del tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio, De Amplitudine Beati Regni Dei (La grandeza del reino santo de Dios); la gran obra de San Agustín, De Civitate Dei (La ciudad de Dios) y de Tertuliano, De Carne Christi (La carne de Cristo), cuya sentencia paradójica: Mortuus est Dei filius: credibili est quia ineptum est: et sepultus resurrexit; certum est quia impossibile est, se adueñó de todo mi tiempo durante muchas semanas de insubstancial y afanosa investigación.
Así se notará que, extraída, de su equilibrio solo por cosas banales, mi razón era similar a ese peñasco marino del que nos relata Ptolomeo Hefestión, que soportaba firme las embestidas de la violencia humana y la cólera más feroz de las aguas y de los vientos, pero se estremecía con el simple contacto de la flor denominada asfódelo. Y aunque para un observador inadvertido pudiera СКАЧАТЬ