Sońka. Ignacy Karpowicz
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Читать онлайн книгу Sońka - Ignacy Karpowicz страница 6

Название: Sońka

Автор: Ignacy Karpowicz

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Rayos Globulares

isbn: 9788417925178

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СКАЧАТЬ y transparentes se pusieron a ondear, empezaron a separarse, a despegarse unas de otras como el esmalte de los dientes, y perdieron su transparencia. El aire se volvió opaco. Después —digo «después», aunque esto sucedió hace mucho, mucho tiempo—, después en la carretera de arena se levantaron pequeñas columnas de polvo, que se quedaba en lo alto y que no dejaba de saltar desde el suelo, como si la carretera fuera una criba que separara el salvado del grano, como si desde debajo alguien creara remolinos de aire soplando a través de una paja.

      Escuché un sonido similar al que hace un enorme enjambre de abejas que busca un sitio para construir una colmena. El sonido fue aumentando, se acercaba y las columnas de polvo giraban creando formas confusas color pardo, como bolas de pelo del gato al que me gustaba cepillar. Me asusté. La tierra temblaba. Un estruendo de motores y el rechinar de trozos de metal chocando entre sí irrumpieron de repente con mucha más fuerza, y entonces apareció un camión gris por la curva y tras él otro y otro. También llegaron semiorugas y se apoderó de mí un miedo cerval, como el de una lombriz cortada por una pala.

      Fue como si desaparecieran los colores, como si todo se hubiera cubierto de ceniza. Miré la tela de mi mejor vestido, que ya no parecía el de las ocasiones especiales con pequeños nomeolvides, sino que estaba sucio y era normal y corriente: las florecillas se habían marchitado, el parterre estaba cubierto de ceniza. Me eché a llorar y las lágrimas debieron de llevarse la grisura y la ceniza del mundo, porque me atreví a mirar las caras de los hombres sentados en las cajas y en las cabinas de los camiones y de los demás vehículos.

      Me resultaban muy parecidos unos a otros, como si los hubiera traído al mundo la misma madre, grande y trabajadora. Tenían rostros hermosos pero toscos, de piel dorada y rosácea; el pelo, claro como el marco de un icono; los ojos, del color de la tela de mi vestido; los cuerpos, atléticos. Su aspecto era magnífico, amenazante y noble; como si se hubieran perdido en aquel rincón del mundo, como si se encontraran allí por equivocación, como si hubieran abandonado por un momento la verdadera historia, como si fueran la encarnación de un error, de un rumor que aún no corría de boca en boca.

      Aquellas caras soleadas se expandían como una estela de luz y los detalles se difuminaban. Antes de que se posara el polvo y regresaran los colores, se detuvo ante mí una motocicleta. Era grande, tenía una tercera rueda a un lado y una especie de cuna, de un negro reluciente, similar al caparazón de un escarabajo. De la moto se bajó una figura. Me persigné tres veces y agaché la mirada, porque me pareció que se trataba del diablo o de su criado; vestido de cuero negro, incluso su cara estaba cubierta por unas extrañas gafas, y si no le vi el rabo fue porque venía hacia mí de frente.

      Se acercó al banco, se detuvo, vi las puntas de sus botas polvorientas. Empezó a decir algo, pero hablaba de una manera horrible, no pude entender ni jota de lo que quería, hablaba en algún dialecto bronco del infierno. En ese idioma suyo se tronchaban los troncos de abedules jóvenes, se rompían los cabrios y nada casaba con nada, sino que todo se separaba de todo. Rogué a Dios que se llevara de mi lado al maligno, rogué y rogué apretando con fuerza los ojos, hasta que empezaron a dar vueltas ante mí hogazas de pan anaranjado. Después de eso todo quedó en silencio y noté que me tocaba la piel desnuda de otra persona. Olía a almidón. Pensé que mi madre había vuelto para levantar mi cara hacia la carretera, que el mal se había alejado, barrido por completo por la falda de mi madre, incluidas la moto y la figura negra.

      Dejé que aquella piel desconocida me agarrara por la barbilla y volviera mi cara hacia el sol. Entonces mis ojos se hundieron en otros, los más azules, profundos y alegres, enormes, brillantes y terriblemente tristes. Pensé que así debía de ser el mar del que oí hablar una vez a los judíos de Gródek. Eso fue lo que pensé, agua sin límites que no era posible cruzar a nado, había que ahogarse, y un momento después empecé a sollozar porque comprendí que estaba hechizada, fascinada y enamorada, para lo bueno y para lo malo. Comprendí que el Señor acababa de poner su sello, pude oler la cera del sello. Dios había unido nuestros destinos, el de aquel hombre con ropa de cuero negro y el mío, con mi vestido de flores.

      El hombre, señalándose su corazón con la mano, dijo:

      —Joachim.

      Me miró.

      —Joachim —repitió—. Und sie?

      Noté que me ruborizaba. Aún me quemaba en la barbilla el roce de su piel. Aún me ardían las huellas de mis lágrimas.

      —Sońka —contesté lo más bajo posible, aunque él me oyó.

      —Sońka. —Sonrió—. Sehr gut.

      Se acercó a aquella cuna negra a un lado de la motocicleta y sacó algo de ella. Me dio un cachorrillo peludo que dormía: un pequeño perro lobo rojizo. También me dio un precioso collar de piel.

      —Sońka und Joachim —dijo, y después se subió a la moto y se alejó, levantando una polvareda.

      Me quedé allí con el perrito dormido. No sabía qué hacer. Me sentí como una semilla sembrada en un campo de piedras. Giré con los dedos el collar para intentar descifrar las extrañas letras de estilo antiguo. No se me daba muy bien leer, sabía lo poco que me había enseñado el pope, y además aquellas no eran las letras que yo conocía, porque las que hay en nuestra iglesia se parecían a sillitas. Pero por algún milagro conseguí leerlas.

      —Borbus —dije, y el cachorro levantó su hocico hacia mí.

      Así recibió su nombre: Borbus Primero.

      —Borbus —dijo en alto Igor.

      —Borbus —repitió Sońka, y se levantó para servir más leche.

      Y al otro lado de la ventana, la susodicha Borbus, Borbus Doce, se calentaba al sol y gañía. Igor, en su mente, soltó el bolígrafo, la hoja de papel, el móvil, el dictáfono y el extracto bancario electrónico donde apuntaba el relato de Sońka. Se preguntaba si debía acentuar el dialecto de uno u otro lugar —dependiendo de si la perspectiva era la del sitio donde se hallaba en ese momento o si era la de Varsovia— y si eliminar ciertas frases hechas, metáforas y comparaciones demasiado urbanas que a Sońka nunca se le habrían ocurrido. ¿O quizá sí?

      Bueno, pensó, pero debo hacer hincapié en el carácter universal de esta historia, de este relato que presiento, pero que aún no conozco. Esta historia debe ser comprensible sobre todo para los demás y entonces también será comprensible para mí.

      Bebió un poquito de leche.

      —Así que usted se llama Sońka —comentó—. Yo soy Igor. Igorek para los amigos.

      Sońka pensó que ese nombre no existía, al menos allí. ¿Sería quizás Ihar? En el idioma de Sońka no había letra «g». Daba igual; sonrió mostrando su hermosa prótesis, señaló su pecho con la mano verrugosa y dijo:

      —Sońka. Sońka.

      Hemos conocido nuestros nombres, pensó él, haciendo cierta concesión a la mentira.

      Y después lo asaltaron pensamientos tristes.

      Sońka callaba. Sentía una felicidad y una satisfacción que se extendían por aquel cuerpo suyo olvidado y conducido a una vía muerta. De nuevo, en agosto ocurría algo importante, algo que otra vez iba a ser definitivo. Se levantó, fue al dormitorio, sacó de un baúl un harapo enrollado y se lo dio con timidez al visitante.

      —Na, pahladzi18 —dijo en alto.

      El СКАЧАТЬ