Название: Misericordia
Автор: Benito Pérez Galdós
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4064066060480
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—Es buena esa chica—dijo con gravedad Doña Paca—, aunque tan ordinaria, que no empareja ni emparejará nunca conmigo. Sus regalos me ofenden, pero se los agradezco por la buena voluntad... En fin, es hora de que nos acostemos. Pues ya me parece que va medio hecha la digestión, prepárame la medicina para dentro de media hora. Esta noche me siento más cargada de las piernas, y con la vista muy perdida. ¡Santo Dios, si me quedaré ciega! Yo no sé qué es esto. Como bien, gracias a Dios, y la vista se me va de día en día, sin que me duelan los ojos. Ya no paso las noches en vela, gracias a ti, que todo lo discurres por mí, y al despertar, veo las cosas borradas y las piernas se me hacen de algodón. Yo digo: ¿qué tiene que ver el reúma con la visual? Me mandan que pasee. ¿Pero a dónde voy yo con esta facha, sin ropa decente, temiendo tropezarme a cada paso con personas que me conocieron en otra posición, o con esos tipos ordinarios y soeces a quien se debe alguna cantidad?».
Acordose al oír esto Benina de lo más importante que tenía que decir a su señora aquella noche, y no queriendo dejarlo para última hora, por temor a que se desvelara, antes de que salieran de la cocina, y mientras una y otra recogían las escasas piezas de loza para fregarlas, no desdeñándose Doña Francisca de este bajo servicio, le dijo en el tono más natural que usar sabía:
«¡Ah! ya no me acordaba... ¡qué cabeza tengo! Hoy me encontré al Sr. D. Carlos Moreno Trujillo».
Quedose Doña Paca suspensa, y poco faltó para que se le cayera de las manos el plato que estaba lavando.
«D. Carlos... Pero ¿has dicho D. Carlos? Y qué... ¿te habló, te preguntó por mí?
—Naturalmente, y con un interés que...
—¿Es de veras? A buenas horas se acuerda de mí ese avaro, que me ha visto caer en la miseria, a mí, a la cuñada de su mujer... pues Purita y mi Antonio eran hermanos, ya sabes... y no ha sido para tenderme una mano...
—El año pasado, tal día como hoy, cuando se quedó viudo, mandó a la señora un socorrito.
—¡Seis duros! ¡Qué vergüenza!—exclamó Doña Paca, dando vueltas a su indignación y a la inquina y despecho acumulados en su alma durante tantos años de oprobio y escasez—. La cara se me pone como fuego al decirlo. ¡Seis duros! y unos pingajos de Purita, guantes sucios, faldas rotas, y un traje de sociedad, antiquísimo, de cuando se casó la Reina... ¿Para qué me sirvieron aquellas porquerías?... En fin, sigue contando: le encontraste, ¿a qué hora, en qué sitio?
—Serían las doce y media. Él salía de San Sebastián...
—Ya sé que se pasa toda la mañana de iglesia en iglesia, royendo peanas. ¿Dices que a las doce y media? ¡Pues si a esa hora estabas tú sirviendo el almuerzo a D. Romualdo!».
No era Benina mujer que se acobardaba por esta cogida. Su mente, fecunda para el embuste, y su memoria felicísima para ordenar las mentiras que antes había dicho y hacerlas valer en apoyo de la mentira nueva, la sacaron del apuro.
«¿Pero no dije a usted que cuando ya habían puesto la mesa, faltaba una ensaladera, y tuve que ir a comprarla de prisa y corriendo a la plaza del Ángel, esquina a Espoz y Mina?
—Si me lo dijiste, no me acuerdo. ¿Pero cómo dejabas la cocina momentos antes de servir el almuerzo?
—Porque la zagala que tenemos no sabe las calles, y además, no entiende de compras. Hubiera tardado un siglo, y de fijo nos trae una jofaina en vez de una ensaladera... Yo fui volando, mientras la Patros se quedaba en la cocina... que lo entiende, crea usted que lo entiende tanto como yo, o más... En fin, que me encontré al vejestorio de D. Carlos.
—Pero si para ir de la calle de la Greda a Espoz y Mina no tenías que pasar por San Sebastián, mujer.
—Digo que él salía de San Sebastián. Le vi venir de allá, mirando al reloj de Canseco. Yo estaba en la tienda. El tendero salió a saludarle. D. Carlos me vio; hablamos...
—¿Y qué te dijo? Cuéntame qué te dijo.
—¡Ah!... Me dijo, me dijo... Preguntome por la señora y por los niños.
—¡Qué le importarán a ese corazón de piedra la madre ni los hijos! ¡Un hombre que tiene en Madrid treinta y cuatro casas, según dicen, tantas como la edad de Cristo y una más; un hombre que ha ganado dinerales haciendo contrabando de géneros, untando a los de la Aduana y engañando a medio mundo, venirse ahora con cariñitos! A buenas horas, mangas verdes... Le dirías que le desprecio, que estoy por demás orgullosa con mi miseria, si miseria es una barrera entre él y yo... Porque ese no se acerca a los pobres sino con su cuenta y razón. Cree que repartiendo limosnas de ochavo, y proporcionándose por poco precio las oraciones de los humildes, podrá engañar al de arriba y estafar la gloria eterna, o colarse en el cielo de contrabando, haciéndose pasar por lo que no es, como introducía el hilo de Escocia declarándolo percal de a real y medio la vara, con marchamos falsos, facturas falsas, certificados de origen falsos también... ¿Le has dicho eso? Di, ¿se lo has dicho?
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