Название: Oscar Wilde y yo
Автор: Oscar Wilde
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
isbn: 9789506419943
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Ahora parece que mi conducta fue monstruosa. Pero Wilde me dijo que nuestra amistad había sido la única causa de los insultos de mi padre y que, a menos de tomar medidas legales, quedaría deshonrado ante toda Europa como culpable del más horrendo de los vicios; y que, puesto que yo había contribuido a ponerlo en semejante situación, daría muestras de ser un cobarde si le negaba aquellos cientos de libras, destinadas a sacarlo del atolladero.
¿Qué podía hacer? ¿Cómo se hubiera conducido cualquiera en idéntica situación? Hubiera querido citar la versión que ofrece Wilde de este episodio, pero cuando este libro ya estaba en prensa míster Robert Ross obtuvo una disposición judicial por la que se me prohíbe reproducir el menor fragmento de la parte inédita del De Profundis. De ese texto se han servido contra mí con horrible saña; se han leído en pleno tribunal sus más venenosos pasajes, que fueron reproducidos luego por cientos de periódicos; pero a mí, en cambio, se me niega el derecho de citarlo con el propósito de refutarlo o de subrayar sus falsedades. No necesito insistir sobre la iniquidad de tal decisión, contraria a los más elementales principios de justicia e incluso al sentido común, pues resulta demasiado evidente. Es posible que semejante decisión responda a una correcta interpretación de la ley vigente y, aunque me cueste trabajo, opto por creerlo. Pero me empeño en destacar que una ley así es un peligro social, puesto que permite que cualquiera pueda calumniar a su prójimo sin que al imputado le resulte posible defenderse.
Por ejemplo, hoy nada me impediría escribir una larga carta, pongamos por caso... a míster Justice Astbury —el juez de quien recabó y obtuvo míster Ross la disposición que me impide citar el texto inédito del De Profundis—. Si me place, podría acusarlo de toda clase de crímenes y atribuirle igualmente todas las vilezas; podría atacar a sus parientes y a su familia, atribuirle frases inventadas por mí y que pasarían por suyas e inventar escenas asignándole un papel histórico. Con confiarle esta carta a un amigo y encargarle que a mi muerte se la entregara al Museo Británico para que la archivara hasta la fecha que él juzgara oportuno, asunto concluido. Si míster Justice Astbury me sobreviviera y llegara a enterarse de que el Museo Británico conservaba una carta llena de improperios contra él, que dicha carta estaba a su nombre y vería la luz dentro de cuarenta años, no podría defenderse de las acusaciones ni impedir que fuera publicada. El copyright del manuscrito sería propiedad de mis herederos y albaceas, y si míster Justice Astbury se propusiera citar una parte de la carta con el fin de demostrar su ridiculez, vería alzarse contra él, como una muralla, esa famosa ley del copyright. Mis calumnias serían propiedad literaria de gran valor, y publicar fragmentos inéditos equivaldría a menoscabar su rendimiento editorial.
En vano protestaría míster Justice Astbury diciendo que lo asistía el derecho a defenderse de las acusaciones proferidas contra él por un muerto y destinadas a publicidad luego de que él también muriera. Le saldrían al paso diciéndole que la ley no puede ser más terminante sobre el particular, sin que le quedara otro recurso que resignarse, como tuve que resignarme yo en idénticas circunstancias. Lo único que puedo permitirme legalmente —en la medida que lo consiente la interpretación que hace míster Justice Astbury de la ley— es exponer los hechos reales que se desarrollaron en aquel momento de la vida de Wilde, precisando la forma en que tercié en ellos.
Empiezo por negar formalmente haber obligado jamás a Wilde a adoptar medidas legales contra mi padre. Todo el asunto puede resumirse en unas pocas líneas. Mi padre había acusado a Wilde de ciertas abominaciones. Estas acusaciones eran fundadas. Wilde afirmó que no lo eran e intentó contra mi padre lo que —si se atiende a lo que yo ignoraba, pero él sabía— era un proceso ridículo. Como era natural, las autoridades competentes se volvieron en su contra, endilgándole los delitos que negaba. Y entonces fue cuando quisieron hacer de mí el chivo expiatorio.
No es cierto que arrastré a Wilde a Bow Street para obtener una orden de detención. Yo lo acompañé cediendo a su voluntad. La idea de coacción, moral o física, es ridícula. Por un lado he ahí al Rey de la Vida, un percherón recio y fuerte, con talento y con más de cuarenta años cumplidos —“resplandeciendo en la flor de su edad”, como lo ha descrito un admirador—, y por otro, yo, con 16 años menos; es decir, de 24. La verdad es que había en él algo que yo ignoraba: su conciencia culpable. Le faltaba valor para confesarme que mi padre estaba en lo cierto al lanzarle al rostro semejante imputación; le faltaba incluso valor para ir solo a Bow Street a pedir la orden de arresto y vino a suplicarme que lo acompañara.
Yo no obligué ni forcé a Wilde a que se fuera a Montecarlo, siendo igualmente falso de toda falsedad que allí pagara mis gastos y mis deudas de juego. Wilde me dijo que los nervios lo tenían a maltraer. No conocía Montecarlo y nos trasladamos allí para que él pudiera ahuyentar esa idea obsesionante del proceso.
Creyéndolo inocente, yo le decía que hacía mal en apurarse de aquel modo; que quien debía estar preocupada era la parte contraria. En esa situación emprendimos viaje a Montecarlo. Yo he estado allí muchas veces, pero nunca, en mi vida, he pasado más de dos horas seguidas en el casino. Aquella vez lo frecuenté todavía menos, precisamente por estar acompañado de Wilde. Este venía casi siempre conmigo a las salas de juego, y más de una vez, cuando yo ganaba, le daba luises a puñados. Él jamás puso un luis sobre la mesa, porque, según dije, conocía bien el valor de una moneda de oro.
De todas formas, ¿cómo sostener que a un individuo que no tiene para pagarle a su abogado piense nadie en llevárselo a Montecarlo para que le abone allí la cuenta del hotel y lo resarza de las cantidades perdidas en el juego? Solo un cretino podría creer semejantes patrañas.
Los amigos de Wilde —incluyendo entre ellos al inolvidable Robert Sherard49, cuya cara de emperador romano Wilde encontraba admirable— han difundido que yo, y nadie más que yo, fui el causante de su desgracia. La mujer de Wilde le escribió a Sherard diciéndole que yo “había roto una hermosa existencia”. Míster Ransome, que confiesa a sus lectores haber tomado de Ross estos datos biográficos, no tiene reparos en darlos a la estampa. Todos deberían comprender que la única persona de este mundo culpable de la ruina de Oscar Wilde, responsable de su desastre y del naufragio de su vida, fue el propio Oscar Wilde. En el pretorio de Old Bailey no fue acusado de haber procedido en justicia contra mi padre sino de haberse rebajado hasta el nivel de una bestia inmunda y abominable. Prefieren decir que fue convencido de testimonio falso, y pintarme a mí como al autor de su ruina. El argumento que emplean es este: si Wilde no me hubiera conocido, es probable que hubiera conservado toda su vida el antifaz y pasado a la posteridad como un hombre respetable, como uno de esos hombres que él afectaba despreciar tanto. Por lo demás, ese argumento no me preocupa en lo más mínimo y ni siquiera voy a tomarme el trabajo de refutarlo.
Otro cargo en mi contra, por lo menos según Wilde, es que en la época de su catástrofe yo lo ataqué, por cartas, de manera odiosa. ¿Qué quiere decir semejante aserto? ¿Dónde están esas cartas o cómo hubiera podido acusarlo por escrito, si lo que hacía era dar dinero para defenderlo contra esas mismas acusaciones? Jamás le escribí en ese tono; después de nuestra conversación solo le escribí una carta en la cual le repetía cuánta fe tenía en su inocencia, añadiendo que, en la condición en que se encontraba, no le quedaba otra opción que defenderse judicialmente de los ataques de mi padre. Sin embargo esto pareció tan horrible como la tarjeta en que mi padre expresó la tremenda ofensa. La pura verdad es que Wilde, luego de que decidió demandar a mi padre, se dijo que, en caso de perder, allí estaría yo para cargar con todas las culpas.
41. Ave diminuta que era servida en los restaurantes más exclusivos de Europa, especialmente de Francia. Su consumo fue prohibido en 1999.
42. Perrier-Jouët es una famosa bodega de champagne con sede en la región Épernay de Champagne. La casa fue fundada en 1811 por Pierre-Nicolas СКАЧАТЬ