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de sus almacenes. Eran los bajos de un edificio sin calefacción, con muy mala luz y sin agua corriente. Cada mañana tenía que ir a la fuente de César Augusto, junto al Mercado Central, romper el hielo y llenar un par de cubos: uno para pintar y lavar los pinceles, el otro lo usaba como orinal. Era diciembre, durante una ola de frío, en esos días de nieblas densas que tejen puntillas de escarcha en los tristes árboles del asfalto ciudadano. No se vio el sol en una semana y mi pequeña estufa eléctrica no llegaba a calentar el inmenso local. Pero en la pintura la luz entra a raudales entre las vetustas hayas y los pinos centenarios del bosque cheso; el musgo espeso de sus cortezas se enciende con verdes luminosos y el sol alcanza las cimas lejanas de Castillo de Acher y Petrachema, creando una atmósfera limpia y cálida. En mi imaginación resonaban unos versos de Machado: “Entre las vetustas hayas / y los pinos centenarios / un rojo sol se filtraba”. Cómo a partir de esas pocas palabras pude recrear la serenidad radiante de los primeros días del otoño montañés en la sórdida y fría calle del casco viejo es algo que todavía no puedo explicarme.
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