Название: Invierno bajo la estrella del norte
Автор: Santiago Osácar
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Novela
isbn: 9788494133954
isbn:
Tres cuartos de baño pero ninguna ducha; tampoco había agua caliente, así que tendría que pasar sin lavarme demasiado. Dejé en el servicio de discapacitados mi neceser; fregaría los cacharros y los pinceles en el de mujeres. No me había traído estropajo pero encontré uno sin usar en un cuartito con escobas, fregonas y otro material de limpieza. Como detergente utilizaría el jabón de manos y como paño de cocina las toallas de papel del expendedor.
Supongo que inconscientemente estaba retrasando el momento de situarme ante la pared en blanco hasta que eché un vistazo al reloj. No faltaba mucho para que oscureciera… saqué un carboncillo y me quedé ahí, mirando aquel muro. Justo en el centro tenía una de esas hermosas ventanas con carpintería de pino. “¡Vaya idea! ¿no podrían haberme dado una pared lisa?”
“Tienes que pintar lo que se ve al abrir la ventana; o sea, lo que podría verse si no hubiera pared” eso dijo Olga. A mí no me convencía mucho aquello; cuando trabajé en La Alfranca también había una puerta, pero pinté por encima los álamos y los tamarices y la gran superficie del Ebro con la neblina del amanecer aún flotando sobre la corriente… había quedado bastante bien. Los niños de los colegios que visitaban el centro cada mañana y me miraban pintar preguntaban intrigados “¿a dónde se va por esa puerta?” Y yo les respondía “Por ahí, justo al dar las doce de la noche, se puede entrar al cuadro… y explorar el bosque y cruzar el río en una canoa que hay escondida entre los lirios y llegar a esas montañas azules que están muy lejos…”
Quizá un día pudiera pintar grandes lienzos, como Velázquez… pero mi momento era el presente; con sus contraventanas de madera. Las abrí y contemplé la pradera nevada. Retrocedí dos pasos y tracé una marca en la pared, a la altura donde comenzaba el bosque. Delante de mí, ante la casa, sólo había una pequeña cerca de troncos que rodeaba el edificio por detrás y algún arbusto raquítico de ramas yertas que esperaban a la primavera.
Se trataba de un gran espacio vacío. Tracé también unas pocas líneas por donde pasaría la valla de maderos al otro lado de la pared… ¿Qué gracia podría tener aquella pintura?... “¡Los corzos!” me dije de pronto. “Los corzos que saltando por los collados han salido del bosque y se acercan a la casa para asomarse a la ventana y atisbar por la celosía.”
A grandes rasgos esbocé una hembra en el centro, mordisqueando la hierba, a su derecha un macho erguido, ramoneando un espino y otro a la izquierda. Me alejé con el carbón en la mano… “demasiado simétrico, resulta aburrido” emborroné el venado de la izquierda… “mejor aquí un pino, casi de tamaño natural; el tronco, que se pierda al llegar al techo, y las primeras ramas tendidas hacia la derecha, enmarcando toda la escena…”
Seguí trabajando, encajando la composición y borrando con una bayeta húmeda del cuarto de limpieza. Me gustan los carboncillos, sobre todo esos sin tallar en los que se aprecia todavía lo que son: ramitas de sauce quemadas con mucha habilidad y en unas determinadas condiciones… sin embargo manchan los colores más delicados así que cuando tuve dibujada la escena, repasé los trazos principales con un rotulador grueso y a continuación limpié todo resto de hollín.
Ya podía ponerme a pintar, comenzando como siempre por el cielo, el plano más lejano y de matices más pálidos, para ir superponiendo los sucesivos horizontes aumentando la intensidad de los colores. Es así como trabajaría un acuarelista y aunque utilizando los acrílicos no está sometido el artista a la transparencia de la pintura, los años de oficio me habían hecho a esta disciplina que ya me resultaba familiar.
El firmamento sería de color amarillo Nápoles, con la palidez de un amanecer, aclarándose y ganado en luminosidad hacia abajo, para dar mayor sensación de profundidad y que no pareciera un telón de fondo. Primero aplicaba la pintura a rodillo y después con la brocha la iba estirando y matizando con blanco. De lejos el efecto no era malo del todo pero hubiera quedado mucho mejor pintando a pistola… si hubiese tenido más tiempo, si hubiera podido pintar en verano o a principios de otoño me habría traído el compresor y habría creado una atmósfera etérea y luminosa como sólo puede lograrla el aerógrafo.
Qué ajenos a todo esto eran mis pagadores: para ellos la realidad es la rutina burocrática de los papeles. Seguramente jamás verían mi obra que en la hoja de pedido figuraba como “2ª fase ejecución contenidos; mural pared San Juan de la Peña. 1 ud.”. Es cierto que cobraría igual, tanto si pintaba de una forma como de otra, con tal de que acabara para la fecha indicada. Ya había entregado la factura, para que pudiese estar tramitada antes de fin de año y a los tres meses (o un poco antes si cedía a los bancos parte de mi dinero) me harían el ingreso…
Pero cuando se pinta una obra de gran tamaño para un lugar público ya no se trata sólo de eso.
Cuando vemos las obras maestras de los antiguos su belleza nos fascina porque prevalece radiante, ajena a las circunstancias más o menos mezquinas del momento que las vio nacer. Una belleza misteriosa, salida de las manos de un hombre que ya murió, y que permanece como vibrando aún por encima del tiempo porque apunta más allá, a un infinito por el que sí vale la pena dar lo mejor de uno mismo… ¡Si hubiera tenido una semana más!
III
LOS HERRERILLOS CAPUCHINOS
Aquel día amaneció luminoso y frío. Muy frío. La caldera, cuyo zumbido al quemar gasoil había arrullado mi sueño, seguía funcionando pese a que había bajado el termostato a sólo diez grados.
Me levanté contento y a toda prisa, con la ilusión de un niño en la mañana de reyes, me puse las botas para salir a contemplar otra vez la pradera nevada. A las gentes de la montaña la nieve acaba por cansarles pues dificulta todas sus tareas pero a los que vivimos en la tierra llana nos produce una alegría infantil difícil de explicar.
El sol también acababa de levantarse y apenas doraba las copas de los árboles más altos, los que suben hacia la cima del monte Cuculo. La nieve del jardín crujía bajo mis botas y al abrir la cancela los goznes de la reja, que se habían helado, dieron un chasquido al quebrar aquella soldadura de cristal. Y otra vez la pradera, y aquel gran silencio que lo envolvía todo…
Pero no era un silencio opresivo sino lleno de vida: en el bosque podían leerse las últimas noticias de la noche en las huellas impresas sobre la blanca página que cubría los helechos. El zorro parecía haber estado en todas partes; a veces al trote y otras caminando indolente, arrastrando la cola que dejaba un trazo suave y ondulado como la brocha de un acuarelista. Debía tener hambre, pues se había desayunado con los frutos de un rosal silvestre en torno al que la nieve se veía pisoteada. Los escaramujos estaban en su punto, rojos y brillantes y yo también cogí unos cuantos pensando hacerme un té con ellos. En el valle el fruto de la rosera madura demasiado pronto y las lluvias del otoño los echan a perder, pero en la montaña se hacen más grandes y jugosos y la helada los conserva durante todo el invierno. Aquellos estaban bastante sabrosos, aunque como todos, tan llenos de pepitas que no resultaba agradable masticarlos.
Más apetecible hubiera resultado para el raposo la liebre cuyas huellas descubrí más adelante; había avanzado a grandes saltos entre los quejigos que con su follaje seco daban al oscuro pinar una nota de color ocre. También por allí habían merodeado los corzos, posiblemente aquel grupo del primer día que ahora trataba de retratar en mi pintura.
En efecto, debía volver a la casa y ponerme al trabajo; el sol ya se filtraba entre el ramaje y algunos pajarillos СКАЧАТЬ