Название: Las tertulias de la orquesta
Автор: Hector Berlioz
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Música
isbn: 9788446049692
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¡Escuchen! Ahí está nuestra prima donna cantando con sentimiento, buen gusto y sencillez la única melodía de cierta calidad que hay en esta condenada ópera. Van a ver cómo no aplaude nadie … ¡Me equivoqué! Sí que se la aplaude, pero fíjense qué mal lo hacen, con qué poco espíritu. No es que falte buena voluntad en el público, pero no saben hacerlo, no hay unidad y, por consiguiente, no consiguen ningún efecto. Si esta mujer hubiera estado a cargo de Albert, la sala se habría arrancado de golpe, e incluso ustedes, que no tienen intención alguna de aplaudir, habrían secundado, de grado o por fuerza, su entusiasmo.
Señores, aún no les he hecho mi retrato de la mujer romana. Aprovecharé para ello el último acto de nuestra ópera, que comenzará enseguida. De momento, hagamos un breve descanso. Estoy cansado.
(Los músicos se alejan unos pasos e intercambian sus reflexiones mientras el telón está bajado. Tres golpes de la batuta del director sobre su atril indican que la representación va a continuar, así que mis oyentes vuelven y se agrupan atentamente a mi alrededor.)
Madame Rosenhain. Otro fragmento de la historia romana
Hace algunos años, el señor Duponchel[11] encargó una ópera en cinco actos a un compositor francés que ustedes no conocen. Sentado junto a mi chimenea, me puse a pensar, mientras tenían lugar los últimos ensayos, en los sufrimientos que el desgraciado autor debía de estar padeciendo en ese momento. Me imaginaba unos tormentos persistentes de todo tipo de los que, en París, nadie puede escapar en tal situación: ni el grande ni el modesto, ni el paciente ni el irritable, ni el humilde ni el soberbio, ni el alemán ni el francés y ni siquiera el italiano.
Me imaginaba la lentitud desesperante de los preparativos, en los que todo el mundo se dedica a malgastar el tiempo en tonterías sin importancia, cuando cada hora perdida puede suponer el fracaso de la obra. Imaginaba también los comentarios jocosos del tenor y de la prima donna, que el pobre autor se ve obligado a reír a carcajadas, a pesar de que la muerte posee su alma. Éste se apresura a replicar a sus chistes ridículos con otras estupideces peores para hacer resaltar el supuesto ingenio de los cantantes y hacer que parezca que sobresalen por su agudeza. Podía escuchar la voz del gerente dirigiéndole sus reproches y tratándole como a un empleado que no cumple sus obligaciones; recordándole el honor extremo que se hace a su obra al emplear tanto tiempo en ella; amenazándole con tirar todo por la borda si no estaba todo preparado el día fijado. Yo veía cómo el esclavo unas veces se quedaba helado y otras se sonrojaba ante las reflexiones excéntricas de su maestro (el gerente) sobre la música y los músicos y ante sus teorías fantasiosas sobre la melodía, el ritmo, la instrumentación y el estilo. En la exposición de estas teorías, nuestro querido gerente trataba, como siempre, a los grandes maestros de cretinos y a los cretinos, de grandes maestros. Sin embargo, confundía el Pireo con un nombre de hombre. Después venía a anunciar que la mezzosoprano estaba de permiso laboral y que el bajo estaba enfermo. Proponía reemplazar al artista por un debutante y hacer ensayar el papel principal a un miembro del coro. El compositor se sentía despellejado, pero tenía cuidado de no quejarse. ¡Oh! ¡Qué hermoso es soñar en el calor del hogar con el granizo, la lluvia y el aire glacial, con oscuras tormentas, bosques desnudos que gritan bajo los embates del viento invernal, lodazales en el camino, cunetas tapadas por una engañosa corteza, la obsesión creciente de la fatiga, las punzadas del hambre, los espantos de la soledad y de la noche! Sí, es hermoso imaginarlo, porque aunque el hogar de uno sea tan pequeño como la madriguera de la liebre de la fábula, no hay nada como rendirse al calor de la calma y del ocio. El descanso parece mejor cuando se escucha la tempestad desde la lejanía y cuando uno se repite a sí mismo, acariciándose la barba y cerrando piadosamente los ojos, como el gato de un cura, esta plegaria algo exaltada del poeta alemán Heinrich Heine (¡una plegaria!): «¡Dios mío! Tú lo sabes todo. Sabes que tengo buen corazón. Mi sensibilidad es viva y profunda, plena de conmiseración y simpatía por el sufrimiento del prójimo. Permite, Señor, que sea mi prójimo quien soporte mis males: yo le prodigaré tales cuidados, tan delicadas atenciones, y mi piedad será tan activa y tan sabia, que él bendecirá tu mano derecha, Señor, al recibir tales alivios y tan hermosos consuelos. ¡Pero abrumarme con el peso de mis propios dolores! ¡Oh! ¡Sería horrible! Aparta de mis labios, Señor, este cáliz de amargura».
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