Название: Las tertulias de la orquesta
Автор: Hector Berlioz
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Música
isbn: 9788446049692
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Junto a los claqueurs profesionales, instruidos, sagaces, prudentes, inspirados y, en verdad, artistas, tenemos los claqueurs ocasionales, por amistad o por interés personal. A éstos no se les echará de la Ópera. Son los amigos ingenuos, que admiran de buena fe todo aquello que salga a escena incluso antes de encenderse las velas[8] (bien es cierto que este tipo de amigos es cada día más escaso, mientras que aquellos que critican antes, durante y después, se multiplican enormemente): los padres, claqueurs por naturaleza; los editores, claqueurs feroces, y, sobre todo, los amantes y los maridos. He aquí por qué las mujeres, entre otras muchas ventajas que poseen sobre los hombres, tienen una posibilidad de éxito más que ellos. En una sala de espectáculos o de conciertos, una mujer apenas puede aplaudir de una forma útil a su marido o amante: siempre tiene alguna otra cosa que hacer; mientras que éstos, si poseen una mínima disposición natural o una noción elemental del arte, podrían procurarse, en menos de tres minutos, mediante un hábil golpe de mano, un éxito de renovación, es decir, un éxito serio capaz de obligar a un director a renovar un contrato. Los maridos, por este tipo de operaciones, son incluso más valiosos que los amantes. Estos últimos suelen mostrar temor al ridículo. También temen in petto que un éxito brillante haga multiplicarse el número de rivales. Además, no tienen mayor interés económico en el triunfo de sus amantes. Sin embargo, el marido, que lleva la bolsa bien atada y sabe lo que pueden aportar un buqué bien lanzado, una salva oportuna, una emoción bien comunicada o una llamada a escena bien conseguida, sólo él se atreve a emplear todas las facultades que posee. Tiene los dones de la ventriloquia y de la ubicuidad. Puede estar aplaudiendo desde el anfiteatro y gritando «¡Brava!» con una voz de tenor en registro de pecho y desde allí precipitarse al pasillo de los primeros palcos para pasar la cabeza por las rendijas de las puertas que quedaron abiertas lanzando un «¡Admirable!» con voz de bajo profundo. Desde allí vuela hasta la tercera planta, desde donde, aún jadeante, hace resonar la sala con sus exclamaciones «¡Maravilloso! ¡Encantador! ¡Oh, Dios, tanto talento hiere!» con voz de soprano, imitando sonidos femeninos ahogados por la emoción. He aquí un esposo modelo, un padre de familia trabajador e inteligente. En cuanto al marido exquisito, reservado, que permanece tranquilamente en su butaca durante todo un acto y que no osa aplaudir ni siquiera los más bellos matices musicales de su media naranja, podemos decir sin temor a equivocarnos que, como marido, o bien está acabado o bien su mujer es un ángel.
¿No fue un marido quien inventó el éxito por silbido, el silbido de entusiasmo, el silbido de alta presión? Se emplea de la siguiente manera:
Si el público se encuentra demasiado familiarizado con el talento de una mujer a la que ve actuar casi a diario y parece caer en la apática indiferencia de la saciedad, se coloca en la sala a un hombre contratado y poco conocido para hacerle despertar. En el momento preciso en que la diva acaba de ofrecer una prueba manifiesta de talento, estando los claqueurs realizando su trabajo en el centro del patio de butacas, se escucha repentinamente desde un rincón oscuro el ruido de un silbido estridente e insultante. El auditorio entero se levanta entonces con indignación y rompe en aplausos vengadores con un frenesí indescriptible. «¡Qué infamia!», se grita desde todas partes. «¡Brava! ¡Bravísima! ¡Encantadora! ¡Delirio!», etc. No obstante, esta audaz artimaña exige una ejecución muy delicada. Pocas mujeres consienten en recibir la afronta ficticia de ser silbadas, por muy efectiva que resulte.
Así es la inexplicable impresión que producen los ruidos de aprobación o desaprobación en casi todos los artistas, a pesar de que no expresen ni admiración ni culpa. La costumbre, la imaginación y una cierta debilidad mental les hacen sentir gozo o pena según la forma en que el aire de una sala haya sido puesto en vibración. El fenómeno físico, independientemente de toda idea de gloria o de oprobio, es suficiente. Estoy seguro de que hay actores lo bastante aprensivos como para sufrir cuando viajan en ferrocarril, a causa del silbido de la locomotora.
El arte de la claque también reina sobre el arte de la composición musical. Los compositores son impelidos por las numerosas variedades de claqueurs italianos, aficionados o artistas, a concluir sus fragmentos con ese pegote redundante, trivial, ridículo y siempre igual, denominado cabaletta, pequeña cábala, que provoca el aplauso. Con todo, la cabaletta no les basta. Han provocado asimismo la introducción en las orquestas del gran bombo, gran cábala, que está destruyendo en este momento la música y los cantantes. Una vez hastiados del bombo, y decididos a alcanzar el éxito por los viejos métodos, han terminado por exigir a los pobres maestri la composición de dúos, tríos y coros al unísono. En algunos pasajes, llegan incluso a poner al unísono las voces y la orquesta, produciendo así un fragmento de conjunto a una sola parte, con el que parecen preferir una enorme fuerza de emisión a toda armonía, a toda instrumentación y a toda idea musical, únicamente para agradar al público y hacerle creer que la música le ha electrizado.
Los ejemplos análogos abundan en la confección de obras literarias.
En lo que respecta a los bailarines, su proceder es muy simple: lo arreglan todo con el empresario. «Usted me da no sé cuántos mil francos al mes, tantas invitaciones[9] por representación y la claque me hará una entrada, una salida y dos salvas en cada uno de mis ecos[10]».
A través de la claque, los gerentes hacen o deshacen a voluntad lo que ellos denominan éxito. Una sola palabra al jefe del patio de butacas les basta para acabar con un artista que no tenga un talento fuera de serie. Recuerdo haber escuchado decir a Augusto una noche en la Ópera, mientras pasaba revista a sus tropas antes de levantarse el telón: «¡Nada para el señor Dérivis! ¡Repito: Nada!». Su orden circuló y, efectivamente, Dérivis no obtuvo ni un solo aplauso en toda la noche. El gerente que quiera desembarazarse de un sujeto por cualquier motivo, emplea este ingenioso medio y, tras dos o tres representaciones en las que no hubo nada para el señor… o para la señora…: «Ya ve usted», dice al artista, «no puedo mantenerle aquí, su talento no complace al público». A veces ocurre, como una especie de venganza, que esta táctica fracasa cuando se emplea con un virtuoso de primer orden. «¡Nada para él!», se indica oficialmente. Sin embargo, el público, sorprendido por el silencio de los romanos, adivina de qué se trata y comienza a funcionar por sí mismo de forma oficiosa, oponiéndose con gran ardor a los hostiles intrigantes. El artista obtiene entonces un éxito excepcional, un éxito circular en el que el centro del patio no toma parte alguna. No me atrevo a afirmar, no obstante, si es mayor su orgullo por este entusiasmo espontáneo del público o su irritación por la inacción de la claque.
Soñar con desterrar bruscamente semejante institución del mayor de nuestros teatros me parece una idea tan descabellada como pretender abolir de la noche a la mañana una religión. ¿Se imaginan su desarraigo de la Ópera y la desesperación, la melancolía, el marasmo y la depresión en que caería toda su población de bailarines, cantantes, coristas, poetas, pintores y compositores? ¿Pueden figurarse el disgusto vital que se apoderaría de los dioses y semidioses cuando un silencio aterrador sucediera a las cabalettas que no hubieran sido cantadas o danzadas de forma irreprochable? ¿Pueden siquiera soñar con la rabia de los mediocres al ver a los verdaderos talentos ser ovacionados, cuando ellos, a los que antes se aplaudía siempre, no reciban ni unas palmadas? Esto sería reconocer, con una evidencia palpable, el principio de desigualdad. ¡Pero vivimos bajo una república! ¡Y la palabra Igualdad está escrita en el frontón de la Ópera! Además, ¿quién llamaría a escena al protagonista tras los actos tercero y quinto? ¿Quién llamaría a saludar a toda la compañía al final de la representación? ¿Quién reiría cuando un personaje dijese una tontería? ¿Quién iba a cubrir con sus aplausos las notas falsas de un bajo o de un tenor, СКАЧАТЬ