Название: Revolución y guerra
Автор: Tulio Halperin Donghi
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Historia y cultura
isbn: 9789876294263
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Pese a la intensa participación eclesiástica en la renovación ilustrada, la piedad rioplatense permanece del todo fiel a esa tradición barroca. La iglesia juega un papel muy importante en la vida rioplatense; la expulsión de los jesuitas ha significado sin duda un cambio de peso en esa situación; sin embargo, es el historiador, a dos siglos de los contemporáneos del episodio, quien advierte mejor las consecuencias. Pese a dicho cambio, la iglesia y las órdenes siguen siendo organismos poderosos; estas últimas, gracias a la avidez con que se lanzan sobre el vacío dejado por los expulsados logran heredar una parte –aunque pequeña– de su poder y prestigio. Por otra parte basta recoger el testimonio de una muy perspicaz observadora de la vida porteña en el primer decenio del siglo XIX (que habiéndola conocido desde adentro la observaba ya desde la perspectiva aportada por la secularización posrevolucionaria) para advertir cómo el tono sustancialmente eclesiástico de toda la vida pública permanece inalterado hasta la revolución: fiestas y procesiones siguen escandiendo el ritmo anual de la vida colectiva; la elección de superiores en los conventos apasiona a barrios enteros; si un ideal de piedad más apacible ha suprimido a los ensangrentados disciplinantes, el gusto por el espectáculo suntuoso se mantiene y las niñas vestidas de ángeles, “que es como visten las bailarinas ahora”, marchan por las calles en las procesiones, para embeleso de sus madres, y las familias gastan en esas funciones lo que no tienen. También las ceremonias de iglesia son enriquecidas por una imaginación amiga de lo aparatoso y sorprendente: falsas nubes de algodón y tela se abren para revelar a los fieles una viviente figura angélica, envuelta en gasa y dotada de vaporosas alas postizas, peligrosamente suspendida del techo del templo. Estos golpes de escena son apreciados por un público educado para ello, y el nombre de la ingeniosa devota a la que se deben goza de una celebridad nada efímera.[49]
En estas condiciones, sólo una adhesión estricta al estilo de devoción autoritaria aportado por la Contrarreforma explica que la iglesia controle la observancia de sus devociones con un rigor que el entusiasmo de sus fieles, devoto y profano a la vez, hace innecesario; de todos modos, un sabio pero no sencillo sistema de cédulas y recibos permite asegurar que todos cumplan el precepto pascual.
A este prestigio une la iglesia un poderío económico y social nada desdeñable: propiedades rústicas –sobre todo en el Interior, pero también en Santa Fe y Buenos Aires– y fundos urbanos y suburbanos que exigen para su mantenimiento tropas de esclavos (en la ciudad de Córdoba son las congregaciones las mayores propietarias de negros) dan a los cuerpos eclesiásticos un indiscutible arraigo en la realidad económica virreinal. A él deben también una parte de su influjo social: en torno de los conventos se mueve una densa clientela plebeya, no necesariamente indigente, pero a menudo colocada al margen, y no sólo al margen, de la mala vida. La posesión por parte de las órdenes de inmunidades casi siempre mal definidas, que son motivo de eternas disputas con el poder civil pero aseguran protección relativamente eficaz frente a este, mantiene la cohesión de estos grupos.[50]
De este modo, en esa sociedad rígidamente jerarquizada, la iglesia y las órdenes aseguran un contacto inesperadamente estrecho entre lo más alto y lo más bajo de esa jerarquía. Esa contracara plebeya que presenta la sociedad virreinal rioplatense es también típicamente barroca: el desgarrado estilo de vida popular, y en primer término la insolencia de la plebe urbana, son rasgos que la metrópoli conoce muy bien y que en las ciudades litorales se acentúan porque la extrema facilidad de la vida hace a la plebe menos dependiente de los grupos más prósperos y le permite gozar más libremente de la situación del paria que acepta su destino. Es la abigarrada multitud sin oficio, son las mujeres que no tejen como en el norte lanas y algodones, que viven también ellas en la calle, es la muchedumbre de vagos y vendedores ambulantes que pulula en los fosos secos de la fortaleza de Buenos Aires, donde el señor virrey intenta como puede reproducir el estilo de la corte madrileña. Esa humanidad sobrante, demasiado numerosa en ciudades ellas mismas demasiado populosas para sus funciones, alarmó justamente –ya lo hemos visto– tanto a los celosos funcionarios de la corona como a nuestros primeros economistas, que deploraban sobre todo el derroche de una fuerza de trabajo demasiado escasa. Pero la excesiva concentración urbana, propia por otra parte de las sociedades ganaderas, se traduce por el momento en este rincón austral en la imagen muy hispánica de una plebe andrajosa, despreocupada y alegre.
Así, aun en esas ciudades litorales más tocadas por la renovación económica, esta parecía todavía incapaz de lograr transformaciones importantes en la sociedad y el estilo de vida. Sin embargo, la economía influía aún, de modo más secreto, en esas transformaciones. El surgimiento de posibilidades económicas cada vez más amplias, abiertas a una población incapaz de crecer con el mismo ritmo, imponía a esta expandirse cada vez más en un territorio demasiado vasto, ocupándolo de modo cada vez más tenue. Sesenta años antes de que Sarmiento propusiese la primera formulación clásica sobre los efectos que tenía la escasez de población sobre el estilo de vida rioplatense, el obispo de Córdoba San Alberto llegaba a conclusiones que anticipaban en lo esencial las de Facundo: la falta de población densa llevaba a una suerte de disolución de los lazos sociales, cuyas consecuencias lo alarmaban sobre todo en el aspecto político y religioso.[51] El obispo cordobés tenía ante sus ojos principalmente su diócesis, cuya población rural era más densa que la del Litoral; en la campaña de esta última región la escasez de población y la rapidez del progreso económico se unían para alcanzar las consecuencias más extremas.
Ya hemos visto cómo incidían esos factores en las costumbres sexuales del Litoral ganadero; de hecho la estructura familiar metropolitana –y también la vigente en el Interior, de la que sabemos muy poco– era imposible de mantener en esos grupos humanos reunidos de modo inestable en torno a la estancia. Una consecuencia de ello es el carácter más masculino de la sociedad litoral respecto de la del Interior; acaso por herencia indígena, perpetuada gracias a la participación de las mujeres en actividades económicamente importantes (en la agricultura; sobre todo en la artesanía doméstica), la vida del Interior estaba marcada por una gravitación femenina más intensa que en la metrópoli: la guerra de Independencia, las guerras civiles nos mostrarán a mujeres encabezando batallones y acaudillando a campesinos (aunque nunca alcanzarán establemente nivel de caudillos provinciales);[52] esta participación tan activa en la vida pública prolonga la que tienen tradicionalmente en la vida económica: recorriendo los libros notariales de ese rincón perdido de Catamarca que es Santa María se advierte cómo la propiedad de la tierra se halla (sobre todo para los pequeños propietarios más pobres) en manos predominantemente femeninas; todavía para mediados del siglo XIX ese admirable observador que fue Martín de Moussy iba a descubrir cómo, a medida que marchaba hacia el Interior, hallaba cada vez más frecuentemente a las mujeres atendiendo las tiendas; desde la masculina Buenos Aires hasta Santa Fe, Córdoba y Salta la progresión era evidente.
En el Litoral no se daba nada de eso: aquí las mujeres del pueblo no son adictas al huso y al telar; además, en la campaña, estas son singularmente escasas. Pero esa mayor masculinidad (vinculada por una parte a la incorporación más segura a una economía de mercado, que marginaba las actividades artesanales de consumo doméstico, y por otra a la agrupación de los pobladores de acuerdo con necesidades inmediatas de la economía ganadera) era acaso la menos importante СКАЧАТЬ