Algo de todo. Juan Valera
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Название: Algo de todo

Автор: Juan Valera

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 4057664112040

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СКАЧАТЬ cinco meses pasé en mi lugar, y en este tiempo mudé por completo de parecer, respecto al libro del Sr. Guijarro. No me quedaba excusa para no escribir el artículo. Estaba persuadido de que si la cordobesa que yo pintase no era un tipo sui generis, era porque yo no sabía pintar lo que estaba viendo de un modo claro. Me decidí, pues, desde entonces a hacer esta pintura, confesando con ingenuidad que, si no sale original y nueva, la culpa será mía y no del modelo.

      Una cosa me turba aún y dificulta mi propósito. Al ver y tratar a la cordobesa del día, acuden a mi imaginación las ya casi borradas especies que desde mi niñez y primera juventud, harto lejanas por desgracia, dormían o estaban sepultadas en mi mente, de la cordobesa del primer tercio de este siglo. La disparidad entre el recuerdo y la impresión presente me confunden un poco. El tipo cordobés femenino no ha desaparecido, pero ha habido cambio, si bien el cambio no ha sido de lo castizo a lo exótico. El cambio ha sido por interior desenvolvimiento de la propia esencia de la mujer cordobesa, la cual, como todas las esencias inmortales, permanece en su fundamento sustancial, si bien adquiere nuevas formas y nuevos accidentes. La cordobesa de este momento histórico no es la cordobesa del momento histórico anterior; pero es siempre la cordobesa, y siempre sigue realizando su esencia, como cada hija de vecina, exteriorizando la idea típica suya propia, y presentando diverso aspecto, en cada una de las diversas evoluciones con que la exterioriza.

      Veo que me encumbro demasiado, y voy a descender y a hablar con más llaneza, dejando los raptos filosóficos para mejor ocasión.

      Hoy se me presenta la cordobesa a la vista tal como es, mientras que la memoria me la retrae tal como era treinta o cuarenta años ha. De aquí se origina cierta confusión, algo como una antinomía; pero, si bien se estudia la antinomía, se resolverá con poco trabajo en una síntesis suprema. Esta síntesis, si acertase yo a crearla, sería un artículo primoroso. Es más: sin esta síntesis no es posible el artículo, porque yo no voy a pintar a la cordobesa muerta, parada, estacionaria, inerte, fósil, sino a la cordobesa viva, en movimiento, en desarrollo, en progreso; desenvolviéndose, no con prestado impulso, sino según las leyes propias de su gran ser y de su rico y generoso organismo.

      Para adquirir el concepto total de la cordobesa es menester estudiarla en sus diferentes clases y estados: desde la gran señora hasta la mujer del rudo ganapán, desde la niña hasta la anciana, desde la hija de familia hasta la madre o la abuela; y verla y visitarla, ya en la antigua y espléndida capital del Califato; ya en la Sierra, al Norte del Guadalquivir, abundante en minas y en dehesas selváticas y esquivas; ya en la campiña ubérrima, donde hay lugares populosos y hasta lindas ciudades, y donde la riqueza, el bienestar y la cultura son mayores. Pero si fuésemos analizando y examinando por separado todas estas cosas, no tendría fin ni término nuestro artículo; y así conviene tocar sólo puntos capitales, y resumir y cifrar en dos o tres tipos todo lo que hay en la cordobesa de más característico y propio.

      Claro está que en la provincia de Córdoba hay damas ricas, que han estado o están en Madrid, que tal vez han ido a Baden o a Biarritz algún verano; que hablan francés, que han paseado en el bosque de Boulogne, que conocen acaso varias cortes extranjeras, que leen las novelas de Jorge Sand y los versos de Lamartine en la misma lengua en que se escribieron, y que se visten con Worth, con Laferrière, con la Honorina o con la Isolina. En todas estas damas subsiste aún la esencia de la mujer cordobesa; pero sería menester ahondar y penetrar demasiado para descubrir esa esencia al través de tantos aditamentos extraños y de tantas exterioridades postizas. Busquemos, pues, a la genuina cordobesa donde no tengamos necesidad de profundizar o de eliminar para hallarla: busquémosla en la lugareña, ya sea rica, ya pobre; ya señora, ya criada.

      La lugareña es en extremo hacendosa. Por pobre que sea, tiene la casa saltando de limpia. Los suelos, de losa de mármol, de ladrillo o de yeso cuajado, parecen bruñidos a fuerza de aljofifa. Si el ama de la casa goza de algún bienestar, resplandecen en dos o tres chineros el cristal y la vajilla; y en hileras simétricas adornan las paredes de la cocina peroles, cacerolas y otros trastos de azófar o de cobre, donde puede uno verse la cara como en un espejo.

      La cordobesa es todo vigilancia, aseo, cuidado y esmerada economía. Nunca abandona las llaves de la despensa, de las alacenas, arcas y armarios. En la anaquelería o vasares de la despensa suele conservar, con próvida y rica profusión, un tesoro de comestibles, los cuales dan testimonio, ya de la prosperidad de la casa; ya de lo fértil de las fincas del dueño, si son productos indígenas y, como suele decirse, de la propia crianza y labranza; ya de la habilidad y primor de la señora, cuyo trabajo ha aumentado el valor de la primera materia con alguna preparación o condimento. Allí tiene nueces, castañas, almendras, batatas, cirolitas imperiales envueltas en papel para que se pasen, guindas en aguardiente, orejones y otras mil chucherías. Los pimientos picantes, las guindillas y cornetas y los ajos, cuelgan en ristras al lado del bacalao, en la parte menos pulcra. En la parte más pulcra suele haber azúcar, café, salvia, tila, manzanilla, y hasta té a veces, que antes sólo en la botica se hallaba. Del techo cuelgan egregios y gigantescos jamones; y, alternando con esta bucólica manifestación del reino animal, dulces andregüelas invernizas, uvas, granadas y otras frutas. En hondas orzas vidriadas conserva la señora lomo de cerdo en adobo, cubierto de manteca; pajarillas, esto es, asaduras, riñones y bazo del mismo cuadrúpedo; y hasta morrillas, alcauciles, setas y espárragos trigueros y amargueros; todo ello tan bien dispuesto, que basta calentarlo en un santiamén para dar una opípara comida a cualquier huésped que llegue de improviso.

      La matanza se hace una vez al año en cada casa medianamente acomodada; y en aquella faena suele lucir la señora su actividad y tino. Se levanta antes que raye la aurora, y rodeada de sus siervas dirige, cuando no hace ella misma, la serie de importantes operaciones. Ya sazona la masa de las morcillas, echando en ella, con rociadas magistrales y en la conveniente proporción, sal, orégano, comino, pimiento y otras especias; ya fabrica los chorizos, longanizas, salchichas y demás embuchados.

      La mayor parte de esto se suspende del humero en cañas o barras largas de hierro, lo cual presta a la cocina un delicioso carácter de suculenta abundancia. Casi siempre se reciben en invierno las visitas en torno del hogar, donde arde un monte de encina o de olivo y pasta de orujo, bajo la amplia campana de la chimenea. Entonces, si el que llega mojado de la lluvia o transido de frío, ya de la calle, ya del campo, alza los ojos al cielo para darle gracias por hallarse tan bien, se halla mucho mejor y tiene que reiterar las gracias, al descubrir aquella densa constelación de chorizos y de morcillas, cuyo aroma trasciende y desciende a las narices, penetra en el estómago y despierta o resucita el apetito. ¡Cuántas veces le he saciado yo, estando de tertulia, por la noche, en torno de uno de estos hogares hospitalarios! Tal vez la misma señora, tal vez alguna criada gallarda y ágil, descolgaba con regia generosidad una o dos morcillas, y las asaba en parrillas sobre el rescoldo. Comidas luego con blanco pan, con un traguito de vino de la tierra, que es el vino mejor del mundo, y en sabrosa y festiva conversación, sabían estas morcillas a gloria.

      Es injusta la fama cuando asegura que se come mal por allí. En mi provincia hay un sibaritismo rústico que encanta. Bien sabe mi paisana estimar, buscar y servir en su mesa las mejores frutas, empezando por la que se cría en su heredad, mil veces más grata al paladar y más lisonjera para el amor propio que la tan celebrada del cercado ajeno. Ni carece tampoco, en la estación oportuna, de cerezas garrafales de Carcabuey, de peras de Priego, de melones de Montalvan, de melocotones de Alcaudete, de higos de Montilla, de naranjas de Palma del Río, y aun de aquellas únicas ciruelas, que se dan sólo en las laderas del castillo de Cabra; ciruelas, dulces como la miel, que huelen mejor que las rosas. En cuanto a las uvas, no hay que decir que son mejores ni peores en ninguna parte, porque son excelentes en todas: y las hay lairenes, pedrojiménez, negras, albillas, dombuenas de corazón de cabrito, moscateles, baladíes, y de otros mil linajes o vidueños.

      Las aceitunas no ofrecen menor variedad: manzanillas, picudas, reinas, gordales, y qué sé yo cuántas otras. La mujer cordobesa se vale para prepararlas de mil ingeniosos métodos y de mil aliños sabrosos; pero, ya estén las aceitunas partidas o enteras, rellenas u СКАЧАТЬ