Название: Sí sé por qué: Novela
Автор: Felipe Trigo
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4057664156747
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A mí apenas si el espectáculo de algunos buques que cruzan logra distraerme un rato en la batería de gemelos que formamos en las bordas. Mis nervios se aplacan. Parece de corcho mi cerebro. La mayor parte del tiempo la paso tendido en el canapé, contemplando el juego de las olas.
Sin que pueda decir que estoy mal entre los compañeros, estoy mejor cuando me dejan y se llevan á Placer. Se encuentra irritada por mis desaires, aunque yo, gentil siempre que me habla, procuro suavizarlos. No he vuelto á comer con ellos. Una circunstancia favoreció mi disculpa de descortesías en el propósito: la mesa, de cinco asientos, no lo habría tenido para el húsar; calculé, pues, que me bastaría concurrir un par de días al restorán, á pretexto de mi régimen, así dando tiempo á que pudiera sustituirme el pobre mareado; y, efectivamente, al tornar al comedor, el mayordomo me indicó otra vacante en otra mesa de un viejo matrimonio alemán y de un marino bonaerense. Locuacísimo el marino, con unas patillas y una afable distinción del tiempo de Churruca, no me habla, al menos, de mujeres. Sabe idiomas, y cancillerescamente reparte su conversación conmigo y con los alemanes; pero su propia galantería de gentleman, que tiene que atender á todos, me libra pronto de él en la cubierta.
Yo, entonces, me aislo en un rincón y observo la gente del pasaje. El Victoria Eugenia es el mejor trasatlántico que navega en esta línea. Vienen muchos franceses, y principalmente familias uruguayas y argentinas que regresan de sus visitas europeas á todo rumbo de dinero. Anteanoche un señor del Plata dió quinientos pesos en la rifa de una Virgen que no sé quién organizó. No hay nadie á quien mi nuevo compañero de mesa no conozca. El solo llena de ceremoniosas reverencias las tertulias y los bailes. Toca el piano y la flauta, hace prestidigitaciones, inventa juegos de prendas, y lo mismo se pone á conversar con el segundo maquinista que con un ex presidente de la República de su país, y con la ex presidenta y las hijas, que traen la mejor cámara del barco, y que han sido en Madrid agasajadísimos. Algo anticuado el joven teniente de fragata, sin duda, en materia coreográfica anda aún por rigodones, y en lecturas por Balzac y Víctor Hugo.
Paréceme que sus mismos compatriotas, picados de snobismo al regresar del viejo mundo, le miran con la condescendencia que á un niño candoroso. Mientras él retóricamente trata de ensalzarles á las damas las figuras de Cuasimodo ó Juan Valjuán, ellas se distraen hablando del tango, de Wagner, de los apaches de París..., y, sobre todo, de lo que constituye la última atracción de escándalo europeo: del crimen de la Montsalvato. Traen diarios é ilustraciones, y se desquitan leyendo y discutiendo á bordo cuanto no tuvieron tiempo de saborear en tierra á su placer. Los grabados de la «tristemente célebre condesa» circulan. Se admira su beldad. Una de las más bonitas mujeres de Italia y la más perversa del mundo. Creen que ya la habrán cogido, y que se la ahorcará con el amante. Aguardan impacientes, para tener noticias, la escala de Canarias. Sin embargo, se asedia al capitán, por si radiográficamente pillase algo del suceso.
Me aburro, oyendo en todas partes hablar del crimen; y lejos de esta cubierta de joyas y elegancias, como la vasta galería de un balneario, me hundo en las encrucijadas del barco buscándome á mí mismo.
Más que por la impulsión invencible de pensar y sentir tristezas, según antes me pasaba, diríase que voluntariamente busco ahora el pensarlas y el sentirlas por el hábito de que no quiero prescindir. Ellas han constituído durante dos años mi existencia, y sin ellas parézcome vacío... sin rumbo en la vida, sin objeto.
Porque la verdad, la misma impulsión bestial que, desde que duermo y como, siento á veces ante las provocaciones de Placer, me abochorna hasta el extremo de preferir, incluso con su cohorte de penas desoladas, la orgánica aversión sensual de mi maldita neurastenia. Triste es tener que prescindir de la integridad del amor de las mujeres; pero más triste es tener que aceptarlas en su cercenada realidad de lascivos mecanismos. Los hombres no hemos sabido formarlas el alma todavía.
O mejor dicho, dejar de deformársela. Ejemplo de ello lo llevamos en esta miniatura del mundo que viene á ser el buque. Por eso me place, con amarga complacencia, bajar á la cámara de tercera y ver cuán cerca van unas de otras las pobres torturadas que forman como los símbolos de extrema oposición en el martirio de las vidas femeninas. Son, por una parte, cinco religiosas italianas que irán á hospitales ó colegios argentinos; por otra, y en patrullas diferentes, un sucio rebaño de prostitutas francesas y austriacas que irán á Buenos Aires.
Símbolos, sí, del social absurdo. Representan lo que se tiende á hacer con todas las mujeres de un modo indefectible. Se las parte, y no hay término medio para ellas. O lo espiritual, en un calvario de renunciaciones, ó lo animal, en plena desvergüenza.
Estoy contemplando en el entrepuente el grupo de asustada y blanca sumisión que á un lado componen las monjas; el grupo de descaro arlequinesco que al otro lado componen las rameras.
¡Horrible! Apartados en polarización inconciliable el beso del espíritu y el beso de los labios; rotos el amor del cielo y de la tierra para el amor del hombre y la mujer..., como si la angélica inocencia de los niños no se besase con los labios..., como si las madres no dieran á sus hijos con los labios los besos de la gloria.
Lloro por todas las desgraciadas prostitutas y monjas de la tierra, y me ahoga, me sofoca la piedad.
Pero... otra escena se me ofrece en estos fondos del fastuoso trasatlántico donde llevamos confinados los horrores. Baja de la cubierta de emigrantes una pobrísima familia; la madre, la hija mayor y un niño de quince años, transportan, como preciosas cargas que pudieran dejar caer en la verticalidad de la escalilla, á otros niños más pequeños; la joven es bonita, y mira tímida en su torno. Pasan como en fuga junto al escándalo de burdel de las rameras, y tras el amparo de las monjas buscan el escondite de unos fardos. Al poco llega un mozo de limpieza, besa á los chiquillos y repárteles fiambres; se va inmediatamente, y la familia come, apretada en el amoroso miedo de ella misma. Los circunda una aureola de honradez. Viéndolos comer la escudilla de las sobras, y pensando en los festines de mi mesa y en lo que la bruta de Placer traga á todas horas, siento que las lágrimas del alma se me vierten por los ojos.
Y el rubor me aleja de las gentes; porque el llanto debe ser una cosa vergonzosa en un mundo donde la impudencia de una mujer se paga con brillantes y la virtud de otra con miseria y con limosnas.
Voy enjugándome las lágrimas, y alguien me tropieza: el mozo de antes, que al salir de un camarote con dos cubos, me vierte un poco de agua. Pensando que soy francés porque no contesto, discúlpase en francés; no respondo, y háblame en inglés, al tiempo que se apresura á limpiarme con un paño. Al incorporarse y oir mi neto madrileño, cree reconocerme. Resulta un antiguo acomodador de la Princesa. Charlamos. Se expresa discretamente. Es perito comercial; pero sin influencias para colocarse, y abrumado por los hijos, atendió á la urgencia de ganarse una peseta como pudo. La familia que he visto es la suya. Emigran, y él ha logrado del sobrecargo este puesto eventual en el servicio, que le permite sacar algunas propinillas y restos de las mesas para librar del rancho á su mujer y á los pequeños.
Está flaco; está enfermo. Punto menos que á la fuerza le hago aceptar un billete de diez duros, y llora y quiere besarme las manos... Nos interrumpe una austriaca que viene medio desnuda, de bañarse. Es una de las rameras, grande, de senos lacios, casi vieja y casi horrible. Entra en el camarote y le reclama al mozo los cubos de agua con despótico ademán.
Yo parto, ocultando mi dolor; el infeliz sirviente СКАЧАТЬ