La buena hija. Karin Slaughter
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Название: La buena hija

Автор: Karin Slaughter

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Suspense / Thriller

isbn: 9788491391845

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СКАЧАТЬ Quinn no la llamaban Gamma porque de pequeña le costara pronunciar la palabra «mamá», sino porque tenía dos doctorados, uno en física y otro en una materia igual de sesuda de la que Samantha nunca se acordaba pero que, según creía, tenía algo que ver con los rayos gamma. Su madre había trabajado para la NASA y luego en el Fermilab, en Chicago, hasta que decidió regresar a Pikeville para hacerse cargo de sus padres moribundos. Si existía una historia romántica acerca de cómo Gamma renunció a su prometedora carrera científica para casarse con un abogado de pueblo, Samantha nunca la había oído.

      —Mamá. —Charlotte se sentó a la mesa con la cabeza entre las manos—. Me duele el estómago.

      —¿No tienes deberes? —preguntó Gamma.

      —De química. —Charlotte levantó la mirada—. ¿Puedes ayudarme?

      —No es astrofísica. —Gamma echó los espaguetis en la cazuela de agua fría que había sobre el fogón. Giró el mando para encender el gas.

      Charlotte cruzó los brazos por debajo de la cintura.

      —¿Qué quieres decir: que como no es astrofísica debería ser capaz de hacerlos yo sola o que tú solo sabes de astrofísica y por tanto no puedes ayudarme?

      —Hay demasiadas subordinadas en esta frase. —Gamma prendió una cerilla para encender el fuego. Su súbito silbido chamuscó el aire—. Ve a lavarte las manos.

      —Creo que te he hecho una pregunta válida.

      —Ahora mismo.

      Charlotte gruñó melodramáticamente al levantarse de la mesa y echó a andar fatigosamente por el largo pasillo. Samantha oyó que se abría una puerta y que acto seguido se cerraba. Luego oyó abrirse y cerrarse otra.

      —¡Jopé! —gritó Charlotte.

      Había cinco puertas en el largo pasillo, todas ellas colocadas ilógicamente. Una conducía a un sótano sórdido. Otra, a un armario. Otra, la del medio, daba inexplicablemente al minúsculo dormitorio de la planta baja en el que había muerto el granjero. Otra conducía a la despensa. La restante era la del cuarto de baño y, a pesar de que llevaban dos días en la granja, ninguna de las tres era capaz de recordar a largo plazo dónde se hallaba.

      —¡La encontré! —anunció Charlotte, como si hubieran estado esperando con el alma en vilo.

      —Dejando a un lado la gramática —comentó Gamma—, algún día será una excelente abogada. Espero. Si no le pagan por discutir, no le pagarán por nada.

      Samantha sonrió al pensar en su hermana, tan chapucera y desordenada, vistiendo chaqueta de traje y portando un maletín.

      —¿Y yo? ¿Qué voy a ser?

      —Lo que quieras, mi niña, pero no aquí.

      Aquel tema salía a relucir cada vez con más frecuencia últimamente: el deseo de Gamma de que Samantha se marchara, huyera de allí, de que se dedicara a cualquier cosa menos a lo que solían dedicarse las mujeres de Pikeville.

      Gamma nunca había encajado entre las madres de Pikeville, ni siquiera antes de que el trabajo de su marido las convirtiera en unas apestadas. Vecinas, maestras, gente de la calle, todo el mundo tenía su opinión acerca de Gamma Quinn y rara vez era positiva. Era más lista de la cuenta. Era una mujer difícil. No sabía cuándo mantener el pico cerrado. Se negaba a integrarse.

      Cuando Samantha era pequeña, a su madre le había dado por correr. Como le sucedía con todo, se había aficionado al deporte mucho antes de que se pusiera de moda. Corría maratones los fines de semana y hacía gimnasia delante del televisor viendo vídeos de Jane Fonda. Pero no eran únicamente sus proezas deportivas lo que exasperaba a la gente. Era imposible derrotarla al ajedrez, al Trivial Pursuit o incluso al Monopoly. Se sabía todas las preguntas de los concursos televisivos. Sabía cuándo usar «le» y cuándo usar «lo». No soportaba las imprecisiones. Despreciaba la religión organizada. Y, en las reuniones sociales, tenía la extraña costumbre de ponerse a hablar de datos rocambolescos.

      «¿Sabíais que los pandas tienen los huesos de las muñecas más grandes de lo normal?».

      «¿Sabíais que las vieiras tienen varias filas de ojos a lo largo del manto?».

      «¿Sabíais que el granito del interior de la Estación Central de Nueva York emite más radiación que la que se considera aceptable en una planta nuclear?».

      Que Gamma estuviera contenta, que disfrutara de la vida, que estuviera orgullosa de sus hijas y quisiera a su marido, todo eso eran fragmentos de información aislados e inconexos dentro de ese puzle de mil piezas que era su madre.

      —¿Por qué tarda tanto tu hermana?

      Samantha se recostó en su silla y miró por el pasillo. Las cinco puertas seguían cerradas.

      —A lo mejor se ha ido por el desagüe.

      —En una de esas cajas hay un desatascador.

      Sonó el teléfono, el nítido tintineo de una campanilla dentro del anticuado teléfono de disco colgado de la pared. En la otra casa tenían un teléfono inalámbrico y un contestador que registraba todas las llamadas entrantes. La primera vez que Samantha oyó la palabra «joder» fue en el contestador. Estaba con su amiga Gail, de la casa de enfrente. Estaba sonando el teléfono cuando entraron por la puerta delantera, pero no le dio tiempo a contestar y la máquina hizo los honores.

      «Rusty Quinn, voy a joderte la vida, chaval. ¿Me has oído? Voy a matarte y a violar a tu mujer y a arrancarles la piel a tus hijas como si estuviera desollando a un puto ciervo, pedazo de mierda hijo de puta».

      El teléfono sonó una cuarta vez. Y una quinta.

      —Sam —dijo Gamma en tono severo—. No dejes que conteste Charlie.

      Samantha se levantó de la mesa, refrenándose para no decir «¿Y yo qué?». Levantó el teléfono y se lo acercó a la oreja. Metió automáticamente la barbilla y apretó los dientes como si se preparara para encajar un puñetazo.

      —¿Diga?

      —Hola, Sammy-Sam. Pásame con tu madre.

      —Papá —dijo Samantha con un suspiro, y entonces vio que Gamma le hacía un gesto negando con la cabeza—. Acaba de subir a darse un baño. —De pronto cayó en la cuenta de que era la misma excusa que le había dado horas antes—. ¿Quieres que le diga que te llame?

      —Parece que nuestra Gamma se preocupa mucho por su higiene últimamente —comentó Rusty.

      —¿Desde que se quemó la casa, quieres decir? —Las palabras se le escaparon antes de que pudiera morderse la lengua.

      El agente de su seguro de hogar no era el único que culpaba a Rusty Quinn del incendio.

      Su padre se rio.

      —Bueno, te agradezco que no hayas hecho ese comentario hasta ahora. —Se oyó el chasquido de su encendedor al otro lado de la línea. Por lo visto, su padre había olvidado que había jurado sobre la Biblia que iba a dejar de fumar—. Oye, cielo, dile a Gamma cuando salga de la bañera que voy a decirle al sheriff que os mande un coche.

      —¿Al СКАЧАТЬ