Название: La buena hija
Автор: Karin Slaughter
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Suspense / Thriller
isbn: 9788491391845
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Un grito espeluznante interrumpió sus palabras.
—¡Socorro! —gritó una mujer—. ¡Ayúdennos, por favor!
Charlie pestañeó.
El pecho de Gamma saltando en pedazos.
Pestañeó otra vez.
La sangre brotando de la cabeza de Sam.
«¡Corre, Charlie!».
Salió del aula antes de que Huck pudiera detenerla. Sus piernas se movían como pistones. Su corazón latía con violencia. Sus deportivas se agarraban al suelo encerado, y sin embargo tenía la sensación de que la tierra rozaba sus pies descalzos, de que las ramas de los árboles fustigaban su cara, de que el miedo se le enroscaba en el pecho como un rollo de alambre de espino.
—¡Socorro! —gritó de nuevo la mujer—. ¡Por favor!
Huck la alcanzó cuando dobló la esquina. Charlie solo vio una figura indistinta que corría a su lado cuando su visión volvió a estrecharse, enfocando a las tres personas que había al fondo del pasillo.
Los pies de un hombre apuntaban al techo.
Detrás de él, a su derecha, se veían otros pies, más pequeños, separados sobre el suelo.
Zapatos rosas. Con estrellas blancas en las suelas. Y luces que se encendían al caminar.
Arrodillada junto a la niña, una mujer mayor se mecía adelante y atrás, gimiendo.
Charlie también sintió el impulso de gemir.
La sangre había salpicado las sillas de plástico que había frente a la oficina, había manchado las paredes y el techo, se había extendido por el suelo.
Aquella carnicería le resultaba tan familiar que una especie de embotamiento se apoderó de sus miembros. Aflojó el paso hasta dejar de correr y siguió caminando enérgicamente. No era la primera vez que veía aquello. Sabía que más tarde puedes meterlo todo en un estuchito bien cerrado; que puedes seguir con tu vida a condición de no dormir demasiado, no respirar más de lo preciso, no vivir en exceso para que la muerte no vuelva a buscarte de una vez por todas.
En algún lugar se abrieron de golpe unas puertas. Se oyó el retumbar de unas pisadas por los pasillos. Voces. Chillidos. Llantos. Alguien gritaba, pero Charlie no entendía las palabras. Estaba sumergida. Su cuerpo se movía despacio, sus piernas y brazos flotaban, pugnando contra una gravedad excesiva. Su cerebro catalogaba en silencio todo aquello que su conciencia se negaba a ver.
El señor Pinkman estaba tendido boca arriba. Tenía la corbata azul echada sobre el hombro. La sangre se había extendido desde el centro de su camisa blanca. Tenía abierta la cabeza por el lado izquierdo y la piel colgaba como jirones de papel alrededor del cráneo blanco. Había un profundo agujero negro donde debía estar su ojo derecho.
La señora Pinkman no estaba junto a su marido. Era la mujer que gritaba. La mujer que había dejado de gritar bruscamente. Acunaba la cabeza de la niña en su regazo al tiempo que oprimía contra su cuello una sudadera de color azul pastel. La bala había desgarrado algún órgano vital. Las manos de la señora Pinkman estaban teñidas de rojo. La sangre había convertido el diamante de su alianza en el hueso de una cereza.
A Charlie le fallaron las piernas.
De pronto se halló en el suelo, junto a la niña.
Se estaba viendo a sí misma tendida en el suelo del bosque.
¿Doce? ¿Trece años?
Las piernecillas delgadas. El cabello corto y negro, como el de Gamma. Las pestañas largas, como las de Sam.
—Ayuda —musitó la señora Pinkman con voz ronca—. Por favor.
Charlie estiró los brazos sin saber qué tocar. La niña movió los ojos y luego, de pronto, los fijó en ella.
—No pasa nada —le dijo Charlie—. Vas a ponerte bien.
—Antecede a este cordero, oh, Señor —rezó la señora Pinkman—. No te apartes de ella. Date prisa en socorrerla.
«No vas a morirte», pensó Charlie frenéticamente. «No vas a rendirte. Acabarás el instituto. Irás a la universidad. Te casarás. No dejarás un desgarro en tu familia, donde antes estaba tu amor».
—Apresúrate a guiarme, oh, Señor, mi salvación.
—Mírame —le dijo Charlie a la niña—. Vas a ponerte bien.
Pero la niña no iba a ponerse bien.
Sus párpados aletearon. Sus labios azulados se abrieron. Dientes pequeños. Encías blancas. La puntita rosa de su lengua.
Poco a poco, el color comenzó a abandonar su semblante. Charlie se acordó de cómo descendía el invierno sobre la montaña; de cómo las hojas rojas, naranjas y amarillas se volvían de color ámbar y después pardo, y de cómo empezaban a caer, de modo que, cuando los gélidos dedos del frío alcanzaban las colinas de las afueras de la ciudad, todo estaba ya marchito.
—Dios mío —sollozó la señora Pinkman—. Angelito. Pobre angelito.
Charlie no recordaba haber cogido la mano de la niña, pero allí estaban sus deditos, entrelazados con los suyos. Tan pequeños y fríos como un guante perdido en el patio de recreo. Charlie vio cómo se aflojaban poco a poco, hasta que la mano de la niña cayó al suelo, inerte.
Había muerto.
—¡Código negro!
Charlie se sobresaltó al oír aquella voz.
—¡Código negro! —Un policía corría por el pasillo. Llevaba la radio en la mano y una escopeta en la otra. Su voz irradiaba pánico—. ¡Envíen refuerzos al colegio! ¡Al colegio!
Sus miradas se cruzaron un instante. El policía pareció reconocerla; luego, vio el cadáver de la niña. El horror y la pena crisparon sus facciones. Pisó con la puntera un charco de sangre. Resbaló. Cayó con violencia al suelo. De su boca escapó un soplido. La escopeta se le escapó de la mano y se deslizó por el suelo.
Charlie miró su mano, la mano con la que había sostenido la de la niña. Se frotó los dedos. La sangre era pegajosa, no como la de Gamma, que le había parecido resbaladiza como el aceite.
«Hueso blanco. Trozos de corazón y pulmón. Fibras de tendones, arterias y venas, y la vida derramándose por sus heridas».
Se acordaba de haber vuelto a la casa cuando todo acabó. Rusty pagó a alguien para que limpiara, pero quien fuese no hizo el trabajo a conciencia. Meses después, mientras buscaba un cuenco al fondo de un armario, encontró un trozo de un diente de Gamma.
—¡No! —gritó Huck.
Charlie levantó la vista, estupefacta por lo que tenía ante sus ojos. Por lo que había pasado por alto. Por lo que al principio no había sido capaz de entender, a pesar de que estaba teniendo lugar a menos de quince metros de distancia.
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