Название: Helter Skelter: La verdadera historia de los crÃmenes de la Familia Manson
Автор: Vincent Bugliosi
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9788494968495
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A Patchett le impresionó tan poco Manson que ni siquiera se molestó en redactar un informe de la conversación. De los nueve miembros de la Familia con los que hablaron los inspectores, solo uno mereció un memorándum. En torno a la una y media, aquella tarde, el teniente Burdick habló con una chica registrada con el nombre de Leslie Sankston. «Durante la conversación —apuntó Burdick— pregunté a la Srta. Sankston si estaba al corriente de la supuesta implicación de Sadie [Susan Atkins] en el homicidio de Gary Hinman. Contestó que sí. Pregunté si estaba al corriente de los homicidios del caso Tate y del caso LaBianca. Señaló que de los homicidios del caso Tate, sí, pero pareció desconocer el caso LaBianca. Le pregunté si tenía alguna información de personas de su grupo que pudieran estar implicadas en los homicidios del caso Tate o del caso LaBianca. Señaló que algunas “cosas” la empujaban a creer que alguien de su grupo podría estar implicado en los homicidios del caso Tate. Le pedí que explicara con más detalle esas “cosas”, [pero] ella rehusó señalar a qué se refería y afirmó que quería pensarlo por la noche, que estaba perpleja y no sabía qué hacer. Sí que me dijo que a lo mejor me lo contaba al día siguiente».
No obstante, a la mañana siguiente, cuando Burdick volvió a preguntarle, «afirmó que había decidido que no quería decir nada más sobre el asunto y la conversación se terminó».
Aunque las conversaciones no dieron ningún fruto, los inspectores del caso LaBianca sí que encontraron una posible pista. Antes de marcharse de Independence, Patchett pidió ver los efectos personales de Manson. Al registrar la ropa que llevaba Manson cuando lo detuvieron, Patchett observó que usaba cordones de cuero en los mocasines y también en los pespuntes de los pantalones. Patchett llevó muestras de las dos prendas a Los Ángeles para cotejarlas con el cordón utilizado para atar las manos de Leno LaBianca.
Un cordón de cuero es un cordón de cuero, le dijo en efecto la SID. Aunque los cordones eran similares, no había manera de saber si venían de la misma tira de cuero.
El LAPD y la LASO no tienen el monopolio de la envidia. En cierta medida hay envidia entre casi todos los cuerpos policiales, e incluso dentro de algunos de ellos. La División de Homicidios del Departamento de Policía de Los Ángeles es una sola sala, la 308, en la tercera planta de Parker Center. Aunque es amplia y de forma rectangular, no hay tabiques, solo dos largas mesas, y todos los inspectores trabajan en una u otra. Solo unos metros separaban a los inspectores del caso LaBianca de los del caso Tate.
Pero hay distancias psicológicas además de físicas, y, como se ha señalado, mientras que los inspectores del caso Tate eran en buena parte la «vieja guardia», los del caso LaBianca eran sobre todo los «jóvenes arrogantes». Por añadidura, al parecer había vestigios de resentimiento, que provenía del hecho de que a varios de los últimos, no de los primeros, les adjudicaron el último caso de gran atención mediática en Los Ángeles, el asesinato del senador Robert F. Kennedy por parte de Sirhan Sirhan. En resumidas cuentas, había cierta envidia. Y cierta falta de comunicación.
Por consiguiente, ningún inspector del caso LaBianca caminó esos pocos metros para decirles a los inspectores del caso Tate que estaban siguiendo una pista que podría relacionar los homicidios. Nadie informó al teniente Helder, a cargo de la investigación del caso Tate, de que fueron a Independence y hablaron con un tal Charles Manson, quien creían que estaba implicado en un asesinato sorprendentemente parecido, o de que estando allí, una de las seguidoras de Manson, una chica que se llamaba Leslie Sankston, admitió que alguien del grupo podría estar implicado en los homicidios del caso Tate.
Los inspectores del caso LaBianca siguieron por su cuenta.
Si Leslie Sankston —el nombre verdadero era Leslie Van Houten— hubiera cedido al impulso de hablar, podría haber contado a los inspectores muchas cosas sobre los asesinatos del caso Tate, pero aún más sobre los del caso LaBianca.
Pero para entonces Susan Atkins ya había hablado bastante por las dos.
El jueves 6 de noviembre, en torno a las cinco menos cuarto de la tarde, Susan se acercó a la cama de Virginia Graham y se sentó. Habían acabado el trabajo del día, y Susan/Sadie tenía ganas de hablar. Empezó a charlar sobre los viajes de LSD, el karma, las vibraciones buenas y malas y el asesinato de Hinman. Virginia la advirtió de que no hablara tanto: conocía a un hombre que fue condenado solo por lo que le contó al compañero de celda.
Susan contestó: «Sí, ya lo sé. No he hablado de esto con nadie más. Es que te miro y tienes algo, sé que puedo contarte cosas». Además, tampoco le preocupaba la policía. No eran tan buenos.
—Fíjate, ahora mismo hay un caso y andan tan despistados que no saben ni lo que está pasando.
—¿A qué te refieres? —preguntó Virginia.
—Al de Benedict Canyon.
—¿Benedict Canyon?¿No será el de Sharon Tate?
—Sí. —Aquí Susan pareció emocionarse. Soltó las palabras a todo correr—. ¿Sabes quién lo hizo, no?
—No.
—Bueno, la tienes delante.
—Lo dices de broma —dijo Virginia con voz entrecortada.
—Ajá —dijo solo Susan sonriendo41.
Después Virginia Graham no recordaría con exactitud cuánto tiempo hablaron, y calcularía que fueron entre treinta y cinco minutos y una hora, a lo mejor más. También reconocería estar confusa en cuanto a si hablaron de algunos detalles aquella tarde o en conversaciones posteriores, y en cuanto al orden en el que surgieron algunos temas.
Pero el contenido lo recordaba. Eso, afirmaría después, no se le olvidaría en la vida.
Primero hizo la gran pregunta:
—¿Por qué, Sadie?
—Porque —contestó Susan— queríamos cometer un crimen que asustara al mundo, al que el mundo tuviera que prestar atención—. ¿Pero por qué la casa de Tate? La respuesta de Susan fue escalofriante en su sencillez—: Está aislada.
El domicilio se escogió al azar. Conocieron al dueño, Terry Melcher42, el hijo de Doris Day, alrededor de un año antes, pero no sabían quién estaría allí, y no importaba. Una persona o diez, fueron allí preparados para cargarse a todo el mundo.
—En otras palabras —preguntó Virginia—, no conocías a Jay Sebring ni a nadie más.
—No —contestó Susan.
—¿Te importa que te haga preguntas? Es que tengo curiosidad.
A Susan no le importó. Le dijo a Virginia que tenía unos ojos marrones tiernos, y que si miras a través de los ojos de una persona le ves el alma.
Virginia le dijo a Susan que quería saber exactamente cómo fue. Añadió:
—Me muero de curiosidad.
Susan la complació. Antes de abandonar el rancho, Charlie les dio instrucciones. Se pusieron ropa oscura. También llevaron de repuesto para cambiarse en el coche. Condujeron hasta la verja, luego bajaron otra vez al pie de la colina en coche, aparcaron y subieron de nuevo andando.
—¿O sea que no fuiste solo tú? —interrumpió Virginia.
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