Название: Riverita
Автор: Armando Palacio Valdés
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
isbn:
isbn:
Hojeda levantó la cabeza turbado. Pocas cosas le molestaban tanto como verse aludido en este asunto de mujeres: por eso el socarrón del coronel lo hacía siempre que hallaba oportunidad.
–¡Yo!..... coronel..... ruego a V..... el matrimonio.....
–¡A buena parte va V., amigo Bembo!..... Hojeda es un egoistazo..... Más de veinte veces le he querido casar, y siempre me ha dado calabazas a la novia.
–Permítame V., Martinita—se apresuró a decir D. Facundo,—yo no he dado calabazas a nadie..... Estas son cosas muy graves, Martinita.....
–Hojeda no se casa—prosiguió la señora,—por no abandonar su vida de solterón egoísta. ¿Quién le quita a él de dar su paseíto por la mañana en el Retiro, su sermoncito por la tarde en las Calatravas o en la Encarnación, sus toros o novillos los domingos, etc., etc.?
–Sepamos lo que está comprendido en esas etcéteras, D. Facundo—manifestó el coronel.
Hojeda le miró con ira, y no contestó.
–Pero V. es otra cosa, coronel; V. es un hombre de mundo, menos arregladito que Hojeda, y puede hacer feliz a cualquier muchacha.
–Ya lo oye V., D. Facundo—dijo el coronel.—Los hombres arregladitos no pueden hacer felices a las muchachas.
–No, hombre, no; no quiero decir eso—manifestó doña Martina riendo…
Pero en aquel instante entraron en el comedor dos nuevos tertulios y se suspendió la conversación. Ninguno de los dos llegaría a veinticinco años: dieron la mano con gran confianza a los señores y besaron a los niños, lo cual testimoniaba su amistad con la familia de Rivera. El uno era delgado, pálido, ojos pequeños, bastante feo todo él, aunque vestido con gran pulcritud y elegancia: se llamaba Juan Romillo, hijo de un rico camisero de la calle del Príncipe: su padre le había destinado al foro, en el cual no había hecho grandes adelantos; en cambio desde muy niño había despuntado en el arte de vestirse y en el conocimiento pleno, absoluto, de cuantas noticias verdaderas o falsas corrían por la villa: en las casas donde él entraba no se leían los diarios noticieros, porque eran inútiles: a esto se reducía su ciencia y sus partes. El otro era un guapo chico, rubio, sonrosado, de barba rala e incipiente, ojos azules y húmedos, los labios siempre plegados con sonrisa tierna y humilde, los ademanes respetuosos sin ser encogidos. Había nacido en Cuba de una familia opulenta, que después se arruinó en el juego de Bolsa al establecerse en España. Era abogado también, como su amigo y condiscípulo Romillo, pero mucho más estudioso y aprovechado, lo cual era de necesidad, pues Romillo tenía en perspectiva una fortuna considerable, mientras él solamente la que adquiriese con su trabajo. Figuraba en la Academia de Jurisprudencia como orador de esperanzas, y había fundado en compañía de otros una sociedad para la abolición de la esclavitud, y otra para abolir las quintas y matrículas de mar. En estos asuntos de interés humanitario mostraba Valle (Arturo del Valle era su nombre) una actividad y un interés tan laudables como prodigiosos: el número de asambleas, o meetings, como se decía en los periódicos, y de banquetes que por su iniciativa se habían promovido, era incalculable; el de artículos y folletos que había escrito en apoyo de sus ideas generosas, tampoco podía apreciarse con exactitud. En estos folletos solía venir debajo del título, a modo de sello, un pésimo grabado representando un negrito de rodillas y aherrojado con las manos levantadas al cielo. En los banquetes figuraba también otro negrito, pero de carne y hueso: a los postres de estos festines humanitarios rara vez dejaba Valle de levantarse diciendo en voz alta y solemne:
–Se me dise, señore, que ahí afuera hay un hombre de coló que desea fraternisá con nosotros. ¿Tenéis inconveniente en que esta víctima de la injustisia sosial entre a saludaros?
–¡Que entre, que entre ahora mismo!—gritaba la asamblea como un solo hombre, presa de entusiasmo abolicionista.
Entonces Valle abría la puerta y sacaba de la mano al negrito, el cual se dejaba abrazar de todos los comensales entre vítores y aplausos. Y después se emborrachaba como cualquier blanco, y aun mejor algunas veces. Este personaje oportuno, que llegaba siempre por casualidad al final de los banquetes abolicionistas, andando el tiempo llegó a ser conocido en Madrid. La gente solía decir cuando pasaba por la calle: «Ahí va el negrito de Valle.»
Las ideas políticas de éste, aunque muy democráticas, estaban templadas por aquella eterna y dulce y amable sonrisa de que hemos hecho mención: esta sonrisa era el mejor salvo-conducto para entrar y ser bien acogido en todos los salones de la corte: gracias a ella, D. Bernardo Rivera, que no tenía pizca de demócrata ni abolicionista, se dignaba otorgarle su amistad protectora:—«Es un muchacho excelente—solía decir,—salvo sus ideas…; pero ya las irá modificando con el tiempo.» Con aquella sonrisa, beneficiada con acierto, se podía hacer una gran carrera.
Los dos pollos (como doña Martina los llamaba) fueron saludados con efusión por los presentes. D. Bernardo les entregó generosamente su mano, aunque sin perder un punto la gravedad que tan bien le sentaba. Al instante se entabló una conversación animadísima acerca de los asuntos que entonces embargaban la atención de la corte: uno de ellos era la llegada reciente del célebre tenor Mario. Romillo lo esclareció de un modo notabilísimo; entre otros datos importantes, hizo saber que Mario había dado orden a L'Hardy, el pastelero de la Carrera de San Jerónimo, de que no vendiese más botellas de champagne, pues probablemente necesitaría él las existencias que hubiese.
–¡Ave María purísima! ¿Pero se las va a beber todas?—exclamó cándidamente Hojeda.
–Sí señor—repuso gravemente Romillo.—Se bebe por término medio una docena de botellas todos los días.
–¡No haga V. caso, hombre!—exclamó doña Martina riendo.—Este Romillo siempre tiene ganas de bromas. Se las beberán entre él y sus amigachos.
Estaban a los postres. Romillo y Valle fueron invitados a tomar café y se sentaron a la mesa. Después del tenor Mario, versó la plática sobre los fusilamientos de algunos sargentos que se habían sublevado. Romillo dio acerca de este punto pormenores no menos interesantes: uno de los reos no había quedado muerto en el acto; se levantó pidiendo misericordia; el confesor trató de interponerse entre él y los cañones de los fusiles; pero el General que mandaba las tropas acudió, y alzando la espada lleno de cólera, le dijo:
–¡Padre cura, a su puesto, o le fusilo a V. en el acto!
–¡Qué horror!—exclamó Valle, poniendo los ojos en blanco y posándolos después blandamente sobre Eulalia.
–En efecto—dijo D. Bernardo,—es muy triste todo eso, pero de absoluta necesidad. ¿Dónde iríamos a parar si no se castigase con mano fuerte la rebelión?
–Que se castigue de otro modo señó; la pena de muerte debe ser proscrita de los códigos.
–No vayamos a las declamaciones, amigo Valle: la pena de muerte debe de subsistir mientras haya criminales que la merezcan. V. es muy joven, querido, y tiene las ideas generosas, pero irreflexivas, propias de la juventud. Cuando V. haya vivido más, verá que no puede gobernarse con el corazón, sino con la inteligencia.
–Tal ves sea lo que usté dise… pero yo no lo puedo remediá… ¡me causan horró todas las penas corporale!
Al pronunciar estas palabras sus labios estaban contraídos por una sonrisa de inefable dulzura, mientras sus ojos seguían mirando a la primogénita de Rivera.
D. Bernardo todavía se dignó contradecir otras cuantas veces al joven abolicionista, favor que éste supo apreciar en lo que valía, procurando СКАЧАТЬ