La de Bringas. Benito Pérez Galdós
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Название: La de Bringas

Автор: Benito Pérez Galdós

Издательство: Public Domain

Жанр: Драматургия

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СКАЧАТЬ la mano; que se somete a todo el que la quiero mandar, venga de donde viniere, y profesa el socialismo manso; que no entiende de ideas, ni de acción, ni de nada que no sea soñar y digerir».

      Vestía este caballero casi casi como un figurín. Daba gozo ver su extraordinaria pulcritud. Su ropa tenía la virtud de no ajarse ni empolvarse nunca y le caía sobre el cuerpo como pintada. Mañana y tarde, Pez vestía de la misma manera, con levita cerrada de paño, pantalón que parecía estrenado el mismo día y chistera reluciente, sin que este esmero pareciese afectado ni revelara esfuerzo o molestia en él. Así como en los grandes estilistas la excesiva lima parece naturalidad fácil, en él la corrección era como un desgaire bien aprendido. Llevaba a todas partes el empaque de la oficina, y creeríase que levita, pantalón y sombrero eran parte integrante de la oficina misma, de la Dirección, de la Administración, como en otro orden lo eran los volantes con membrete, el retrato de la Reina, los sillones forrados de terciopelo y los legajos atados con cintas rojas.

      Cuando hablaba, se le oía con gusto, y él gustaba también de oírse, porque recorría con las miradas el rostro de sus oyentes para sorprender el efecto que en ellos producía. Su lenguaje habíase adaptado al estilo político creado entre nosotros por la prensa y la tribuna. Nutrido aquel ingenio en las propias fuentes de la amplificación, no acertaba a expresar ningún concepto en términos justos y precisos, sino que los daba siempre por triplicado.

      Va de ejemplo.

      THIERS.—(sin apartar la vista de su obra.)¿Qué hay de destierro de generales?

      PEZ.—Al punto a que han llegado las cosas, amigo D. Francisco, es imposible, es muy difícil, es arriesgadísimo aventurar juicio alguno. La revolución de que tanto nos hemos reído, de que tanto nos hemos burlado, de que tanto nos hemos mofado, va avanzando, va minando, va labrando su camino, y lo único que debemos desear, lo único que debemos pedir, es que no se declare verdadera incompatibilidad, verdadera lucha, verdadera guerra a muerte entre esa misma revolución y las instituciones, entre las nuevas ideas y el Trono, entre las reformas indispensables y la persona de Su Majestad.

      XIII

      Pez y Rosalía, como he dicho, salían a dar vueltas por la terraza. La ninfa de Rubens, carnosa y redonda, y el espiritual San José, de levita y sin vara de azucenas, se sublimaban sobre aquel fondo arquitectónico de piedra blanca que parece tosco marfil. Ella arrastraba la cola de su elegante bata por las limpias baldosas unidas con asfalto, y él, con la mano izquierda en el bolsillo del pantalón, recogido el borde de la levita, accionaba levemente con la derecha, empuñando un junco por la mitad. A veces los ruidos del patio atraían la atención de ambos y se asomaban a la balaustrada. Era el coche de las infantitas, que iban de paseo, o el del ministro de Estado que entraba. Deteníanse a ratos delante de los cristales de la habitación de doña Tula, porque desde dentro personas conocidas les saludaban con expresivo mover de manos. Ya se paraban a hablar con doña Antonia, la guardarropa, que corría las persianas y regaba sus tiestos; ya se les unía alguna distinguida persona de la vecindad, la señora del secretario del Rey, la hermana del mayordomo segundo, el inspector general con su hija, y paseaban juntos conversando frívolamente. Cuando estaban enteramente solos, el digno funcionario solía confiar a Rosalía sus disgustos domésticos, que últimamente habían llegado a turbar la venturosa serenidad de su carácter.

      ¡Oh! El gran Pez no era feliz en su vida conyugal. La señora de Pez, por nombre Carolina, prima de los Lantiguas (aunque equivocadamente se ha dicho en otra historia que descendía del frondoso árbol pipaónico), se había entregado a la devoción. La que en otro tiempo fue la misma dulzura, habíase vuelto arisca e intratable. Todo la enfadaba y estaba siempre riñendo. Con tantos alardes de perfección moral y aquella monomanía de prácticas religiosas, no se podían sufrir sus rasgos de genio endemoniado, su fiscalización inquisitorial ni menos sus ásperas censuras de las acciones ajenas. Pasaban meses sin que ella y su marido cambiasen una sola palabra. Era la casa como un club por el disputar constante y las reyertas fundadas en cualquier bobería. «Si la batalla fuera exclusivamente entre ella y yo,—decía Pez—, lo llevaría con paciencia—pero de poco tiempo acá intervienen con calor nuestros hijos». Las pobres niñas no se mostraban deseosas de seguir a su mamá por aquel camino de salvación… Naturalmente, eran jóvenes y gustaban de ir al teatro y frecuentar la sociedad. ¡Qué escándalos, qué sofocos, qué lloriqueos por esta incompatibilidad del solaz mundano y de los deberes religiosos! No pasaba día sin que hubiese alguna tremolina y también síncopes, por los cuales era preciso llamar al médico y traer estas y las otras drogas… Pez procuraba transigir, concordar voluntades; pero no conseguía nada. En último caso, siempre se inclinaba del lado de las pobres chicas, porque le mortificaba verlas rezando más de la cuenta y haciendo estúpidas penitencias. Si ellas eran muy cristianas y católicas, ¿a qué conducía el volverlas santas y mártires a quemarropa? Por su parte, D. Manuel conceptuaba indispensable el freno religioso para el sostenimiento de la sociedad y el orden. Siempre había defendido la Religión y le parecía muy bien que los gobiernos la protegieran, persiguiendo a los difamadores de ella. Llegaba hasta admitir, como indispensable en el régimen político de su tiempo, la mojigatería del Estado, pero la mojigatería privada le reventaba.

      Lo más grave de todo era la lucha de Carolina con sus hijos varones. El pequeño no podía librarse aún de la tutela materna, y estaba todo el día en la iglesia con su librito en la mano. Pero Joaquín, que ya tenía veintidós años, abogado, filósofo, economista, literato, revistero, historiógrafo, poeta, teogonista, ateneísta, ¿cómo se podía someter a confesar y comulgar todos los domingos? Federico también era muy precoz y hacía articulejos sobre el Majabarata. El trueno gordo estallaba cuando uno u otro decían algo que a su mamá le parecía sacrilegio. ¡Cristo la que se armaba! Un día, comiendo, tiró Carolina del mantel, rompió los platos, derramó el contenido de ellos y la sal y el vino, y se encerró en su cuarto, donde estuvo llorando tres horas. A las pobrecitas Rosa y Josefa que hasta el Otoño anterior habían vestido de corto, las obligaba a confesar todos los meses. ¡Inocentes!, ¿qué pecados podían tener, si ni siquiera tenían novio?

      Lo peor era que la displicente señora echaba a Pez la culpa de la irreligiosidad de la prole. Sí, él era un ateo enmascarado, un herejote, un racionalista, pues se contentaba con oír misa sólo los domingos, casi desde la puerta, charlando de política con D. Francisco Cucúrbitas. Creía que con hacer una genuflexión cuando alzaban, arrodillarse sobre el pañuelo y garabatearse en el pecho y la frente la señal de la cruz, bastaba. Para eso valía más ser protestante. En todo el tiempo que llevaba de casada no le había visto acercarse ni una sola vez al tribunal de la penitencia. Sus devociones habían sido puramente decorativas, como llevar hacha en una procesión o sentarse en los bancos de preferidos cuando se consagraba un obispo… En fin, con estas tonterías de su mujer, estaba el pobre Pez, no en el agua, sino sofocado y aburridísimo. Bien sabía él quién había metido a Carolina en este fregado del misticismo, y no era obra que su prima Serafinita de Lantigua, que gozaba opinión de santa. Hablando en plata, la tal prima era una calamidad. En la iglesia veíanse diariamente a las seis de la mañana Carolina y Serafinita, y allí se despachaban a su gusto. En casa, la señora de Pez, cambiando a veces el estilo conminatorio por el comparativo, ponía por modelo a sus hijos la virtud de Luisito Sudre, el de Tellería, que era un santo en leche, y ya se daba zurriagazos en sus rosadas carnes. Al pobre Pez le decía constantemente que se mirase en el espejo de D. Juan de Lantigua, el gran católico, el gran letrado y escritor, tan piadoso en la teoría como en la práctica, pues no hacía nada contrario al dogma; ni su cristiandad era de fórmula, sino sincera y real; hombre valiente y recto, que no se avergonzaba de cumplir con la Iglesia y de estarse tres horas de rodillas al lado de las beatas. No era como Pez, como toda la caterva moderada, que hace de la religión una escalera para subir a los altos puestos; no era como esos hombres que se enriquecen con los bienes del Clero y luego predican el Catolicismo en el Congreso para engañar a los bobos; como esos hombres que llevan a Cristo en los labios y a Luzbel en el corazón, y que creen que dando algunos cuartitos para el Papa ya han cumplido. ¡Farsa, comedia, abominación!

      En fin, СКАЧАТЬ