Название: La de Bringas
Автор: Benito Pérez Galdós
Издательство: Public Domain
Жанр: Драматургия
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Segura ya de poder cumplir con Sobrino Hermanos, se descargaba su conciencia de un peso horrible. Ya no le cortaría la respiración el miedo de que apareciese el funesto cobrador de la tienda cuando Bringas estaba en la casa. Recobró el apetito que había perdido, y sus nervios se tranquilizaron. Es que, la verdad, hallábase por aquellos días bajo la acción de un trastorno espasmódico que simulaba una desazón grave, y le costó trabajo impedir que su marido llamara al médico de Familia.
Se estaba poniendo el mantón para ir a pagar (pues Torres le trajo el dinero aquella misma tarde), cuando entró Milagros. ¡Qué guapa venía y qué elegante!… «Mire usted… he tomado esta cinta azul para el canesú. Es de un tono muy nuevo y con un tornasol verde que… ¿ve usted como cambia?… Descansaré un momento y luego saldremos juntas. Traigo mi coche… ¡Ah! ¡Si viera usted que sombreros tan preciosos han recibido las Toscanas! Hay uno que es para modelo, divino, originalísimo, sobrenatural. Figúrese usted… un Florián de paja de Italia, adornado de flores del campo y terciopelo negro… Aquí, a un ladito, tiene una aigrette con pie negro colocada así, así… Por detrás velo negro que cae sobre la espalda… Pero piden por él un ojo de la cara».
ROSALÍA.—(sintiendo un bulle-bulle en su cabeza y representándose, con admirable poder de alucinación, el conjunto y las partes todas del bien descrito sombrero.) Aunque no lo hemos de comprar, pasaremos por allí para verlo.
Salieron juntas y entraron en el coche, que esperaba en la puerta del Príncipe. Milagros charlaba sin fatiga. Ocupose de las cosas que había visto, de las telas para verano que habían llegado a la tienda de Sobrino Hermanos y de las obras que proyectaba, en orden de vestimenta, contando con los no muy abundantes recursos a que la tenía reducida su marido. Repentinamente acordose de que debía pagar la compostura y reforma de un alfiler en casa del diamantista… ¡Qué diablura!, se le había olvidado el portamonedas, y en aquella casa ni le daban crédito ni quería solicitarlo, por cierta cuestión desabrida que tuvo en otro tiempo con el dueño de ella… No había que apurarse por tan poca cosa. Rosalía llevaba dinero. «¡Ah!, bueno… es lo mismo. Se lo daré a usted mañana o pasado… En fin, cuando nos veamos».
Por un instante quedose perpleja y desconcertada la señora del buen Thiers, no sabiendo si arrepentirse del ofrecimiento que había hecho, o si congratularse del servicio que gallardamente prestaba a su amiga. Pero el alma humana es manantial inagotable de remedios para sus propios males, y la turbación de Rosalía curose con un raciocinio que en su mollera brotó muy oportunamente, el cual hubo de desenvolverse así: «Pago la mitad de la cuenta a Sobrino, asegurándole que la otra mitad será sin falta el mes que viene. Doy a Milagros los treinta duros que necesita ¡la pobre!, y aún me queda algo para el pedazo de foulard, para las dos o tres plumas del sombrero de Isabelita y los botones de nácar. La verdad, no me puedo pasar sin ellos». Todo se cumplió al pie de la letra, conforme al programa de aquel raciocinio nacido en el zarandeo de un coche, corriendo de tienda en tienda, bajo la acción intoxicante de una embriaguez de trapos.
XII
D. Francisco, absorto en el interés de su obra, no se apartaba ni un punto de ella, aprovechando todo el tiempo que le dejaba libre su descansado empleo. Con mal acuerdo había suprimido el pasear por las tardes, costumbre en él antigua; y su amigo D. Manuel María José Pez, viéndose privado de quien le hacía pareja en aquella hora de higiénico solaz, se iba tan campante a Palacio para no perder la costumbre de la compañía Bringuística.
El trayecto desde el Ministerio a Palacio, la nada corta escalera de Damas eran campo suficiente de un saludable ejercicio; y si además salía con D. Francisco o su mujer a dar cuatro vueltas por la magnífica terraza que rodea el patio grande, ya tenía asegurado un mediano apetito para la hora de comer. Las amonestaciones más cariñosas eran siempre ineficaces para apartar a Bringas de su faena mientras duraba la luz solar. Ni que le rogaran, ni que le reprendieran, ni que le augurasen mareos, cefalalgia o ceguera, se conseguía que parase en la febril aunque ordenada marcha de su trabajo. Pez charlaba con él algunos ratos de los sucesos políticos; pero comúnmente iba con Rosalía a dar una vuelta por la terraza. Aquel paseo era sosegado y gratísimo, porque la cavidad del edificio defiende a la terraza de los embates del aire, sin perjuicio de la ventilación. El más puro y rico aire de la sierra es para Palacio y para su ciudad doméstica, situada lejos del espeso aliento de la Villa y en altura tal que ni las palomas y gorriones gozan de atmósfera más sana y más prontamente renovada. El paseo por sitio tan monumental halagaba la fantasía de la dama, trayéndole reminiscencias de aquellos fondos arquitectónicos que Rubens, Veronés, Vanlóo otros pintores ponen en sus cuadros, con lo que magnifican las figuras y les dan un aire muy aristocrático. Pez y Rosalía se suponían destacados elegantemente sobre aquel fondo de balaustradas, molduras, archivoltas y jarrones, suposición que, sin pensarlo, les compelía a armonizar su apostura y aun su paso con la majestad de la escena.
Era este Pez el hombre más correcto que se podía ver, modelo excelente del empleado que llaman alto porque le toca ración grande en el repartimiento de limosnas que hace el Estado; hombre que en su persona y estilo llevaba como simbolizadas la soberanía del gobierno y las venerables muletillas de la administración. Era de trato muy amable y cultísimo, de conversación insustancial y amena, capaz de hacer sobre cualquier asunto, por extraño que fuese a su entender oficinesco, una observación paradójica. Había pasado toda su vida al retortero de los hombres políticos, y tenía conocimientos prolijos de la historia contemporánea, que en sus labios componíase de un sin fin de anécdotas personales. Poseía la erudición de los chascarrillos políticos, y manejaba el caudal de frases parlamentarias con pasmosa facilidad. Bajo este follaje se escondía un árido descreimiento, el ateísmo de los principios y la fe de los hechos consumados, achaque muy común en los que se han criado a los pechos de la política española, gobernada por el acaso. Hombre curtido por dentro y por fuera, incapaz de entusiasmo por nada, revelaba Pez en su cara un reposo semejante, aunque parezca extraño, al de los santos que gozan la bienaventuranza eterna. Sí, el rostro de Pez decía: «He llegado a la plenitud de los tiempos cómodos. Estoy en mi centro». Era la cara del que se ha propuesto no alterarse por nada ni tomar las cosas muy en serio, que es lo mismo que resolver el gran problema de la vida. Para él la administración era una tapadera de fórmulas baldías, creada para encubrir el sistema práctico del favor personal, cuya clave está en el cohecho y las recomendaciones. Nadie sabía servir a los amigos con tanta eficacia como Pez, de donde le vino la opinión de buena persona. Nadie como él sabía agradar a todos, y aun entre los revolucionarios tenía muchos devotos.
Su carácter salía sin estorbo a su cara simpática, sin arrugas, admirablemente conservada, como ciertas caras inglesas curtidas por el aire libre y el ejercicio. Eran cincuenta años que parecían poco más de cuarenta; medio siglo decorado con patillas y bigote de oro oscuro con ligera mezcla de plata, limpios, relucientes, declarando en su brillo que se les consagraba un buen ratito en el tocador. Sus ojos eran españoles netos, de una serenidad y dulzura tales, que recordaban los que Murillo supo pintar interpretando a San José. Si Pez no se afeitara el mentón y en vez de levita llevara túnica y vara, sería la imagen viva del santo Patriarca, tal como nos le han trasmitido los pintores. Aquellos ojos decían a todo el que los miraba: «Soy la expresión de esa España dormida, beatífica, СКАЧАТЬ