Название: Las Sombras
Автор: Maria Acosta
Издательство: Tektime S.r.l.s.
Жанр: Триллеры
isbn: 9788873048350
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Le gustaba aquella parte de Coruña, su imaginación se desbordaba cada vez que entraba en ella, siempre habÃa sido un romántico, por eso cuando William le propuso el trabajo dijo que sÃ: puro romanticismo. De cualquier manera, procuraba no dejarse llevar por él muy a menudo, en el pasado habÃa metido la pata frecuentemente debido a ello. La Plaza de MarÃa Pita y el Ayuntamiento. Recordó lo ocurrido hace dos años, ¡qué fácil habÃa resultado entrar y salir sin que nadie lo viese!, hizo otra foto. Representaba su papel a la perfección, hizo una pausa en una de las terrazas de los soportales dejándose timar un poco y luego con andar decidido, se internó en la calle de los vinos. Recorrió unas cuantas tascas, comió copiosamente en una de ellas, luego regresó a la pensión pues tenÃa que escribir una carta y varias postales, una de ellas a Williams. Dedicó al menos una hora a esta labor, escribÃa rápidamente y con claridad; él mismo echarÃa las cartas al correo. ¿Qué cara hubiese puesto el encargado de la oficina postal al ver doce postales escritas en otros tantos idiomas? Era un camaleón de la lengua, podÃa, no sólo hablar a la perfección muchos de esos idiomas sino incluso imitar el acento de cualquier sitio con sólo oÃr antes una breve conversación. Se adaptaba con una facilidad asombrosa, razón por la cual William lo habÃa reclutado. Siempre habÃa sido un buen imitador. Caminaba pensando en todo lo que habÃa hecho hasta ahora: en el principio, cómo conoció a William, sus primeras misiones, sus éxitos y fracasos, en cómo le engañaron como a un chino y cómo aprendió a no confiar en todo el mundo por sistema; le ocurrÃa automáticamente antes de emprender un nuevo trabajo, no podÃa evitar pensar en el pasado. Después se dirigió al castillo de San Antón, aún tardarÃan en abrir asà que se metió en la Taberna del botero, se entretuvo jugando una máquina, luego fue a sentarse en los muros, observó cómo la lancha del práctico del puerto guiaba a un ferry. Por fin abrieron, pagó la entrada, más bien simbólica, y se dispuso a visitar la celda en la que estuvo preso su compatriota. Le gustaba aquel sitio, tan inocente, siempre lleno de turistas y de padres con sus hijos. Le gustaban especialmente las fotos antiguas que se exponÃan en el piso de arriba, se imaginó el castillo cuando todavÃa no estaba unido a tierra y la única forma de entrada a la ciudad eran aquellas puertas del mar, con sus escudos labrados, llegando los pasajeros de los barcos en botes hasta ellas. Por tradición habÃa tirado una moneda al aljibe y pedido un deseo. En la terraza sacó varias fotos, una pareja de alemanes le pidió que les fotografiase juntos, a su vez él les sacó una sin que se diesen cuenta, nunca se sabÃa quiénes podÃan ser: si turistas inofensivos o tal vezâ¦Salió de allÃ. Su próxima visita serÃa a la Torre de Hércules, ¿se habrÃa ya instalado su amigo el vendedor de helados?, posiblemente sÃ. No cogió ningún autobús, disfrutaba caminando, además era la única forma de conocer una ciudad y su gente. Y sobre todo, estaba su contacto; deambular por las calles era la manera de encontrarse, era muy importante el asunto, debÃa parecer todo producto de la casualidad, esa era la clave del éxito: el azar controlado. ¡Qué horror! ¡Estaba empezando a pensar como William! Era un buen amigo y lo apreciaba, tal vez un poco demasiado estirado para su gusto, y además carecÃa de imaginación, siempre tan práctico, demasiado con los pies en el suelo; dudaba que algún dÃa fuera a convertirse en uno de esos tipos que parecen maniquÃes andantes como lo definÃa un compañero de trabajo, a él le sobraba imaginación.
TodavÃa era temprano, decidió bajar un rato a la playa del Orzán a darse un baño y tomar un poco el sol; no tenÃa prisa y allà permaneció más de una hora, cuando decidió que era el momento de ponerse en marcha aún quedaba gente en la playa. Como la mayorÃa se dirigió a la calle de los vinos, el baño le habÃa abierto el apetito y estuvo en algunas de las tascas; era un maniático de las máquinas de flipper y en Pacovi tenÃan una que le encantaba, echó veinte duros, pidió un ribeiro blanco y se puso a jugar, al rato se le acercó una muchacha de pelo corto, vestÃa unos vaqueros, camiseta y zapatillas de deporte, que le pidió fuego, la atendió y entonces ella le dijo:
-No funciona muy bien, ¿verdad?, ya se sabe estas máquinas americanasâ¦
Era la señal esperada, de cualquier modo tenÃa que asegurarse que era el contacto de Williams, asà que habló a su vez.
-La mayorÃa de las veces es culpa del que juega, que no la comprende.
-Cierto. Y los ingleses suelen ser mejores que los americanos. Acaba de llegar, ¿verdad?, ¿conoce la ciudad?, puedo enseñársela, le aseguro que se lo pasará bien, soy de aquà y puedo llevarle a muchos sitios.
-No me vendrÃa mal un guÃa âcontestó, seguro de no equivocarse de persona.
Pagó y salieron juntos. Ella le ofreció un cigarrillo que aceptó; no era demasiado alta, de constitución atlética, tez morena y mirada inteligente, aquella cara tenÃa personalidad. Ella le miró con interés y después de dar una chupada a su cigarrillo dijo:
-Me llamo MarÃa del Mar, eres inglés ¿verdad?.
Ãl contestó afirmativamente.
-Tengo una tÃa que vive en un pequeño pueblo, en St. Mary Mead, ¿lo conoces?
-SÃ, casualmente también yo tengo una tÃa que vive allÃ.
-A lo mejor son vecinas.
-Es probable, mi nombre es Steven.
El nombre del sitio en que la escritora de novelas de intriga por excelencia habÃa ambientado gran parte de sus relatos era la contraseña final, la prueba definitiva de que aquella muchacha era su enlace. Todo habÃa salido como planeara William, por eso le habÃa facilitado su nombre. Era increÃble la cantidad de gente que conocÃa ese hombre, de lo más variopinto. La misión habÃa comenzado. Pasearon durante horas por la ciudad, bebiendo y tomando tapas, entrando y saliendo de las tascas, como la mayorÃa de las personas a su alrededor; hablaban de Inglaterra, de sus vidas, de la ciudad, de los planes que le tenÃa preparado MarÃa con el objeto de que pasase una estancia agradable y viese todo lo que habÃa que ver. Ãl conocÃa muy bien la zona pero representaron sus respectivos papeles: él, un turista inglés perdido ante las ofertas de una región en fiestas, con tiempo y dinero para gastar; ella, una muchacha solitaria y amable siempre a la caza del turista, enamorada de su tierra y deseando mostrar al extranjero que allà se lo podÃa pasar muy bien. Y cuando llegó la hora se fueron al Orzán, a la zona de copeo, donde iban todos cuando las tascas comenzaban a cerrar, ya de madrugada. Estuvieron en varios de los pubs, él creyó reconocer a alguien entre la multitud que ocupaba las calles pero no le dijo nada, luego MarÃa propuso dar un paseo por la playa y allá se dirigieron cogidos, entrelazados los brazos en actitud de borrachos que no pueden sostenerse a menos que tengan un apoyo, semejaban una más de las parejas a las que les ocurrÃa lo mismo.
En realidad estaban un poco achispados pero no tanto como querÃan hacer creer a la gente; de cualquier manera, se lo podÃan permitir, era su primer dÃa de contacto y entraba en los planes que ocurriese asÃ, todo deberÃa ser de lo más corriente y vulgar. Bajaron por las escaleras, se quitaron el calzado y fueron hacia la orilla, se refrescaron con el agua del mar y comenzaron a andar cogidos de la mano. ¡Cuantas parejas habÃan comenzado asà su noviazgo! Esa era la idea, el truco perfecto para que no se extrañasen de verlos juntos, un amor de verano. No habÃa nadie más y, sintiéndose seguro de no ser escuchado por nadie más que ella, dijo:
-¿Qué ha pasado?
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