La Verdad Y La Verosimilitud. Guido Pagliarino
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Название: La Verdad Y La Verosimilitud

Автор: Guido Pagliarino

Издательство: Tektime S.r.l.s.

Жанр: Современная зарубежная литература

Серия:

isbn: 9788873044277

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СКАЧАТЬ porque esa misma noche recibiría en casa a un cliente mayorista importante.

      El vuelo marchó tranquilo en sí, pero para el empresario fue extremadamente sufrido y lo vivió apretando en un puño el clavo de la suerte.

      Â¿Aerofobia? Normalmente no, pero así fue en esa ocasión: sucedió que el amigo, al llevar a Bruno al aeropuerto dejó caer, remarcando despreocupadamente que no creía en esas cosas, que el director cinematográfico tenía fama de ser muy gafe. Le atribuían a él los males por el simple hecho de haber asistido al viaje inaugural del modernísimo Andrea Doria, que se hundió en el océano años después del primer trayecto. Pittò tembló al pensar en el peligro al que inconscientemente se expuso durante la navegación; se quedó tieso segundos después al pensar en el arriesgadísimo y gafado vuelo que estaba a punto de tomar. Bajó del coche del amigo y tras la despedida se planteó seriamente coger un taxi y volver a la estación ferroviaria, aunque ya hubiera pagado el vuelo.

      Bruno, que no tenía ni ganas de volver a pasar por largas horas en tren y menos durante más de un día le insinuó, tan serio como pudo:

       He leído las estadísticas y se ve que hay muchos accidentes de tren; piensa que hay muchos más que aviones, por no hablar de los accidentes de tráfico si viajáramos en autobús.

      El caballero tocó inmediatamente el clavo. Recorrer a pie aquel centenar de quilómetros era imposible. Tras una larga reflexión se decantó por el vuelo.

      Nada más llegar dijo:

       Â¿Estamos en tierra firme, verdad? —y, cuando el sobrino asintió, concluyó— ¿Has visto que no eran más que absurdidades? —como si el supersticioso de los dos hubiera sido el joven.

      Hay personas como el caballero —concluyó años más tarde Bruno cuando recordó aquel capítulo— que se consideran ateas porque, tal y como sostienen, son realistas, positivas o incluso científicas; las mismas que luego leen el horóscopo cada mañana, nunca pasan bajo una escalera, rehúyen los gatos negros y las flores blancas y llevan al menos un amuleto de la suerte en el bolsillo. Con frecuencia son estos los seres humanos que se meten en problemas por culpa de sus supersticiones.

      Pittò volvió a la fábrica con el rostro nuevamente ensombrecido, cogió el contrato con dos dedos y lo metió en la caja fuerte.

       Y bien, ¿empezamos la producción? —le preguntó el perito Tirlotti.

       Un…m... un momento, mañana lo hablamos —fue la vacilante respuesta del jefe. Tras bajar sano y salvo del avión y dejar de temer por su vida, el empresario fue presa de un nuevo temor: que el suministro del gafe de Roma trajera la desgracia al negocio.

      Pasaron los días y la orden de producción siguió sin llegar.

       Caballero, ¿empezamos? Roma nos espera —insistía un asombrado director técnico.

       Hmm... no hay prisa.

       Caballero —intervenía entonces el director administrativo—, disculpe pero deberíamos empezar. Habrá plazo de entrega, ¿no? Además, necesitamos el dinero.

       Â¡Uff! —el jefe estiraba la boca cuando se quejaba y se ponía a picar las palmas de manos una contra otra a su manera, una y otra vez, y se alejaba consumido por la indignación.

      Solo Bruno intuyó el motivo de la incertidumbre, y comprendiendo el daño que auguraba a la empresa decidió compartirlo con Fringuella.

      La relación entre ellos dos se había viciado con el tiempo. El doctor había perdido gran parte del respeto inicial por él y le llamaba intencionadamente Bruno en vez de señor Seta. ¿El motivo? Claramente la infeliz frase de Pittò sobre el nombramiento del heredero para su puesto, y probablemente las dificultades económicas añadidas de la empresa. El joven tomó represalias y devolvió la antipatía; además, le perdió el respeto cuando se enteró de su pasado. Sin embargo, el doctor era la única persona en quien confiar para salvar la situación. A pesar del precedente penal era el único que intimidaba al jefe, puede que fruto de la censuradora carga fiscal que en el pasado usara en su contra; cabe añadir que era sobre todo por ello que el caballero, inconscientemente, quería librarse de él cuanto antes.

       Bruno, ¿por qué no me lo has dicho antes? —le regañó en primer lugar.

       Era una simple sospecha; ¡y hasta me pareció absurda! Pero es la única explicación lógica —y le contó el viaje en avión.

       No cabe duda —sentenció el director, negando con la cabeza— ¡pero cuesta creerlo! ¡Ni siquiera sabemos qué pone el bendito contrato! Lo dispuso la contraparte en Roma; ni tan solo he tenido el honor de leer el borrador, ¿y pretende que no lo penalicen por retardos en los envíos? Es una empresa pública, ¡a saber qué le aguarda!

      Tomó asiento, desconsolado. Luego recobró el orgullo:

       Â¿Se da cuenta de que su tío es un inconsciente? Dígaselo, y si no lo hace usted lo haré yo. Es más, ¡voy para allá!

      Se levantó de un salto y se pateó el edificio entero, enfadado, para hablar con el jefe.

      Afortunadamente para Pittò, no estaba.

      Esperaron un día, dos, el caballero no aparecía. Fringuella le llamó a casa, donde contestó la sirvienta con un «los señores se han tomado unas vacaciones».

       Â¡Vacaciones! ¡¿Con todo esto patas arriba?!

       Yo no sé nada del tema —respondió la desconcertada criada a la par que el doctor, sin siquiera despedirse, colgaba el auricular.

       Perfecto, ahora sí que vamos apañados. ¡Menuda perla de familiares le han tocado!— se desfogó con Bruno como si este fuera el culpable.

      Al final, de acuerdo con Tirlotti y con el heredero como testigo, se tomó la amotinada decisión de llamar a un cerrajero para que forzara la caja fuerte; mientras, sin más dilación, se procedería a la producción para Roma.

      El joven Seta pasó a visitar frenéticamente las casas de los deudores de la empresa y solicitar los pagos. Rara ocasión fue la que cobrara las facturas, y demasiadas las que se llevó groserías o acudió ante notario para pagar las letras del caballero que llegaban a término; la crisis o incluso la bancarrota de muchos clientes por una coyuntura negativa gravísima redujo a nada y menos el dinero de la industria Pittò.

      Por ese motivo, cuando el ladrón de Dialzi volvió mendigando una vez más —la última vez dos días antes de las despreocupadas vacaciones del caballero— fue despachado sin un solo céntimo. Antes de irse, sin embargo, le dijo a su antiguo jefe:

       Â¡Acuérdate de lo que solo tú y yo sabemos! —oyeron el doctor y Bruno.

       Â¡Â¿Se СКАЧАТЬ