El Criterio De Leibniz. Maurizio Dagradi
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El Criterio De Leibniz - Maurizio Dagradi страница 48

Название: El Criterio De Leibniz

Автор: Maurizio Dagradi

Издательство: Tektime S.r.l.s.

Жанр: Героическая фантастика

Серия:

isbn: 9788873044451

isbn:

СКАЧАТЬ allí es a donde vamos. Tranquilícese.

      —Pero... y mi coche... ¿cómo haré? No puedo dejarlo aquí.

      —El coche también va a Manchester. Tranquilo. Relájese.

      —Pero... ¿y las llaves? Las tengo yo... ¿cómo podréis...? —Desorientado, miró al hombre sentado a su lado. Este devolvió la mirada con una expresión significativa—. Ah... entiendo... no las necesitáis...

      Fuera, el último hombre ya había entrado en el coche de McKintock y había encendido el motor; estaba listo para salir.

      Durante la acción Boyd había salido del furgón y había fingido controlar un neumático, para justificar delante de posibles observadores la extraña maniobra que había realizado. En cuanto vio al coche gris que venía hacia él comprendió que la operación estaba acabada y volvió a entrar veloz como un rayo en su vehículo, conduciéndolo a continuación a una velocidad moderada, como si no hubiera pasado nada. El coche gris salió del aparcamiento y lo adelantó, ágil y silencioso, seguido por el coche de McKintock a pocos metros de distancia.

      El aparcamiento permaneció indiferente, esperando a los propietarios de los otros vehículos. Estos llegarían poco a poco.

      La acción entera no había durado más de diez segundos.

      En un cuarto de hora el pequeño convoy ya estaba en la autopista hacia Manchester, avanzando a una velocidad sostenida, y manteniéndose constantemente en el carril para adelantar. El conductor del primer coche, el que llevaba a McKintock, procedía con seguridad y concentración. Estaba acostumbrado a desenvolverse en las situaciones más complicadas, y el tráfico de primera hora de la mañana no era nada comparado con las persecuciones que realizaba de vez en cuando. No decía nada, pero controlaba sistemáticamente que el coche de McKintock los siguiese a poca distancia. Su compañero de conducción, en el coche del rector, era un experto como él, especialista en atacar repentinamente cualquier tipo de vehículo del cual hubiera que tomar el control instantáneamente, sometiendo eventualmente al conductor hostil y saliendo rápidamente hacia la destinación justa, incluso evitando al mismo tiempo del fuego enemigo.

      El hombre sentado detrás junto a McKintock levantó las cortinas, y el paisaje campestre empezó a desfilar veloz a su lado.

      McKintock, mientras tanto, había podido relajarse, y había empezado a reflexionar. ¿Qué podía querer la policía de él? ¿Había hecho, quizá, algo grave? ¿Qué acto suyo podía justificar una captura de ese tipo? Porque se sentía capturado, sí, lo habían cogido como si fuera un delincuente a la salida de un bar oscuro. ¿Cómo osaban? Él era el rector de la Universidad de Manchester. Tenía que haber un error. Recuperó su valor y pasó al contraataque.

      —Escuche, señor —se dirigió al hombre sentado a su lado.

      —¿Sí? —respondió este, mirándolo con aire de suficiencia.

      —Enséñeme su distintivo otra vez, si no le importa.

      —Cuando lleguemos —fue la respuesta, seguida de una mirada penetrante y significativa, acompañada de una mano que, de manera despreocupada, metía bajo la chaqueta, cerca de la axila izquierda.

      McKintock siguió inevitablemente ese movimiento y se asustó. Decidió que no era el momento de hacer más preguntas. A pesar de todo, aquellos parecían realmente ser policías y no le habían tocado ni un pelo, después de todo, así que se relajó contra el asiento y esperó a que los hechos siguieran su curso. Sentía una enorme curiosidad, además; curiosidad y preocupación, porque no podía imaginar qué podían querer de él.

      Fuera lo que fuera, lo iba a descubrir pronto. Antes de lo que hubiera creído se dio cuenta de que estaban entrando en Manchester, con su coche pisándoles los talones como si estuviera enganchado con una cuerda de acero. El hombre junto a él bajó las cortinas de las ventanillas, e incluso colocó un tejido más grueso que separaba los puestos delanteros de los traseros. También bajó un parasol delante de la luna trasera, de manera que el paisaje que les rodeaba resultaba completamente oculto. McKintock no podía saber hacia dónde se dirigían en el interior de Manchester, que conocía tan bien.

      Después de unos veinte metros el coche se paró.

      El hombre que estaba a su lado salió del coche y le abrió la puerta.

      —Salga —le ordenó secamente.

      McKintock salió, titubeando, y se encontró en un aparcamiento subterráneo, con muros de cemento armado bien acabado y pocas luces, aquí y allá, en las paredes. Su coche ya estaba aparcado al lado, y el hombre que lo había conducido lo estaba cerrando con un mando a distancia negro, extraño y anónimo. Lo cogieron por los codos, pero él hizo un gesto de que iba a colaborar.

      Uno de los hombres asintió, y, caminando a su lado, lo condujeron hasta un ascensor estropeado en la pared frente a ellos. Entraron, McKintock y los otros tres, y uno de ellos apretó un botón blanco, sin número. Los otros botones tampoco tenían número, en realidad.

      «Vaya, qué ascensor más raro», pensó McKintock.

      Un breve ascenso y después la puerta se abrió a un pasillo blanco sucio, sucio en el sentido de que las paredes tenían moho, marcas de zapatos, surcos hechos por respaldos de sillas y, pareció a McKintock, extrañas marcas de color rojo oscuro. Algunas parecían casi huellas parciales de manos, como si alguien manchado de sangre se hubiera apoyado en la pared, manchándola. Esperaba estar interpretando mal. Mientras tanto la comitiva llegó hasta una puerta de madera blanquecina, desconchada y sucia como las paredes. Uno de los tres la abrió y lo acompañó dentro, obligándolo a sentarse en una silla del mismo estilo que lo demás, cerca de una mesa que había visto tiempos mejores.

      El hombre cerró la puerta y se sentó en otra silla, a esperar. Los otros dos se fueron. El que se había quedado era el mismo que había estado junto a McKintock en el asiento posterior durante el viaje.

      —¿Pero qué sitio es este? ¿Dónde me habéis llevado? —soltó, irritado, McKintock. Estaba acostumbrado a entornos de un nivel completamente diferente. Olía a humedad y a rancio, y en el suelo corrían sin ser molestadas algunas cucarachas. Las esquinas superiores de la habitación estaban cubiertas de telarañas gruesas y amarillentas, cargadas de polvo. Algunas arañas negras vivían tranquilamente en su interior, a la espera de alguna presa.

      El hombre lo ignoró, y McKintock comprendió que habría sido inútil insistir.

      Después de unos minutos se abrió la puerta y entró un hombre de unos sesenta años, con un buen traje azul y ojos con montura de concha.

      —Buenos días, señor McKintock. Me llamo William Farnsworth, responsable de los Servicios de Seguridad.

      ¿«Servicios de Seguridad»? ¿Qué era? —se preguntó McKintock.

      —Buenos días —respondió, hostil—. ¿Por qué me habéis traído aquí? ¿Qué queréis de mí? ¿Qué sitio es este? —preguntó cada vez más agresivo.

      —Le hemos traído aquí —respondió Farnsworth, enfatizando fuertemente la primera sílaba, con voz imperiosa—, porque usted sabe algo que podría ser de importancia capital para este país —dijo, haciendo una pausa para crear más efecto—. Porque usted ama Inglaterra, ¿verdad? —dijo, jugando la carta del patriotismo, mirándolo brutalmente a los ojos.

      —Eh... СКАЧАТЬ