Cuentos Clásicos del Norte, Primera Serie. Edgar Allan Poe
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СКАЧАТЬ etoy en la mima punta, patrón… ¡O-o-o-oh! ¡Santísimo Padre! ¡Qué es eto que hay en el árbol?

      – ¡Bien! – gritó? Legrand en medio de extraordinario deleite. – ¿Qué es ello?

      – ¿Qué! ¡Una calavera!.. Alguno que dejó su cabesa en el árbol y los gallinasos le han comío toíto el peyejo.

      – ¿Una calavera, dices? ¡Muy bien! ¿Cómo está asegurada contra el árbol? ¿Qué cosa la sostiene?

      – Etá juerte, patrón; vamo a ver. ¡Vaya qu' é curioso! Etá clavada al árbol con un clavo grandaso.

      – Ahora bien, Júpiter, haz exactamente lo que te digo; ¿me oyes?

      – Sí, patrón.

      – Fíjate entonces; busca el ojo izquierdo de la calavera.

      – ¡Ju, ju! ¡Eso sí que etá güeno! No hay dengún ojo en la calavera.

      – ¡Malhaya sea tu estupidez! ¿Sabes siquiera distinguir tu mano izquierda de tu mano derecha?

      – Claro que lo sé… y mu bien. Mi mano isquierda é la que está agarrando la rama.

      – ¡Sí, por cierto! Eres zurdo; y tu ojo izquierdo está al mismo lado que tu mano izquierda. Ahora supongo que podrás encontrar el ojo izquierdo de la calavera o el sitio donde estaba el ojo izquierdo. ¿Lo encuentras? —

      Hubo una larga pausa. Al fin preguntó el negro:

      – ¡Diga, patrón! ¿El ojo isquierdo de la calavera etá al mimo lao que la mano isquierda de la calavera? Poque no l'encuentro manos a la calavera… ¡No importa! Aquí tengo ahora el ojo isquierdo… aquí etá el ojo isquierdo… ¿Qué ago con él?

      – Deja caer por allí al insecto hasta donde alcance el cordón; pero ten mucho cuidado de no dejar escapar el otro extremo.

      – Listo, patrón. Fasilito pasó la cucaracha por el aujero… aora ¡cuidao con el bicho ayá abajo!

      Durante todo este coloquio nada podía descubrirse de la persona de Júpiter; pero el insecto, que había dejado descender, veíase ahora al extremo del cordón, brillando como un globo de oro bruñido a los últimos rayos del sol poniente que iluminaban todavía débilmente la eminencia en que nos encontrábamos. El escarabajo oscilaba libremente fuera de las ramas y, de soltarlo, habría caído a nuestros pies. Legrand cogió la hoz al punto y desmontó un espacio circular de tres o cuatro pies de diámetro, exactamente debajo del insecto; cumplido lo cual ordenó a Júpiter soltar el cordón y descender del árbol.

      Clavando en el suelo una estaca con gran esmero, en el punto preciso donde cayó el animal, sacó mi amigo del bolsillo una cinta de medida. Asegurando uno de sus extremos al tronco por el sitio más cercano a la estaca, la desenrolló hasta alcanzar este punto, continuando la operación hasta la distancia de cincuenta pies siguiendo la dirección establecida por los dos puntos del tronco y la estaca. Júpiter abría camino en la maleza con la hoz. Llegando al sitio determinado en esta forma, enclavó de nuevo otra estaca y, tomándola como eje, describió un círculo de cuatro pies de diámetro aproximadamente. Cogiendo entonces una azada para sí y dando una a Júpiter y otra a mí, nos encareció ponernos a cavar con la mayor actividad posible.

      A decir verdad, no tenía yo especial afición por este entretenimiento en ningún caso, y habría declinado gustoso la invitación en semejante momento, porque la noche caía y me sentía muy fatigado con todo el ejercicio que habíamos llevado a cabo; pero no vi modo alguno de escapar, temiendo alterar la ecuanimidad de mi pobre amigo con una negativa. Si hubiera podido contar con la ayuda de Júpiter, no habría vacilado en intentar el regreso del lunático a la casa, aun cuando fuera por fuerza; pero sabía muy bien las disposiciones del viejo negro para esperar que quisiera sostenerme, en cualesquiera circunstancias, en lucha personal contra su amo. No dudaba yo que éste se hubiera contagiado con alguna de las innumerables supersticiones del sur con respecto a dinero enterrado, y que tal fantasía se confirmara en su mente por el hallazgo del escarabajo o, quizá también, por la obstinación de Júpiter en asegurar que este insecto era "un animal de oro verdadero." Una mente predispuesta a la locura pronto se dejaría arrastrar por tales sugestiones, especialmente si concordaban con ideas favoritas preconcebidas, lo que me hizo recordar que el pobre muchacho llamaba al escarabajo "la base de su fortuna." Encontrábame tristemente vejado e impresionado, pero al fin resolví hacer de necesidad virtud y cavar con entusiasmo para convencer más pronto al visionario, con demostración ocular, de la falsedad de sus opiniones.

      Encendimos las linternas y nos pusimos todos a la obra con ardor digno de mejor causa. No pude menos de pensar, observando el resplandor que iluminaba nuestras personas e instrumentos, en el grupo tan pintoresco que debíamos formar, y cuán extraña y sospechosa parecería nuestra labor a cualquiera que por casualidad se hubiera acercado a los alrededores.

      Cavamos de firme durante dos horas. Apenas hablábamos; y nuestra preocupación principal consistía en los ladridos del perro que tomaba interés extraordinario en nuestros procedimientos. Alcanzaron por último tal diapasón que temimos pudiera dar la alarma a cualquier vagabundo en las cercanías; mejor dicho, tales eran las aprensiones de Legrand, pues en cuanto a mí habría acogido con placer cualquiera interrupción que me permitiera hacer regresar a casa al extraviado. El ruido fué dominado al fin muy eficazmente por Júpiter que, saliendo del agujero con aire de inflexible determinación, ató el hocico del perro con uno de sus tirantes, volviendo luego a su tarea con risa ahogada de satisfacción.

      Cuando expiró el tiempo indicado habíamos llegado a una profundidad de cinco pies sin que aparecieran indicios de tesoro alguno. Siguió una pausa general y comencé a esperar que estuviéramos al final de la farsa. Sin embargo, Legrand, aunque visiblemente desconcertado, enjugó pensativo su frente y se puso de nuevo a la obra. Habíamos excavado completamente el círculo de cuatro pies de diámetro y ensanchamos algo aquel límite ahondando dos pies más de profundidad. Nada apareció. El buscador de oro, a quien compadecía yo sinceramente, trepó al fin del fondo del hoyo con la decepción más amarga impresa en sus facciones y procedió pausadamente y a más no poder a endosar su chaqueta que había arrojado al comenzar su labor. Yo no hacía observación alguna. Júpiter comenzó a reunir las herramientas a una señal de su amo. Hecho esto, y quitada la mordaza al perro, nos encaminamos a casa en profundo silencio.

      Habríamos andado quizá una docena de pasos en aquella dirección cuando Legrand se dirigió violentamente a Júpiter con un gran juramento sacudiéndolo por el cuello.

      – ¡Canalla! – exclamó, silbando las palabras entre sus dientes apretados. – ¡Infernal negro bellaco! ¡Habla, te digo! ¡respóndeme al instante sin superchería! ¿Cuál, cuál es tu ojo izquierdo?

      – ¡Oh, misericordia, patrón! ¿No é éte mi ojo isquierdo? – aulló el aterrorizado Júpiter, colocando la mano sobre su órgano visual derecho y manteniéndola allí con pertinacia como si temiera que su amo intentara arrancárselo.

      – ¡Así me lo figuraba! ¡Estaba seguro de ello! ¡hurra! – vociferó Legrand, dejando escapar al negro y ejecutando una serie de saltos y cabriolas con gran admiración del criado quien, levantándose de donde había caído arrodillado, miraba enmudecido de su amo a mí y de mí a su amo.

      – ¡Venid! Tenemos que regresar, – dijo éste último; – la partida no está terminada aún. —

      Y de nuevo nos condujo hasta el árbol de tulipán.

      – ¡Júpiter, – dijo cuando llegamos al pie, – ven acá! СКАЧАТЬ