Название: El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III
Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
isbn:
isbn:
– Pues os engañáis, señora; no soy cortesano sino desde esta tarde.
– ¡Cómo! ¿no habéis venido hasta ahora á la corte?
– No; y sin embargo, aunque no llega á una hora el tiempo que hace que estoy en ella, me han sucedido tales aventuras…
– ¿Aventuras y en una hora?
– Sí por cierto: he reñido con un palafrenero del rey; he conocido á dos grandes señores; me he perdido en el alcázar…
– ¡Ah! ¡os habéis perdido… en el alcázar…! ¿y qué aventura os ha sucedido al perderos?
– ¡Perderme! – exclamó el joven, y suspiró porque se acordó de la hermosura de la dama de la galería.
– En palacio es el perderse muy fácil – dijo la dama – , y os aconsejo que si alguna vez entráis en él, os andéis con pies de plomo; ¿y no os ha acontecido más aventura después de haberos… perdido en el alcázar?
– Sí, sí por cierto: ¿no os parece una muy singular aventura esta en que me encuentro con vos, á quien no conozco, que se me os habéis venido sin saber de dónde y que…?
– ¿Y qué…?
– Podéis acabar de perderme.
– ¡Yo!
– Sí, vos: debéis ser muy hermosa, señora, y muy principal, y hallaros metida en un gran empeño.
– Explicadme…
– Os siento apoyada en mi brazo, y ¡Dios me perdone!, pero quien tiene tan hermoso brazo, debe tenerlo todo hermoso.
– En la tierra de donde venís, ¿se acostumbra á abusar de las mujeres, caballero?
– ¡Ah!, perdonad: yo no creía…
– Vos lo habéis dicho: soy una dama principal: más de lo que podéis creer, y, como habéis supuesto, me encuentro en un gran conflicto.
– Vuestra voz, aunque quisistéis disimularlo, era un tanto trémula cuando me hablásteis: vuestro brazo, al asirse al mío, temblaba.
– Acortad el paso y bajad más la voz – dijo la dama – ; nos siguen.
– Y vos, cuando os siguen, ¿os detenéis?
– Cuando sé que quien me sigue tiene dudas de si soy yo ó no soy, procuro no desvanecerlas huyendo: quien huye teme.
– ¿Y vos no teméis?
– Sí por cierto, y porque temo mucho, procuro que quien me sigue dude; dude hasta tal punto, que siga su camino creyendo que pierde el tiempo en seguirme.
– ¿No es vuestro esposo quien os sigue?
– Yo no soy casada.
– ¿Ni vuestro padre?
– Está sirviendo al rey fuera de España.
– ¿Ni vuestro hermano?
– No le tengo.
– ¿Ni vuestro amante?
– Nunca le he tenido.
– ¡Ah!
– ¿Qué os sucede?
– Quisiera saber quién os sigue.
– No volváis la cara, que sin que la volváis os sobrará acaso tiempo de saberlo.
– Pero si no es asunto vuestro…
– ¿Sabéis que sois muy curioso, caballero?
– ¡Ah!, perdonad: me callaré.
– No, hablad; hablad.
– Pero si mis palabras os ofenden…
– Habladme de lo que queráis.
– ¡Ah! ¿de lo que yo quiera? Yo quisiera conoceros.
– ¿Y para qué?
– Os repito que debéis ser muy hermosa.
– Mirad no os engañe vuestro deseo.
– Descubrid el rostro.
– Mostraros el rostro ahora sería comprometer acaso un secreto que no es mío.
– ¡Cómo!
– Si pudiérais dar señas de la mujer á quien vais acompañando…
– Soy noble y honrado.
– No os conozco.
– Y sin embargo, os habéis amparado de mí.
– A la ventura, á la desesperada.
– ¿Y no os inspira confianza la manera respetuosa con que os trato?
– Respetuosa y reservada, por ejemplo, no me habéis dicho quiénes eran los dos grandes señores que habéis conocido.
– ¿Y por qué no? Eran el conde de Olivares y el duque de Uceda.
– ¿Y cómo? ¿por qué habéis conocido á esos caballeros?
– Terciaron en mi disputa con el palafrenero.
– ¡Ah!, y decidme: ¿de dónde salían?
– De las caballerizas del rey.
– ¡Ah!, ¡es extraño! – dijo la dama – ; ¡juntos y en público Olivares y Uceda!
Y la dama guardó silencio por algunos segundos.
Seguían andando lentamente; por fortuna la lluvia no arreciaba; y los anchos y bajos aleros de las casas los protegían.
El forastero iba fuertemente impresionado. La tapada apoyaba con indolencia su brazo, un brazo mórbido y magnífico, á juzgar por el tacto; su andar era reposado, grave, indolente; el movimiento de su cabeza lleno de gracia, de atractivo; su voz sonora, dulce, extremadamente simpática, y se exhalaba de ella una leve atmósfera perfumada. Además, una preciosa mano cuajada de anillos y extremadamente blanca y mórbida, sujetaba su manto cerrado sobre su rostro, sin dejar abierto más que un candil, una especie de pliegue demasiado saliente, para que pudiera vérsela ni un ojo.
La noche empezaba á cerrar densamente obscura.
El joven empezaba á aturdirse con lo que le acontecía.
– ¿Y qué aventura os sobrevino en el alcázar cuando os perdísteis?
– Os lo repito: mi aventura en el alcázar ha sido perderme.
– Pero СКАЧАТЬ