Название: El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III
Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
isbn:
isbn:
Y, volviendo atrás, se entró por una puertecilla situada en un ángulo, subió por una escalera de caracol y salió á una larga galería.
El joven siguió tras él y así atravesaron algunas puertas, en todas las cuales había centinelas; pero muy pronto empezaron á recorrer enormes salones desamueblados en la parte íntima, por decirlo así, del alcázar.
Subieron otras escaleras, y en lo alto de ellas se detuvo el lacayo.
– Desde aquí – dijo – nadie atajará á vuesa merced, porque sólo las gentes de la casa andan por esta parte; siga vuesa merced adelante hasta el cabo de la crujía, y el olor le guiará.
Y después de un respetuoso saludo, dejó solo al sobrino de su tío.
En efecto, cuando el joven estuvo al fin de la crujía le dió en las narices un olor indefinible, suculento, emanación de cien guisos, aroma especial que sólo analiza un cocinero; guiado por aquel rastro, el joven siguió adelante, y muy pronto atravesó una gran puerta y se encontró en la cocina de su majestad.
Llenaba aquel espacio, pulcramente blanqueado, una atmósfera que alimentaba; aspirábase allí una temperatura sofocante; cantaban, chirriaban, chillaban en coro una multitud de ollas y cacerolas; veíanse en medio de una niebla sui generis una multitud de hombres y de muchachos, oficiales los unos, pinches los otros, galopines los más y pícaros de cocina; aquel era un taller en forma, en que se iba, se venía, se picaba, se espumaba, se soplaba, se veían acá y allá limpios utensilios, brillaba el fuego y, últimamente, en una larga percha se veían capas de todos colores y espadas y dagas de todas dimensiones.
Por el momento nadie reparó en el joven; pero él se encargó de que reparasen en él dirigiéndose á un oficial que traía asida por las dos manos una descomunal cuajadera.
– ¿Queréis decirme – le preguntó – dónde está el cocinero mayor?
Dejó el oficial la cuajadera sobre una mesa y se volvió al joven, limpiándose las manos en su mandil.
– ¡Ta, ta! ¡El cocinero mayor! – dijo con acento zumbón – . Si por ventura venís á buscar trabajo, echadle un memorial.
– No busco trabajo, le busco á él.
– No está.
– Ya sé que no recibe en la cocina; pero si está, decidle que le busca su sobrino, que acaba de llegar de su pueblo y que le trae una carta de su hermano el arcipreste.
Operóse en la actitud, en el semblante y en las palabras del oficial la misma transformación que se había operado en el lacayo, pero de una manera tan marcada, que el joven no pudo menos de comprender que si su tío era una influencia poderosa en el alcázar, en la cocina era una omnipotencia.
– ¿Conque vuesa merced es sobrino del señor Francisco Montiño? – dijo el oficial completamente transformado – . ¡Qué diablo! Su merced no está.
Habían rodeado á la sazón al joven una turba de galopines que le miraban con las manos á las espaldas, ojos que se reían y bocas que rebosaban malicia.
Como que se trataba de un profano.
– ¿Y dónde encontraré á mi tío?.. Me urge… me urge de todo punto – dijo el joven con acento impaciente.
– Yo diré á vuesa merced dónde está su tío – dijo un galopín – : el señor Francisco Montiño está prestado.
– ¡Cómo prestado! – dijo el oficial.
– Prestado al señor duque de Lerma – dijo otro pinche.
– Como que está malo de un atracón de setas el cocinero del duque.
– Y el duque tiene convidados.
– Por último, ¿mi tío no volverá probablemente? – dijo el joven.
– No volverá, caballero – dijo otro de los oficiales – , porque me han encargado que sirva la cena de su majestad.
– ¿Y dónde vive el duque de Lerma?
– ¡Toma! – exclamó un pinche como escandalizado – . En su casa; es menester venir de las Indias para no saber dónde vive el duque.
– Calle de San Pedro, caballero – dijo el oficial encargado accidentalmente de la cocina – ; cualquier mozo de cuerda á quien vuesa merced pregunte le dará razón.
Tomó el joven las señas que le dieron, las fijó en la memoria, como que tanto le importaban, y despidiéndose de aquella turba, salió y tomó la crujía adelante; pero fué el caso que, como el alcázar era un laberinto para él desconocido, en vez de volver por el mismo camino de antes, tomó la dirección opuesta, bajó unas escaleras, y se encontró en habitaciones amuebladas, entapizadas, alfombradas é iluminadas, porque ya era casi de noche, y en las que había algunos lacayos.
Pero marchaba el joven de una manera tan decidida, absorto en sus pensamientos y sin reparar en nada, que, sin duda porque por aquella parte habían quedado atrás las entradas difíciles, y no circulaban más que los que estaban autorizados para ello, nadie le preguntó, ni le puso obstáculos, ni le dijo una palabra.
Y así continuó hasta un estrecho pasadizo, medio alumbrado por un farol clavado en la pared, y enteramente desierto, donde hubo de sacarle de su distracción una voz de mujer, grave, sonora, que hablaba sin duda con otra detrás de una mampara próxima, y que le dejó oír involuntariamente las siguientes palabras:
– Me va en ello más que piensas… es preciso; preciso de todo punto… ¡oh, Dios mío!
Nuestro joven hizo entonces lo que en igual situación hubiera hecho el más hidalgo: comprendió que una casualidad le había llevado á un lugar donde dos mujeres se creían solas, que las graves palabras que había oído pertenecían sin duda á un secreto que él no debía sorprender, y se hizo atrás dirigiéndose á la puerta inmediata; pero aquella puerta estaba cerrada.
Dirigióse á la ventura á otra, pero al llegar á ella se abrió y salió una dama.
El joven dió un paso atrás, y se quitó el sombrero. La dama que salía dió un ligero grito de sorpresa, y quedó inmóvil.
– ¿Qué hace este hombre aquí? – dijo con la voz notablemente alterada.
– Perdonad, señora, pero…
– ¿Pero qué? – exclamó con impaciencia la dama.
– Soy forastero: He venido al alcázar á ver á mi tío, y al salir me he perdido.
– ¿Y quién es vuestro tío?
– El cocinero mayor del rey.
– ¡Ah!¿sois sobrino del cocinero mayor? – repuso la dama, cuya voz estaba alterada por una conmoción profunda – ; comprendo: venís de las cocinas.
– Así es, señora – contestó el joven – , que contrariado y confuso por su torpeza, tenía la vista fija en el suelo.
– Habéis СКАЧАТЬ