Los hermanos Plantagenet. Fernández y González Manuel
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Читать онлайн книгу Los hermanos Plantagenet - Fernández y González Manuel страница 6

СКАЧАТЬ los bosques, y no quisieron permitir continuásemos ejerciendo una profesión tan penosa; nos enviaron algunos archeros para hacernos entender que Middlesex Wood había sido declarado coto real por el obispo canciller; que si queríamos continuar persiguiendo al gamo de las selvas, libre como el aire, y como el aire propiedad de todos, era necesario que pagásemos un crecido tributo, ó someternos por el contrario á ser cazados á la vez y colgados de una encina por los prebostes de los archeros. Nos negamos á satisfacer el tributo, y fuimos declarados caza real. Entonces nos dijimos: «¿á qué luchar? Dindem-Wood es libre; vámonos á Dindem-Wood.» Pero apenas penetramos en su espesura, nuevos archeros se encargaron de hacernos saber que las selvas y las praderas de Inglaterra que no pertenecían á señores de vasallos, pertenecían al rey; en Inglaterra no existía un palmo de tierra que no perteneciese á un coto real ó señorial. Entonces nos dijimos: «la lucha es precisa; luchemos: consideremos á los archeros del obispo y á los monteros de los señores como caza libre; ballesta contra ballesta, y horca por horca.»

      – Comprendo, observó Adam Wast; habéis perdido en la lucha.

      – ¿Y cómo sostenerla? contestó el montero. Cuando apareció el peligro, los cobardes retrocedieron y dejaron reducido el número de mis monteros á una mitad; la otra mitad ha sido dispersada, ahorcada en parte, y en parte desarmada y azotada. ¡Ira de Dios, ingleses! ¡mi rostro está ensangrentado! ¡el talabarte de un mercenario ha macerado el rostro de un inglés!

      – ¿Y quién te ha traído aquí?

      – La casualidad: perseguido por los archeros, rodeado por todas partes, me ví entre mis verdugos y el Támesis: no debí dudar en la elección, y me arrojé al agua; algunas flechas pasaron junto á mí sin tocarme; la niebla me protegió, y tomé tierra en este islote, bien á punto por cierto para escucharos y saber que, como yo, había ingleses ofendidos, ingleses que querían vengarse.

      Había tal fuerza de persuasión en el acento del montero, que Adam Wast desarrugó el entrecejo y le tendió la mano.

      – Y bien, dijo, te creo y por mi parte acepto tu alianza. ¿Qué decís hermanos?

      – Que sí.

      – Bien.

      – Le aceptamos, contestaron á un tiempo los preguntados, el cortador y el verdugo.

      – ¿Cómo te llamas? dijo Adam Wast.

      – Dik, contestó el montero.

      – No le conocemos, observó el cortador; puede ser un espía.

      – ¿Que no me conocéis? repuso con extrañeza Dik: ¿necesitáis que un hijo de mi madre os responda de mí? añadió dirigiéndose al verdugo y asiéndole una mano; pues bien, hermano mío, asegura á estos hombres que no tenemos sangre de traidores.

      – ¡Su hermano! exclamaron con el acento de la admiración algunas voces.

      – Sí; mi hermano es el verdugo de la Torre de Londres.

      El verdugo se arrojó en los brazos de Dik, y ocultó el rostro sobre su pecho; algunos sollozos sofocados fueron el único ruido que turbó el silencio general.

      – Y bien, amigos míos, dijo Dik, íd á vuestros puestos, que yo acompañaré á mi hermano y me veréis junto á él al toque de cubre-fuego.

      Y con el mismo ademán imperioso conque al aparecer entre los cinco hombres les mandó aguardar, dijo señalando á la puerta:

      – Partid.

      Los cinco hombres salieron; cuando el montero y el verdugo quedaron solos, el último levantó su semblante bañado en lágrimas de conmoción, y dijo:

      – ¡Oh! ¡gracias! ¡gracias! ¡no has renegado de mí, hermano mío!

      – ¡Renegar de tí! ¡porque eres verdugo! ¡Oh! has hecho bien; has elegido mejor caza que yo, y te envidio. Vamos.

      El verdugo y el montero salieron de la cabaña asidos de las manos.

      III

      PRINCIPIOS DE AVENTURA

      POCO después los dos hermanos saltaban en tierra en la orilla opuesta; entregaron la barca á sus dueños, subieron á lo largo de la ribera, pasaron el puente London-Bridge, y atravesando las estrechas y sombrías callejuelas del Cuartel de la Torre, se detuvieron, subieron al collado que lleva el nombre de ésta, é hicieron alto cabalmente junto á una horca de hierro, fija sobre un terraplén de mampostería, á cuya esplanada se ascendía por una pendiente escalera.

      El verdugo se acercó al terraplén, abrió una puerta colocada en uno de sus costados, y que la oscuridad no dejaba percibir; entraron los dos hombres, y el verdugo volvió á cerrar.

      Habían penetrado en un pequeño espacio húmedo y negro por el continuo contacto del humo, á que sin duda daba mala salida un estrecho respiradero practicado en uno de los costados.

      Los muebles que se veían en esta extraña vivienda, eran dos banquillos de madera, un lecho de paja cubierto por una vieja capa colorada, un hacha y algunos dogales: todo este conjunto miserable estaba alumbrado por una lámpara de barro, encendida delante de un tosquísimo grabado representando una Virgen, pegado en el muro en un ángulo de aquella especie de caverna, sobre el miserable lecho.

      Dik miró con extrañeza los objetos que le rodeaban; sentóse en un banquillo, y apoyando su rostro ensangrentado en la mano derecha, y el brazo de ésta sobre su rodilla, fijó en el pavimento empolvado su mirada sombría y pensativa.

      El verdugo permanecía de pie frente á él, mirándole de una manera tenaz; la expresión de indiferencia feroz de su rostro había desaparecido, y su boca estaba fruncida por una sonrisa de amor y de amargura. Una madre hubiera mirado del mismo modo á un hijo desgraciado, vuelto á su vista después de una larga ausencia.

      – ¡Qué mudado estás, Ricardo! dijo al fin el verdugo; yo no hubiera podido reconocerte.

      – Muy mudado, Godofredo, ¿es verdad? añadió el montero levantándose; ¿crees tú que no me conocerán en Londres?

      – ¡Oh! no; no eres tú ya el Ricardo de otro tiempo, alegre y confiado, de tez blanca, cabellos blondos, y talle esbelto encerrado en un justillo de seda; tampoco á mí me conocen; una prisión en la Torre cuando el corazón está desgarrado por desgracias tan sombrías como las nuestras, sería capaz de desfigurar al hombre más fuerte.

      – ¡Con qué has estado preso, pobre Godofredo!

      – Preso no; retirado á una prisión voluntaria, mi profesión de verdugo empezó por su situación más elevada. Cuando murió James Church, ejecutor del rey, corta cabezas de altos traidores, los heraldos de la prebostía llamaron á son de clarín á los que quisiesen sucederle, yo me presenté enmascarado; creí tener contendientes, pero nadie se presentó á disputar la plaza que en mi desesperación había elegido; los hombres somos unos miserables locos, que no tocamos más que extremos. Yo había querido ser un ángel salvador de la humanidad; había sacrificado generosamente mis afecciones en favor de los hombres, y sólo encontré ingratos y malvados; había soñado en el amor de la mujer, y no encontré más que infamias y traiciones. Un sueño desvanecido influye de una manera terrible en organizaciones como la mía; yo, que antes de conocerle amaba al hombre conocido le aborrecí; yo que amándole había querido ser para él un ángel salvador, aborreciéndole quise ser su azote, su demonio, y me hice verdugo.

      – ¡Oh! СКАЧАТЬ