Название: Los hermanos Plantagenet
Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
Жанр: Историческая литература
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Otro hombre, en fin, se dejó ver. Contestó como los anteriores á las preguntas que se le hicieron; pero su voz era mucho más sombría que la que antes que ella habían resonado en la cabaña; saludó á cierta distancia, y sin tender la mano á ninguno de los cinco hombres, fué á sentarse en la última piedra.
Su traje y su antifaz eran enteramente colorados; llevaba la cabeza descubierta, una cuerda del grueso de un dedo, lustrosa y usada, daba muchas vueltas á la cintura, y un largo espadón de á dos manos, de punta roma y encerrado en una vaina de acero blanco, pesaba sobre su espalda sujeta por un ancho tahalí con hebilla de hierro.
Las seis piedras estaban ocupadas; la luz de la hoguera reflejaba en seis hombres de trajes y edades diferentes, alumbrando un conjunto como no soñó la atrevida imaginación de Teniers en sus cuadros más originales.
El hombre que había ocupado la primer piedra, el que había interrogado á los otros cinco, se levantó entonces, y dirigiéndose al último, le preguntó:
– ¿Sabes dónde estás?
– Sí, en el tribunal de justicia de los hermanos de la niebla.
– ¿Quién te ha traído?
– Una lancha.
– ¿Cómo te llamas?
– Entre vosotros, hermano de la niebla.
– ¿Y entre los hombres?
– El verdugo de la prevostía de Londres.
Un estremecimiento involuntario se dejó oir en cada uno de los otros cinco, y el rumor de algunas frases inarticuladas se percibió momentáneamente.
– ¡Silencio! exclamó el primer hombre; ¿y con qué objeto te has unido á nosotros?
– Con el de vengarme.
– ¿De quién?
– De los hombres.
– Los hombres no pueden insultarte, tu posición te aisla; sobre tu traje colorado no es posible una mancha.
– No vengo representando mi presente; es una consecuencia de mi pasado; vengo por mi pasado.
– Déjanos ver tu rostro.
El verdugo se arrancó el antifaz; un semblante lívido, enflaquecido, en cuyas profundas órbitas brillaban unos ojos de mirada implacable, en que el sufrimiento ó el remordimiento habían impreso arrugas prematuras, se ofreció sucesivamente á cada una de las miradas de los cinco; semblante marcado por una sonrisa glacial que respondía por un corazón desgarrado por terribles penas.
– ¿Cómo te han ofendido los hombres?
– Está en el corazón, contestó el verdugo; mi historia es un secreto que no me pertenece; mi historia os diría mi nombre; yo no tengo ya nombre, debo olvidarlo.
El verdugo sentóse de nuevo y guardó silencio.
– ¿Y tú, quién eres? preguntó el que había interrogado al verdugo al quinto hombre.
– Hermano de la niebla; me llamo Tom Flavi, y soy uno de los llaveros de la torre de Londres.
Diciendo esto, se arrancó el antifaz y dejó ver un rostro franco y valiente, en que brillaba cierta expresión de entusiasmo.
El verdugo y el llavero se miraron como personas conocidas, pero de un modo particular.
– Y tú, ¿cómo te llamas? dijo el interrogante al cuarto personaje.
Púsose de pie y contestó:
– Aquí, hermano de la niebla; en la plaza del mercado, Jorge Rak, mercader de paños y lienzos.
Arrancóse el antifaz, y el verdugo vió en el semblante de este hombre, venerable ya por su ancianidad, otro antiguo conocido.
Sentóse Jorge Rak, y el presidente de aquella extraña asamblea se dirigió al tercer hombre.
– ¿Quién eres, y cómo te llamas?
– Hermano de la niebla aquí, estudiante de teología en la Universidad; mi nombre es Williams Caridemus.
Descubrióse y dejó ver un semblante alegre á pesar de la gravedad de que quería revestirlo; un semblante picaresco y atrevido, con la bulliciosa sonrisa del estudiante vivaracho, que sólo cuenta dieciocho años. Sentóse y llegó el turno de ser interrogado en la misma forma al segundo hombre, que respondió:
– Soy hermano de la niebla, cortador de la muy noble carnicería de la buena y leal ciudad de Londres (el carnicero recalcó estas últimas palabras), y me llamo John Asta-de-buey; tras esto sentóse; despojóse del antifaz, y dejó ver un rostro orlado de larga cabellera, barba negra y revuelta, cejas descomunales, ojos atrevidos, nariz ancha y roma, y boca de estremada magnitud.
Sólo nos falta conocer la fisonomía, el nombre y la condición del presidente, que á su vez despojóse del antifaz, y dejó descubierto un semblante noble, majestuoso y dulce á la par, de color blanco mate, en que se marcaba un temperamento nervioso, de ojos grandes y lánguidos, de mirada fija y escudriñadora.
– Yo soy como vosotros, hermano de la niebla, abogado, y mi nombre Adam Wast.
Sentóse, y después de un momento de silencio, dijo:
– Todos nos conocemos, y nuestro conocimiento data de la misma fecha. Hace dos años nos reuníamos todos los días…
– En la Torre de Londres, en el patio de los calabozos, observó el estudiante interrumpiendo á Adam Wast.
– Cabalmente, en el patio de los calabozos, eso, es. Aquella era una época terrible. La Inglaterra tenía un trono sin rey, y un canciller regente sin corazón; las vidas, las honras y las haciendas eran patrimonio del obispo de Eli, y estaban á merced de los miserables sicarios que le rodeaban y aún le rodean; mi casa fué allanada, y mi persona reducida á prisión, porque invoqué ley en favor de un hombre ultrajado por el obispo.
– Y yo, por haber roto la cabeza á un arquero del canciller obispo, que pretendía vivir á mi costa robándome carne, observó John Asta-de-buey.
– Y yo, por haber defendido teológicamente, que el obispo de Eli era un diablo con sotana, añadió el estudiante de teología.
– Y yo, por haberme negado á satisfacer un doble derecho sobre mis géneros á los comisionados de los Aldermen, balbuceó el anciano Jorge Rak.
– Se nos había detenido injustamente, éramos inocentes, y nos unimos por simpatías; la Torre de Londres era para nosotros un libro en que leíamos, de una manera clara, infamias y desafueros que generalmente quedan consignados como un misterio en las páginas de piedra de aquel gigante maldito, y que no pueden concebir los que no han pasado sus poternas, que pocas veces se abren para dar salida á vivos; desde lo sombrío de nuestros calabozos meditamos sobre el destino de Inglaterra, y le vimos oscuro, СКАЧАТЬ