Dulce y sabrosa. Jacinto Octavio Picón Bouchet
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Название: Dulce y sabrosa

Автор: Jacinto Octavio Picón Bouchet

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ ese moño tan bajo, esos rizos tan… subversivos, todo tan… flamenco no está en relación con la belleza elegante y distinguida de usted. Cuanto lleva usted encima pide una cara más, enérgica, facciones duras…

      – Gracias por la galantería – repuso ella secamente.

      Pero no le fue desagradable la lisonja. Estaba acostumbrada a que la llamasen rica en el mundo o barbiana, y aquella era la primera vez que un hombre la galanteaba con finura.

      – Vamos – siguió él – ; convenga usted conmigo en que su fisonomía y su porte son demasiado aristocráticos para estas flamenquerías: mejor estaría usted con un traje de baile, de raso muy claro, por ejemplo, y con un gran abrigo forrado de pieles que le llegase hasta los pies…; pero que no los ocultase… Nada de alhajas: el lugar que cubrieran valdría más que el mejor brillante. En fin, me resulta usted una gitana demasiado señorita.

      Cristeta sonrió con mayor afabilidad y repuso:

      – Pues ya lo ve usted; al público le da por esto.

      – Lo triste es que artistas como usted tengan que hacer estas obras.

      Cristeta estaba muy acostumbrada a oír elogiar sus encantos corporales; pero no le sucedía lo mismo respecto de sus facultades artísticas y, sorprendida por la última frase de don Juan, repuso con más sinceridad que amor propio:

      – Pues qué, ¿cree usted que yo sirvo para otra cosa?

      Con distinta mujer, don Juan hubiera aprovechado la pregunta para hacer un juego de palabras y un chiste picante: con Cristeta no se atrevió.

      – ¡No lo he de creer! En cuanto se forme una buena compañía de zarzuela, de ópera cómica española quiero decir, verá usted cómo la buscan. El día en que haga usted un papel de sentimiento, una obra fina… se la comen a usted.

      De repente se asomó el traspunte a la puerta del cuarto y, sin detenerse, dijo:

      – Voy a empezar.

      Don Juan se despidió de Cristeta prendado hasta donde él se podía prendar de una mujer.

      Aquella noche no pasó más. Sin embargo, para completa exactitud, es necesario añadir que Cristeta trabajó más a gusto que de ordinario, y que luego, a solas en la alcoba de su casa, recordó las palabras de don Juan, pensando con agrado y amor propio satisfecho, en la posibilidad de ser artista de las que rara vez tienen que ensenar en escena lo que la mujer debe cubrir casi en todas partes. Después se esforzó por reconstruir mentalmente su diálogo con don Juan, y le pareció que había dado prueba de buen gusto censurando el exagerado atavío gitanesco. Por último, pensó que otros trajes y otros papeles le sentarían mejor: por ejemplo, el de la Princesa de Pan y Toros, el de la Magdalena de La Marsellesa, el de Aurora en Luz y sombra. Sí, sí; zarzuela seria. Y se durmió.

      Don Juan no incurrió en la torpeza de volver al cuarto de la señorita Moreruela a la noche inmediata, ni a la siguiente, ni a la otra: dejó pasar algunos días, hasta que hubo estreno en que ella trabajase; de modo que al verle entrar en su cuarto no sospechó que fuese por visitarla, sino con ocasión de la obra nueva.

      El tío, que había tomado muy en serio el papel de Argos, estaba, como de costumbre, leyendo un periódico, sentado en su sillón gótico, del cual no se levantaba más que cuando Cristeta decía: «que me voy a mudar». Entonces se trasladaba a un rincón del pasillo, y situándose bajo un mechero de gas, seguía leyendo, charlaba con el bombero de servicio o daba palique a alguna de las coristas que andaban de un lado para otro pidiéndose prestados los peines, la borla de los polvos o la mano de gato.

      Cristeta interpretaba en la pieza nueva un papel de mocita traviesa que se fingía juiciosa. Se había vestido con sencillez, y lo que más contribuía a su aspecto de modestia y candor era el peinado, con la raya partida por medio y alisado luego el pelo hacia las sienes. Parecía una colegiala. Apenas la vio don Juan, dijo como si tratase de reanudar la conversación que anteriormente tuvieron:

      – Hoy sí que está usted monísima. ¡Cualquiera diría que se ha escapado usted de uno de esos conventos donde se educan las señoritas de la grandeza!

      – Pues mire usted, estoy que rabio. Hoy me han repartido otro papel… también de esos que… en fin, véalo usted.

      Y tomando unos pliegos de sobre la mesa del tocador, se los mostró a don Juan, quien los hojeó rápidamente. Se trataba de otra revista, y en la escena en que se hacía referencia a la última Exposición de Bellas Artes, salían personificadas en tres guapas chicas la Arquitectura, la Pintura y la Escultura. Había de sacar la primera corona mural, túnica blanca, y en la mano la escuadra; la segunda era un mancebo de la época del Renacimiento, y llevaba como atributo una paleta; y la Escultura debía aparecer sobre un pedestal a modo de estatua, en la mayor desnudez posible, y sin más ropaje que un trozo de paño liado a las caderas. Todo esto lo explicó rápidamente Cristeta, añadiendo malhumorada:

      – ¡Y la estatua… soy yo!

      Frunció don Juan el entrecejo, y exclamó, tirando los papeles sobre el diván:

      – Da grima. ¡No haga usted eso!

      Tan claramente manifestó su desagrado, que Cristeta no pudo menos de sentir sorpresa.

      ¿Qué le importaría a aquel buen señor, que apenas la conocía, que ella saliese a escena más o menos ligera de ropa?

      – No tengo más remedio – dijo – que conformarme. No estoy, ni acaso llegue a verme nunca, en situación de imponerme a una empresa.

      – Hasta que sea yo empresario; bien es verdad que entonces trabajará usted lo menos posible.

      Don Juan no acertó a expresar bien su pensamiento, o no se atrevió a completarlo. Ella lo adivinó, sin embargo, y no queriendo dárselo a entender, repuso:

      – ¡Pues buen modo de protegerme!

      En noches sucesivas don Juan asistió con frecuencia al cuarto de Cristeta, y por el lenguaje que usó con ella comprendió la muchacha que había producido honda impresión en aquel hombre: mas no llegó a tener que aceptarle ni rechazarle categóricamente.

      Estaba convencida de que la cortejaba, pero con tal comedimiento, que no le era fácil decidir la disposición de ánimo que debía adoptar respecto de él: el mucho agrado pudiera parecer liviandad, la esquivez fuera grosería, y despedirle con cajas destempladas era exponerse a que él la pusiese en ridículo encogiéndose de hombros, o acaso diciéndole claramente que se había hecho ilusiones. Por todo lo cual determinó esperar, discurriendo de este modo: «Si piensa en mí, por muy astuto que sea, algún día se clareará, y según sus intenciones… veremos. Una cómica como yo no puede pensar en casarse con un hombre como él: lo otro no debe ser, no me conviene, no quisiera… Malo es que esté ya tan preocupada. En fin…¡Dios dirá!»

      Cristeta no tenía estipulado beneficio en la escritura: ¿quién podía haber adivinado que en tan poco tiempo creciera tanto, respecto de ella, el favor del público? Pero a falta de beneficio, el día de su santo la empresa le hizo regalo de una corona, y sus admiradores le llenaron el cuarto de flores y multitud de esas baratijas más o menos inútiles, como jarroncillos bomboneras, muñecos de loza y sortijeros. Cada uno de los que la regalaron, deseoso de mostrar su largueza o buen gusto, envió el obsequio al teatro. Una sola persona se lo mandó a casa; y consistió el regalo en un magnífico neceser de costura, formado por una gran caja de piel de Rusia, colocada sobre un precioso mueblecito, y provista de tijeras, pasacintas, devanaderas, carretes y dedal, todo de plata: nada faltaba de cuanto puede СКАЧАТЬ