Dulce y sabrosa. Jacinto Octavio Picón Bouchet
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Название: Dulce y sabrosa

Автор: Jacinto Octavio Picón Bouchet

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ que para codearse con personas finas era necesario andar entre bastidores.

      El día en que trabajó Cristeta por primera vez, estuvo mal servido el estanco. Nadie pensó sino en hacer viajes o enviar recados a casa de la modista, autora del traje que había de sacar a escena, en peinar y repeinar a la nueva artista, y en prepararle una banasta para las ropas y una caja para los untos, cosméticos, polvos, mano de gato y otros afeites.

      Por la mañana, un asturiano que tenía en la esquina inmediata puesto de café económico, vulgo de a cuarto, entró en el estanco a comprar pitillos y dijo a la criada, especie de Maritornes a medio desbastar, que el nombre de Cristeta estaba en el cartel del teatro con todas sus letras; y la palurda, aunque no sabía leer, salió corriendo a que se lo mostrasen; luego cruzó la calle con el mismo objeto la estanquera, sin lograr nada, porque se le habían olvidado los espejuelos, y, por último, fue también el tío, permaneciendo largo rato en contemplación de aquella línea del reparto donde decía:

      «CHULA PRIMERA-SEÑORITA MORERUELA»

      Tal fue la emoción del pobre hombre, que señalando con el bastón las letras, dijo enfáticamente a un cochero de punto que allí estaba: «¡Es mi sobrina!», y la frase salió de sus labios con aquella entonación de noble orgullo que debía de emplear la romana Cornelia cuando dijera: «¡Yo soy la madre de los Gracos!»

      Cristeta se estrenó (debutó, dijeron los periódicos) en un papel de chula, y lo hizo con mucha gracia y desparpajo, luciendo un mantón gris de ocho puntas, que por la mañana costó setenta reales en la calle de Toledo, vestido de lanilla oscura con dibujitos claros, y a la cabeza un vistoso pañuelo de seda, a listas azules y amarillas, entre cuyos pliegues aparecía su bonitísima cara de madrileña picaresca. Iba calzada con medias rayadas y zapatos bajos, mostrando en cada movimiento las enaguas muy blancas. Sin que incurriese en desvergüenza ni descaro, su figura resultaba tan gallarda y airosa como encantador era su rostro. Se presentó en escena con los ojos turbados del miedo; pero en la segunda salida, al terminar una tirada de redondillas, sonaron unos cuantos aplausos y perdió el temor. En el resto de la zarzuelita estuvo saladísima, y en la única pieza que cantó, también la aplaudieron. Moviéndose y accionando parecía cómica veterana.

      Cuando al retirarse a casa salió acompañada de su tío, había en la puerta una manada de caballeretes esperando para verla de cerca; don Quintín, que así se llamaba su Argos, puso cara feroz y ella, esforzándose por reprimir la alegría, procuró estar seria.

      Nadie durmió sosegadamente aquella noche en el estanco. La tía, porque a pesar de la edad de su marido, estaba solevantada con lo peligroso que era, según dijeron las vecinas, que el bueno del hombre fuese a pasar las noches entre bailarinas y coristas; el tío porque, asombrado de la facilidad con que Cristeta se ganaba sus cuarenta reales, pensaba ya en el cobro de la quincena, y la muchacha porque aún le zumbaban en los oídos las palmadas. Mas su verdadera satisfacción fue a la mañana siguiente, cuando en la sección de espectáculos de un periódico leyó que la señorita Moreruela era de agraciada figura y tenía brillantes disposiciones, y estaba llamada a conquistar grandes triunfos en el difícil arte a que se dedicaba.

      Hasta final de temporada trabajó en otras dos obras, y por una de ellas experimentó la primera contrariedad de las muchas a que había de estar sujeta.

      Citáronla para asistir a la lectura, y acabada ésta le entregaron su papel, de poco más de un pliego, en cuya primera hoja estaban manuscritas las siguientes palabras:

      NINFA ELÉCTRICA

      La obra era una revista, manojo de desvergüenzas mal escritas, adornado con música populachera de aires franceses disfrazados a la chulesca.

      La esperanza del éxito estaba fundada en media docena de decoraciones y en los trajes de las actrices, o, más claro, en la poquísima ropa que habían de ponerse. Cristeta tenía que salir con el pelo suelto, corpiño liso, muy escotado, de raso azul eléctrico, zapatos de lo mismo, nada en los brazos y en las piernas mallas hasta la cintura; es decir, desnuda: porque aunque de sus carnes sólo habrían de verse el escote y brazos, todas las líneas y prominencias del cuerpo quedaban de manifiesto.

      Cuando una de sus compañeras se lo explicó detalle por detalle, la pobre muchacha se puso como la grana y su primer impulso fue decir que renunciaba a ser cómica, pero le dio vergüenza avergonzarse. Volvió a su casa malhumorada, se encerró en su cuarto y estuvo llorando hasta la hora de tornar al teatro.

      Seguramente hubo por fuerza de ocurrírsele mucho tiempo antes que aquello había de llegar, mas no lo imaginó para tan pronto; así que su sorpresa fue terrible. Si al menos hubiese salido a escena un día muy de corto y otro muy escotada… pero así, de repente, sin preparación… ¡y casi desnuda! Buscando luego paliativos a su disgusto, se dijo que el exceso de pudor ahogaría su porvenir artístico. ¡Pues qué! ¿No había visto, por ejemplo, y nada menos que a célebres cantantes, lucir las piernas haciendo el paje de los Hugonotes, y algo más que las piernas en la Venus del Tannhauser? En realidad, lo que le enfadaba extraordinariamente no era ostentar sus encantos, porque estaba cierta de no hacer gesto, ademán ni movimiento indecoroso: la causa principal de su enojo era el tener que salir entre otras mujeres desapudoradas y venales que alardeaban de su desnudez, y con quienes había de alternar y confundirse. Esto la sacaba de sus casillas. En vano tenía ya acostumbrados los oídos al grosero lenguaje usado en lo interior del teatro y a las frases soeces con que algunos gomosos la perseguían; su mirada severa y su ceno adusto ponían a todo el mundo a raya; pero ahora, obligada a circular por entre bastidores de aquel modo, ¿cómo evitar las bromas insolentes, los dicharachos lascivos? Y luego, al salir a escena, ¡cómo caerían sobre su cuerpo las miradas! ¡Qué vergüenza!… En cambio, no se reirían de ella, cual les acontecía a algunas de sus compañeras que tenían los brazos flacos, las piernas torcidas, las caderas desconcertadas y el escote huesoso. Segura estaba de obtener un triunfo la noche en que se estrenase la revista, porque el espejo y la comparación de sí misma con aquellas desdichadas le habían dicho que su cuerpo era un prodigio de hermosura.

      En tales dudas y vacilaciones dejó pasar días y días, hasta que se echó encima la víspera del estreno. Entonces tuvo miedo del ridículo, pensó que aquello no era más que una contrariedad inherente a su profesión, y cuando al concluir el ensayo general le preguntó la sastra que a qué hora podría ir a probarla el traje, la citó sin oponer resistencia para la misma tarde, sumisa e indiferente como si se tratase de un asunto zanjado.

      Llegó la hora convenida, fue la sastra a su casa, entró en el cuartito de Cristeta y comenzó ésta a desnudarse, dejando por fin caer sobre la estera de cordelillo las ropas y prendas dichosas que llevaba más inmediatas al cuerpo. Entonces la encargada de vestir y desnudar cómicas, según los casos, no pudo reprimir una exclamación de sorpresa y, haciendo ademán de santiguarse, dijo:

      – ¡Bendito sea Dios! ¡Ay, señorita; mujeres hermosas tengo vistas, pero como usted, ninguna!

      Cristeta se sintió halagada y su pudor murió a manos de su vanidad.

      Letra y música de la revista fueron estrepitosamente silbadas, contribuyendo esto a realzar el triunfo de Cristeta porque cuando mayores eran las muestras de desagrado, salió ella a las tablas y, lo mismo fue verla el público, que acallarse el bastoneo y los chicheos. En seguida cantó bien dos o tres coplas, de esas que luego alcanzan los honores del organillo, y aquella música, que por sí sola no hubiese arrancado una palmada, fue aplaudida. Al terminar hizo la artista una pirueta, dio un saltito muy mono, y se metió entre bastidores.

      Lo que entonces estalló no fue entusiasmo, sino delirio: el público quiso que se repitiera la canción, no por oírla, sino por ver nuevamente a Cristeta; y ésta, animada con aquel éxito personalísimo, cantó mejor y aún se movió con más libertad. Las mujeres pensaban mirándola: «¿Qué harán estas bribonas para ponerse tan guapas?» Los hombres se la СКАЧАТЬ