Название: Entre Naranjos
Автор: Vicente Blasco Ibanez
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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Los escasos enemigos que tenía en el municipio, gente de oficio – como decía doña Bernarda – devoradora de papeles contrarios al rey y la religión, atacaban al cacique, censuraban sus actos, y todo el rebaño de don Ramón se estremecía de cólera e impotencia. ¡Había que contestar! A ver: uno que fuese a consultar al quefe.
Y salía un regidor corriendo como un galgo, y al llegar a la casa señorial echando los bofes, sonreía y suspiraba con satisfacción viendo que el quefe estaba allí, paseando como siempre por su patio, dispuesto a sacarles del apuro como inagotable Providencia. «Fulano había dicho esto y lo otro». Deteníase en sus paseos don Ramón, meditaba un rato y acababa diciendo con fosca voz de oráculo; «Bueno; pues contestadle aquello y lo de más allá». El partidario salía desbocado como un caballo de carreras; todos sus compañeros se agrupaban ansiosos para conocer la sabia opinión y se establecía un pugilato entre ellos, queriendo cada uno ser el encargado de anonadar al enemigo con las santas palabras, hablando todos a la vez como pájaros que de repente ven la luz y rompen a cantar desaforadamente.
Si el enemigo replicaba, otra vez la estupefacción y el silencio; nueva corrida en busca de la consulta, y así transcurrían las sesiones con gran regocijo del barbero Cupido – la peor lengua de la ciudad – el cual, siempre que se reunía el municipio, decía a los parroquianos:
– Hoy es día de fiesta: corrida de concejales en pelo.
Cuando las exigencias del partido le hacían abandonar la ciudad, era su esposa, la enérgica doña Bernarda, la que atendía las consultas, dando respuestas, en concepto del partido, tan acertadas y sabias como las del quefe.
Esta colaboración en el sostenimiento de la autoridad de la familia era lo único que unía a los esposos. Aquella mujer, falta de ternura, que jamás había experimentado la menor emoción en su roce conyugal y se prestaba al amor con la pasividad de una fiera amansada y fría, enrojecía de emoción cada vez que el jefe admitía como buenas sus ideas. ¡Si ella dirigiera el partido!… Ya se lo decía muchas veces don Andrés, el amigo íntimo de su esposo, uno de esos hombres que nacen para ser segundos en todas partes, y fiel a la familia hasta el sacrificio, formaba con los dos esposos la santa trinidad de la religión de los Brull esparcida por todo el distrito.
Allí donde don Ramón no podía ir, se presentaba don Andrés, como si fuese la propia persona del jefe. En los pueblos le respetaban como vicario supremo de aquel dios que tronaba en el patio de los plátanos, y los que no se atrevían a aproximarse a éste con sus súplicas, buscaban a aquel solterón de carácter alegre y familiar que siempre tenía una sonrisa en su cara tostada cubierta de arrugas y un cuento bajo su bigote recio tostado por el cigarro.
No tenía parientes y pasaba casi todo el día en la casa de Brull. Era como un mueble que interceptaba el paso en las habitaciones, y acostumbrados todos a él, resultaba indispensable para la familia. Don Ramón le había conocido en su juventud de modesto empleado en el ayuntamiento, y le enganchó bajo su bandera, haciéndole al poco tiempo su jefe de estado mayor. Según él, no había en el mundo persona de más mala intención y con más memoria para recordar nombres y caras. Brull era el caudillo que dirigía las batallas; el otro ordenaba los movimientos y remataba a los enemigos cuando estaban divididos y deshechos. Don Ramón era dado a arreglarlo todo con la violencia, y a la menor contrariedad hablaba de echar mano a la escopeta. De seguir sus impulsos, la gente de acción del partido hubiera hecho cada día una muerte. Don Andrés hablaba con seráfica sonrisa de enredarle las patas al alcalde o al elector influyente que se mostraba rebelde y arrojaba un chaparrón de papel sellado sobre el distrito, promoviendo procesos complicados que no terminaban nunca.
Despachaba la correspondencia del jefe; tomaba parte en los juegos de Rafael, acompañándole a pasear por los huertos y cerca de Bernarda, desempeñaba las funciones de consejero de confianza.
Aquella mujer arisca y severa, únicamente se mostraba expansiva y confiada con don Andrés. Cuando esté la llamaba su ama o la señora maestra, no podía evitar un movimiento de satisfacción, y con él se lamentaba de los devaneos del marido. Era un afecto semejante al de las antiguas damas por el escudero de confianza. El entusiasmo por la gloria de la casa les unía con tal familiaridad, que los enemigos murmuraban, creyendo que doña Bernarda, despechada por las infidelidades del cónyuge, se entregaba al lugarteniente. Y don Andrés que sonreía con desprecio cuando le acusaban de aprovechar la influencia del jefe en pequeños negocios, indignábase si la maledicencia se cebaba en su amistad con la señora.
Lo que más íntimamente unía a las tres personas era el afecto por Rafael, aquel pequeño que había de ilustrar el apellido de Brull, realizando las ilusiones del abuelo y el padre.
Era un muchacho tranquilo y melancólico, cuya dulzura parecía molestar a la rígida doña Bernarda. Siempre pegado a sus faldas. Al levantar los ojos, encontraba fija en ella la mirada del pequeño.
– Anda a jugar al patio – decía la madre.
Y el pequeño salía inmediatamente triste y resignado, como obedeciendo una orden penosa.
Don Andrés era el único que le alegraba con sus cuentos y sus paseos por los huertos, cogiendo flores para él, fabricándole flautas de caña. El fue quien se encargó de acompañarle a la escuela y de hacerse lenguas de su afición al estudio.
Si era serio y melancólico, es porque iba para sabio, y en el casino del partido les decía a los correligionarios:
Ya veréis lo que es bueno, así que Rafaelito sea hombre. Ese va a ser un Cánovas.
Y ante aquella reunión de gente tosca, pasaba como un relámpago la visión de un Brull jefe del gobierno, llenando la primera plana de los periódicos con discursos de seis columnas y al final Se continuará; y todos ellos nadando en dinero y gobernando a su capricho España, como ahora manejaban el distrito.
Jamás príncipe heredero creció entre el respeto y la adulación que el pequeño Brull. En la escuela los muchachos le miraban como un ser superior que por bondad descendía a educarse entre ellos. Una plana bien garrapateada; una lección repetida de corrido, bastaban para que el maestro, que era del partido para cobrar el sueldo sin grandes retrasos, dijera con tono profético.
– Siga usted tan aplicado, señor de Brull. Usted está destinado a grandes cosas.
Y en las tertulias a que asistía su madre, le bastaba recitar una fabulita o lanzar alguna pedantería de niño aplicado que desea introducir en la conversación algo de sus lecciones, para que inmediatamente se abalanzasen a él las señoras cubriéndole de besos:
– ¡Pero cuánto sabe este niño!… ¡Qué listo es!
Y alguna vieja añadía sentenciosamente:
– Bernarda, cuida del chico; que no estudie tanto. Eso es malo. ¡Mira qué amarillento está!…
Terminó sus estudios superiores con los padres escolapios, siendo el protagonista de los repartos de premios; el primer papel en todas las comedias organizadas en el teatrito de los frailes. El semanario del partido dedicaba un artículo todos los años a los sobresalientes y premios de honor del «aprovechado hijo de nuestro distinguido jefe don Ramón Brull esperanza de la patria que ya merece el título de futura lumbrera».
Cuando Rafael volvía a casa con el pecho cargado de medallas y los diplomas bajo el brazo, escoltado por su madre y media docena de señoras que habían asistido a la ceremonia, besaba a su padre la vellosa y nervuda mano. Aquella garra le acariciaba la cabeza e instintivamente se hundía en el bolsillo del chaleco por la costumbre de agradecer del mismo modo todas las acciones gratas.
– Muy СКАЧАТЬ