Entre Naranjos. Vicente Blasco Ibanez
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Название: Entre Naranjos

Автор: Vicente Blasco Ibanez

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ que estaba cerca de él, era indudablemente una servidora de la otra; la doncella, la acompañante. Vestía de negro, con cierta gracia sencilla, como una de esas soubrettes francesas que él había visto en las novelas ilustradas.

      Pero el origen campesino, la rudeza nativa, se revelaba en las manos cortas, con las uñas anchas y aplastadas, y el dorso afeado con ligeras manchas amarillas; en los pies gruesos y pesados, a pesar de mostrarse cubiertos por unas elegantes botinas que delataban con su finura haber pertenecido antes a la señora. Era bonita, con la frescura de la juventud. Tenía unos ojos grises, grandes, crédulos, de cordero sencillo y retozón: el pelo lacio, de un rubio blanquecino, colgaba en desmayadas mechas sobre la cara tostada y rojiza, sembrada de pecas. Manejaba con torpeza la cerrada sombrilla, y de vez en cuando miraba con ansiedad la doble cadena de oro que descendía del cuello a la cintura, como si temiese la desaparición de un regalo largamente solicitado.

      Rafael dejó de examinarla para fijarse en su señora. Su vista recorría aquella nuca rematada por la apretada cabellera rubia, como una cimera de oro; el cuello blanco, redondo, carnoso; la espalda amplia y esbelta, oculta, bajo una blusa de seda azul, adelgazando sus líneas rápidamente en el talle y ensanchándose después, para marcar el contorno de las caderas bajo la falda gris ajustada en armónicos pliegues como los paños de una estatua, y por cuyo borde asomaban los sólidos tacones de unos zapatos ingleses, encerrando el pie pequeño, ágil y fuerte.

      La señora llamó a su doncella. Su voz sonora, pastosa, vibrante, lanzó unas palabras de las que apenas pudo Rafael alcanzar las principales sílabas. El rumoroso silencio de la altura pareció plegarlas y confundirlas; pero el joven estaba seguro de que no había hablado en español. Era sin duda una extranjera…

      Mostraba admiración y entusiasmo ante el panorama; hablaba rápidamente a su doméstica, señalándole las principales poblaciones que desde allí veía, citándolas por sus nombres, que era lo único que llegaba claramente a los oídos de Rafael. ¿Quién era aquella mujer nunca vista que hablaba en idioma extranjero y conocía el país? Tal vez la esposa de algún exportador francés o inglés de los que se establecían en la ciudad para la compra de la naranja. Y obligado por el aislamiento y la vulgaridad de su vida a una dolorosa continencia, devoraba con sus ojos los contornos de aquella mujer, el dorso soberbio, opulento y elegante que parecía desafiarla con su indiferencia.

      Vio Rafael cómo cautelosamente salía de su casa el ermitaño, un rústico que vivía de las personas que visitaban aquellas alturas. Atraído por el aspecto de la desconocida señora se presentaba a saludarla ofreciéndola agua de la cisterna y descubrir en su honor la milagrosa virgen.

      Volviose la señora para contestar al ermitaño, y entonces pudo contemplarla Rafael con toda tranquilidad. Era alta, muy alta, tal vez tenía su misma estatura, pero amortiguada por curvas que delataban la robustez unida a la elegancia. El pecho opulento y firme y sobre él una cabeza que causó honda impresión en Rafael. Le parecía ver a través de una nube – del cálido vapor de la emoción – los ojos verdes, grandes, luminosos, la nariz graciosa, de alillas palpitantes y rosadas, y aquel cabello rubio que caía sobre la tez blanca, con transparencias de nácar, surcada de venas débilmente azules. Era un perfil de hermosura moderna, graciosa y picante. Rafael creía encontrar en aquellos rasgos la huella de innumerables artistas. La había visto antes. ¿Dónde?… no lo sabía. Tal vez en los periódicos ilustrados, en los álbums de bellezas artísticas; era posible que en las cajas de fósforos que reproducen las beldades de moda. Lo cierto era que ante aquel rostro visto por primera vez, sentía en su memoria la misma impresión que al encontrar una cara amiga tras larga ausencia.

      El ermitaño, excitado por la esperanza de la propina, llevábalas hacia la ermita, a cuya puerta se asomaban curiosas su mujer y su hija, deslumbradas por los enormes brillantes que centelleaban en las orejas de la desconocida.

      – Entre usted, señoreta – decía el rústico. – Le enseñaré la Virgen ¿sabe usted? la Virgen del Lluch, la legítima, la que vino ella sola desde Mallorca hasta aquí. Allá en Palma creen tener la verdadera, ¿pero qué han de decir ellos? Les hace rabiar la idea de que Nuestra Señora prefiere a Alcira, y aquí la tenemos, probando que es la verdadera con los portentosos milagros que realiza.

      Abría la puerta de la pequeña iglesia fresca y sombría como una bodega, mostrando en el fondo, metida en un altar barroco de oro apagado, la pequeña imagen con el manto hueco y la cara negra.

      El buen hombre, recitaba a toda prisa, como quien la sabe de memoria, la historia de la imagen. Era la Virgen del Lluch, la patrona de Mallorca. Un ermitaño vino huyendo de allá, no se sabía por qué: tal vez por alguna sarracina de las de aquella época de guerras y atropellos, y para salvar a la Virgen de profanaciones, se la trajo a Alcira, edificando aquel santuario. Llegaron después los de Mallorca para restituirla a su isla, pero como la celestial señora les había tomado ley a Alcira y a sus habitantes, volvió volando sobre el mar sin mojarse los pies, y los baleares, para ocultar este suceso, labraron una imagen igual. Todo era cierto, y como prueba allí estaba el primer ermitaño enterrado al pie del altar, y allí la Virgen con su carita negra a consecuencia del sol y la humedad del mar que la ennegrecieron en su milagroso viaje.

      La señora escuchaba al buen hombre sonriendo ligeramente; su doncella aguzaba el oído con el miedo de perder alguna palabra de un idioma comprendido a medias, y sus ojazos de campesina crédula, iban de la imagen al narrador, expresando admiración por tan portentoso milagro. Rafael las había seguido dentro de la ermita, y se aproximaba a la desconocida que afectaba no verle.

      – Esta es una tradición – se atrevió a decir cuando el rústico acabó su relato. – Ya comprenderá usted, señora, que aquí nadie acepta tales cosas.

      – Así lo creo – contestó gravemente la hermosa desconocida.

      – Traición o no, Don Rafael – gruñó el ermitaño con descontento – así lo contaba mi abuelo y todos los de su época, y así lo cree la gente. Cuando tanto se ha dicho, por algo será.

      En la mancha de sol que proyectaba el hueco de la puerta sobre las baldosas, se marcó la sombra de una mujer.

      Era una hortelana pobremente vestida. Parecía joven, pero su cara pálida y flácida como de papel marcando los salientes y cavidades de su cráneo, los ojos hundidos y mates y las mechas de cabello sucio que se escapaban por bajo el anudado pañuelo, dábanla aspecto de enfermedad y miseria. Caminaba descalza, con los zapatos en la mano, balanceándose penosamente, con las piernas abiertas, como si experimentara inmenso dolor al poner las plantas en el suelo.

      El ermitaño la conocía mucho, y mientras la infeliz, jadeante por la ascensión, y el dolor de sus pies desnudos, se dejaba caer en un banquillo, contaba él su historia en pocas palabras a la señora y a Rafael.

      Estaba muy enferma; una dolencia de la matriz que acababa con ella rápidamente. No creía en los médicos que, según ella, «la engañaban con palabras»; además repugnaba a su pudor de buena mujer, cristianamente educada, prestarse a vergonzosas exhibiciones de los órganos enfermos. Conocía el único remedio: la Virgen del Lluch acabaría por curarla. Y todas las semanas, descalza, con los zapatos en la mano, subía la penosa cuesta, ella que en su huerto apenas podía moverse de la silla y necesitaba que el marido la arrease para cuidar la casa.

      El ermitaño se aproximó a la enferma, tomando una pieza de cobre que llevaba en la mano. Quería unos gozos como siempre, ¿eh?

      – ¡Visanteta, uns gochos! – gritó el rústico asomando a la puerta.

      Y entró en la iglesia su hija, una mocetona morenota y sucia, con ojos africanos: una beldad rústica que parecía escapada de un aduar.

      Se acomodó en un banco, volviendo la espalda a la virgen con el gesto de mal humor del СКАЧАТЬ