La barraca. Vicente Blasco Ibanez
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Название: La barraca

Автор: Vicente Blasco Ibanez

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ nadie olvidó los campos y la ba rraca, permaneciendo unos y otra en el mismo estado que el día en que la justicia expulsó al infortunado colono.

      Fué esto un acuerdo tácito de toda la huerta; una conjuración instintiva, en cuya preparación apenas si mediaron palabras; pero hasta los árboles y los caminos parecían entrar en ella.

      Pimentó lo había dicho el mismo día de la catástrofe. «¡A ver quién era el guapo que se atrevía á meterse en aquellas tierras!»

      Y toda la gente de la huerta, hasta las mujeres y los niños, parecían contestar con sus miradas de mutua inteligencia: «Sí; á ver.»

      Las plantas parásitas, los abrojos, comenzaron á surgir de la tierra maldita que el tío Barret había pateado y herido con su hoz la última noche, como presintiendo que por culpa de ella moriría en presidio.

      Los hijos de don Salvador, unos ricachos tan avaros como su padre, creyéronse sumidos en la miseria porque el pedazo de tierra permanecía improductivo.

      Un labrador habitante en otro distrito de la huerta, hombre que las echaba de guapo y nunca tenía bastante tierra, sintióse tentado por el bajo precio del arrendamiento y apechugó con unos campos que á todos inspiraban miedo.

      Iba á labrar la tierra con la escopeta al hombro; él y sus criados se reían de la soledad en que les dejaban los vecinos; las barracas se cerraban á su paso, y desde lejos les seguían miradas hostiles.

      Vigiló mucho el labrador, presintiendo una emboscada; pero de nada le sirvió su cautela, pues una tarde en que regresaba solo á su casa, cuando aún no había terminado la roturación de sus nuevos campos, le largaron dos escopetazos, sin que viese al agresor, y salió milagrosamente ileso del puñado de postas que pasó junto á sus orejas.

      En los caminos no se veía á nadie. Ni una huella reciente. Le habían tirado desde alguna acequia, emboscado el tirador detrás de los cañares.

      Con enemigos así no era posible luchar; y el valentón, en la misma noche, entregó las llaves de la barraca á sus amos.

      Había que oir á los hijos de don Salvador. ¿Es que no existían gobiernos ni seguridades para la propiedad … ni nada?

      Indudablemente era Pimentó el autor de la agresión, el que impedía que los campos fuesen cultivados, y la Guardia civil prendió al jaque de la huerta, llevándolo á la cárcel.

      Pero cuando llegó el momento de las declaraciones, todo el distrito desfiló ante el juez afirmando la inocencia de Pimentó, sin que á aquellos rústicos socarrones se les pudiera arrancar una palabra contradictoria.

      Todos recitaban la misma lección. Hasta viejas achacosas que jamás salían de sus barracas declararon que aquel día, á la misma hora en que sonaron los dos tiros, Pimentó estaba en una taberna de Alboraya de francachela con sus amigos.

      Nada se podía contra estas gentes de gesto imbécil y mirada cándida, que rascándose el cogote mentían con tanto aplomo; Pimentó fué puesto en libertad, y de todas las barracas salió un suspiro de triunfo y satisfacción.

      Ya estaba hecha la prueba: todos sabrían en adelante que el cultivo de aquellas tierras se pagaba con la piel.

      Los avaros amos no cejaron. Cultivarían la tierra ellos mismos; y buscaron jornaleros entre la gente sufrida y sumisa que, oliendo á lana burda y miseria, baja en busca de trabajo, empujada por el hambre, desde lo último de la provincia, desde las montañas fronterizas á Aragón.

      En la huerta compadecían á los pobres churros. ¡Infelices! Iban á ganarse un jornal; ¿qué culpa tenían ellos? Y por la noche, cuando se retiraban con el azadón al hombro, no faltaba una buena alma que los llamase desde la puerta de la taberna de Copa. Los hacían entrar, los convidaban á beber y luego les iban hablando al oído con la cara ceñuda y el acento paternal y bondadoso, como quien aconseja á un niño que evite el peligro. Y el resultado era que los dóciles churros, al día siguiente, en vez de ir al campo, presentábanse en masa á los dueños de las tierras.

      – Mi amo: venimos á que nos pague.

      Y eran inútiles todos los argumentos de los dos solterones, furiosos al verse atacados en su avaricia.

      – Mi amo – respondían á todo – : semos probes, pero no nos hemos encontrao la vida tras un pajar.

      No sólo dejaban el trabajo, sino que pasaban aviso á todos sus paisanos para que huyesen de ganar un jornal en los campos de Barret, como quien huye del diablo.

      Los dueños de las tierras pidieron protección hasta en los papeles públicos. Y parejas de la Guardia civil fueron á correr la huerta, á apostarse en los caminos, á sorprender gestos y conversaciones, siempre sin éxito.

      Todos los días veían lo mismo: las mujeres cosiendo y cantando bajo las parras; los hombres en los campos, encorvados, con la vista en el suelo, sin dar descanso á los activos brazos; Pimentó tendido á lo gran señor ante las varitas de liga, esperando á los pájaros, ó ayudando á Pepeta torpe y perezosamente; en la taberna de Copa unos cuantos viejos tomando el sol ó jugando al truco. El paisaje respiraba paz y honrada bestialidad; era una Arcadia moruna. Pero los del gremio no se fiaban; ningún labrador quería las tierras ni aun gratuitamente, y al fin los amos tuvieron que desistir de su empeño, dejando que se cubriesen de maleza y que la barraca se viniera abajo, mientras esperaban la llegada de un hombre de buena voluntad capaz de comprarlas ó trabajarlas.

      La huerta estremecíase de orgullo viendo cómo se perdía aquella riqueza y los herederos de don Salvador se hacían la «santísima».

      Era un placer nuevo é intenso. Alguna vez se habían de imponer los pobres y quedar los ricos debajo. Y el duro pan parecía más sabroso, el vino mejor, el trabajo menos pesado, imaginándose las rabietas de los dos avaros, que con todo su dinero habían de sufrir que los rústicos de la huerta se burlasen de ellos.

      Además, aquella mancha de desolación y miseria en medio de la vega servía para que los otros propietarios fuesen menos exigentes, y tomando ejemplo en el vecino no aumentaran los arrendamientos y se conformasen cuando los semestres tardaban en hacerse efectivos.

      Los desolados campos eran el talismán que mantenía íntimamente unidos á los huertanos, en continuo tacto de codos: un monumento que proclamaba su poder sobre los dueños; el milagro de la solidaridad de la miseria contra las leyes y la riqueza de los que son señores de las tierras sin trabajarlas ni sudar sobre sus terrones.

      Todo esto, pensado confusamente, les hacía creer que el día en que los campos de Barret fueran cultivados la huerta sufriría toda clase de desgracias. Y no se imaginaban, después de un triunfo de diez años, que pudiera entrar en los campos abandonados otra persona que el tío Tomba, un pastor ciego y parlanchín, que, á falta de auditorio, relataba todos los días sus hazañas de guerrillero á su rebaño de sucias ovejas.

      De aquí las exclamaciones de asombro y el gesto de rabia de toda la huerta cuando Pimentó, de campo en campo y barraca en barraca, fué haciendo saber que las tie rras de Barret tenían ya arrendatario, un desconocido, y que «él» … «¡él!» – fuese quien fuese – estaba allí con toda su familia, instalándose sin reparo … «¡como si aquello fuese suyo!»

      III

      Batiste, al inspeccionar las incultas tierras, se dijo que había allí trabajo para largo rato.

      Mas no por esto sintió desaliento. Era un varón enérgico, emprendedor, avezado á la lucha para conquistar el pan. Allí lo había СКАЧАТЬ