La barraca. Vicente Blasco Ibanez
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Название: La barraca

Автор: Vicente Blasco Ibanez

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ joya que no quería cambiar ni por cincuenta hanegadas de tierra buena.

      Y sacaba de su faja el curvo acero, puro y brillante: una herramienta de fino temple y corte sutilísimo, que, según afirmaba Barret, podía partir en el aire un papel de fumar.

      Pagaron los carreteros, y arreando sus bestias alejáronse hacia la ciudad, llenando el camino de chirridos de ruedas.

      El viejo aún estuvo más de una hora en la taberna, hablando á solas, advirtiendo que la cabeza se le iba; hasta que, molestado por la dura mirada de los dueños, que adi vinaban su estado, sintió una vaga impresión de vergüenza y salió sin saludar, andando con paso inseguro.

      No podía apartar de su memoria un recuerdo tenaz. Veía con los ojos cerrados un gran huerto de naranjos que existía á más de una hora de distancia, entre Benimaclet y el mar. Allí había ido él muchas veces por sus asuntos, y allá iba ahora, á ver si el demonio era tan bueno que le hacía tropezar con el amo, el cual raro era el día que no inspeccionaba con su mirada de avaro los hermosos árboles uno por uno, como si tuviese contadas las naranjas.

      Llegó después de dos horas de marcha, deteniéndose muchas veces para dar aplomo á su cuerpo, que se balanceaba sobre las inseguras piernas.

      El aguardiente se había apoderado de él. Ya no sabía con qué objeto había llegado hasta allí, tan lejos de la parte de la huerta donde vivían los suyos, y acabó por dejarse caer en un campo de cáñamo á orillas del camino. Al poco rato sus penosos ronquidos de borracho sonaron entre los verdes y erguidos tallos.

      Cuando despertó era ya bien entrada la tarde. Sentía pesadez en la cabeza y el estómago desfallecido. Le zumbaban los oídos, y en su boca empastada percibía un sabor horrible. ¿Qué hacía allí, cerca del huerto del judío? ¿Cómo había llegado tan lejos? Su honradez primitiva le hizo avergonzarse de este envilecimiento, é intentó ponerse en pie para huir. La presión que producía sobre su estómago la hoz cruzada en la faja le dió escalofríos.

      Al incorporarse asomó la cabeza por entre el cáñamo y vió en una revuelta del camino á un vejete que caminaba lentamente, envuelto en una capa.

      Barret sintió que toda su sangre le subía de golpe á la cabeza, que reaparecía su borrachera, y se incorporó, tirando de la hoz.... ¿Y aún dicen que el demonio no es bueno? Allí estaba su hombre; el mismo que deseaba ver desde el día anterior.

      El viejo usurero había vacilado mucho antes de salir de su casa. Le escocía algo lo del tío Barret; el suceso estaba reciente y la huerta es traicionera. Pero el miedo de que aprovechasen su ausencia en el huerto de naranjos pudo más que sus temores, y pensando que dicha finca estaba lejos de la barraca embargada, púsose en camino.

      Ya alcanzaba á contemplar su huerto, ya se reía del miedo pasado, cuando vió saltar del bancal de cáñamo al propio Barret, y le pareció un enorme demonio, con la cara roja, los brazos extendidos, impidiéndole toda fuga, acorralándolo en el borde de la acequia que corría paralela al camino. Creyó soñar; chocaron sus dientes, su cara púsose verde, y le cayó la capa, dejando al descubierto un viejo gabán y los sucios pañuelos arrollados á su cuello. Tan grandes eran su terror y su turbación, que hasta le habló en castellano.

      – ¡Barret! ¡hijo mío! – dijo con voz entrecortada – . Todo ha sido una broma: no hagas caso. Lo de ayer fué para hacerte un poquito de miedo … nada más. Vas á seguir en las tierras.... Pásate mañana por casa … hablaremos. Me pagarás como mejor te parezca.

      Y doblaba su cuerpo, evitando que se le acercase el tío Barret. Pretendía escurrirse, huir de la terrible hoz, en cuya hoja se quebraba un rayo de sol y se reproducía el azul del cielo. Como tenía la acequia detrás de él, no encontraba sitio para moverse, y echaba el cuerpo atrás, pretendiendo cubrirse con las crispadas manos.

      El labrador sonreía como una hiena, enseñando sus dientes agudos y blancos de pobre.

      – ¡Embustero! ¡embustero! – contestaba con una voz semejante á un ronquido.

      Y moviendo su herramienta de un lado á otro, buscaba sitio para herir, evitando las manos flacas y desesperadas que se le ponían delante.

      – ¡Pero Barret! ¡hijo mío! ¿qué es esto?… ¡Baja esa arma … no juegues.... Tú eres un hombre honrado … piensa en tus hijas. Te repito que ha sido una broma. Ven mañana y te daré las lla.... ¡Aaay!…

      Fué un rugido horripilante, un grito de bestia herida. Cansada la hoz de encontrar obstáculos, había derribado de un solo golpe una de las manos crispadas. Quedó colgando de los tendones y la piel, y el rojo muñón arrojó la sangre con fuerza, salpi cando á Barret, que rugió al recibir en el rostro la caliente rociada.

      Vaciló el viejo sobre sus piernas, pero antes de caer al suelo, la hoz partió horizontalmente contra su cuello, y … ¡zas! cortando la complicada envoltura de pañuelos, abrió una profunda hendidura, separando casi la cabeza del tronco.

      Cayó don Salvador en la acequia; sus piernas quedaron en el ribazo, agitadas por un pataleo fúnebre de res degollada. Y mientras tanto, la cabeza, hundida en el barro, soltaba toda su sangre por la profunda brecha y las aguas se teñían de rojo, siguiendo su manso curso con un murmullo plácido que alegraba el solemne silencio de la tarde.

      Barret permaneció plantado en el ribazo como un imbécil. ¡Cuánta sangre tenía el tío ladrón! La acequia, al enrojecerse, parecía más caudalosa. De repente, el labriego, dominado por el terror, echó á correr, como si temiera que el riachuelo de sangre le ahogase al desbordarse.

      Antes de terminar el día circuló la noticia como un cañonazo que conmovió toda la vega. ¿Habéis visto el gesto hipócrita, el regocijado silencio con que acoge un pueblo la muerte del gobernante que le oprime?… Así lloró la huerta la desaparición de don Salvador. Todos adivinaron la mano del tío Barret, y nadie habló. Las barracas hubiesen abierto para él sus últimos escondrijos; las mujeres le habrían ocultado bajo sus faldas.

      Pero el asesino vagó como un loco por la huerta, huyendo de las gentes, tendiéndose detrás de los ribazos, agazapándose bajo los puentecillos, escapando á través de los campos, asustado por el ladrido de los perros, hasta que al día siguiente lo sorprendió la Guardia civil durmiendo en un pajar.

      Durante seis meses sólo se habló en la huerta del tío Barret.

      Los domingos iban como en peregrinación hombres y mujeres á la cárcel de Valencia para contemplar á través de los barrotes al pobre «libertador», cada vez más enjuto, con los ojos hundidos y la mirada inquieta.

      Llegó la vista del proceso, y le sentenciaron á muerte.

      La noticia causó honda impresión en la vega; curas y alcaldes pusiéronse en movimiento para evitar tal vergüenza.... ¡Uno del distrito sentándose en el cadalso! Y como Barret había sido siempre de los dóciles, votando lo que ordenaba el cacique y obedeciendo pasivamente al que mandaba, se hicieron viajes á Madrid para salvar su vida, y el indulto llegó oportunamente.

      El labrador salió de la cárcel hecho una momia, y fué conducido al presidio de Ceuta, para morir allá á los pocos años.

      Disolvióse su familia; desapareció como un puñado de paja en el viento.

      Las hijas, una tras otra, fueron abandonando las familias que las habían recogido, trasladándose á Valencia para ganarse el pan como criadas; y la pobre vieja, cansada de molestar con sus enfermedades, marchó al Hospital, muriendo al poco tiempo.

      La gente de la huerta, con la facilidad que tiene todo el СКАЧАТЬ