El enemigo. Jacinto Octavio Picón Bouchet
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Название: El enemigo

Автор: Jacinto Octavio Picón Bouchet

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ estoy deseando que llegue: a más cuidados tocará papá cuantos más seamos en casa. Pero… ¡sabe Dios!

      – No hay pero que valga; parece que se te queda algo dentro del cuerpo; pues es tan hermano tuyo como ésta, que yo misma os he parido a todos.

      – No entiendes lo que he querido decir, mamá. Para nosotros todas las dichas de la tierra están dentro de estas paredes; podemos, o procuramos dárnoslas unos a otros. Cuando venga Tirso le oirás hablar de distinto modo, y verás cómo hay en él alguna aspiración, alguna idea que sobrepuja al cariño que nos tenga.

      – Vaya, ¡ya pareció aquello! las ideas de ahora; calla, hijo, calla.

      – Al tiempo, madre, al tiempo.

      Habían concluido de cenar. Los ruidos de la calle inmediata iban cesando poco a poco; percibíase más claro el lejano campaneo de alguna iglesia, que anunciaba la Misa del Gallo; los chicos de las latas de petróleo seguían pasando de rato en rato por la calle Imperial, y de los otros pisos de la casa subían, a intervalos desiguales, cantares, villancicos, carcajadas, gritos y algún maullido de gato que estaba toda la noche oliendo besugo sin comerlo.

      – Quitaremos la mesa – dijo doña Manuela, y comenzó por guardar para don José lo poco que quedara de la perada y del turrón.

      – ¿Quiere Vd. que le acostemos entre ese y yo? – preguntó Millán al enfermo. – Van a dar las doce; en vilo le llevaremos a Vd. a la cama.

      Como antes hicieron doña Manuela y Leocadia, Pepe y Millán fueron empujando la butaca desde el comedor al gabinete en cuya alcoba dormía don José; Leocadia se quedó doblando el mantel y las servilletas. Un momento después, don José se despedía desde dentro diciendo a Millán, que había vuelto a salir al comedor:

      – Si hay noticias, ven mañana, ¿eh? y tráeme algún periódico, que es la única distracción que tengo.

      – Descuide Vd., no faltaré. Adiós, doña Manuela; que pasen ustedes buenas noches, y de hoy en un año. Adiós, Leo. ¿Quién hace el favor de bajar a abrirme?

      La muchacha, que dormitaba en la cocina, acompañó a Millán. Cuando subió de abrirle la puerta de la calle, estaban los dos hermanos sentados en el comedor junto a doña Manuela.

      – Esperemos a que papá se duerma – decía Leocadia – no sea que nos oiga.

      Dejaron pasar un rato; Leocadia destrenzó mientras tanto el escaso pelo a su madre, recogiéndoselo con un par de horquillas, y luego hizo lo mismo con sus largos rizos castaños. Pepe encendió un pitillo y examinó la lámpara, como quien ha de utilizarla hasta tarde, para que luego no faltara petróleo.

      – Mucho escribes, hermano.

      – Yo, cuando quiero a alguien, no soy como tú, que apenas haces caso de Millán. Pues mira: sus intenciones no pueden ser más claras. Esta noche he dicho yo eso de que bajabas pronto a abrirme cuando imaginabas que él venía; pero, en fin, allá tú. A mí me parece que no estás muy expresiva con él.

      – ¡Tiene gracia! ¿Quieres que me le coma con la vista? ¡Ni que fuera una estampa!

      – No vayas a pensar que quiero meterte el novio por los ojos. Lo que te digo es que, aunque vivieras cien años, no encontrarías uno mejor.

      – ¿Es príncipe?

      – Sí; como tú princesa.

      – Pues hijo, tú bien haces el amor a una señorita de coche.

      En esto se asomó al gabinete doña Manuela.

      – Hijos, ya está medio dormido: vamos a hablar pronto cuatro palabras, que estoy rendida y quiero también acostarme.

      – Pues mira, mamá, lo que hay que hablar es poco; pero no queda más medio que decidir algo. La botica se lleva un dineral; es necesario gastar menos en todo lo demás. Yo voy a hacer un trabajo para don Luis, que de fijo me pagará bien; pero con lo que esto produzca no hay que contar hasta el mes que viene.

      – Bueno; lo primero es despedir a la chica: aunque no son más que treinta reales, algo es algo. Mañana llevará ésta a empeñar la colcha de Filipinas y los candeleritos de plata.

      – Lo que debíamos hacer es suprimir parte del gasto diario – dijo Leo. – Que no traigan carne más que para papá, y con decirle que coma en su cuarto para moverse menos, luego nosotros nos venimos al comedor, y así no se entera.

      – Yo, con tres cajetillas a la semana tengo bastante. Además, don Luis me da algunos puros y los guardaré para picarlos. ¿Os han dicho algo de la tienda?

      – Si – repuso Leocadia – por cada docena de pañuelos pagan, según el dibujo, de veinticuatro a treinta y seis reales, y tengo yo que poner lo que haga falta.

      – En resumen – dijo Pepe haciendo números con un lápiz al margen de La Correspondencia, y murmurando entre dientes las cifras del cálculo – tenemos veintisiete duros de la paga de papá, con diez y ocho de mi sueldo, son cuarenta y cinco, y unos ocho o diez que le den a ésta por los bordados… de cincuenta y tres a cincuenta y cuatro duros al mes: quitando los veinte, lo menos, que hay que dar a la lonja por los plazos, y el pico que falta del sastre, quedarán unos treinta y cuatro duros… pongamos a duro diario para el gasto de la casa… la botica es la que nos pierde.

      – Pues hijo, de algún lado hay que sacarlo; ni un cuarto se malgasta… ¿Qué haríamos?

      – Ahora, acostarnos; cada cual a su cama. Dejadme a mí: creo que don Luis nos ha de sacar de apuros. Al menos yo he de hacerle un favor que… en fin, ¿quién sabe? Adiós mamá; y tú, fea, cara de mona, hasta mañana. – Y dando un beso a cada una, las echó suavemente del comedor. Cogió luego la candileja que había en la cocina, fue con ella a su cuarto, volvió trayendo sobre un cartapacio grande tintero, plumas, papeles, sobres y tres o cuatro libros, y colocándose lo mejor que pudo, se sentó ante la camilla.

      Hasta cerca de la madrugada estuvo tomando apuntes de varios libros, escribiendo en las cuartillas párrafos muy cortitos, como extractos, cifras seguidas de referencias y citas. Aquello parecía trabajo preparado para que lo aprovechara otro. Cuando en el reloj cercano sonaron las tres, el pobre muchacho tenía ya la cabeza pesada, la vista insegura, y su hermoso busto, inclinado aún hacia la mesa, aparecía envuelto en una nube de humo que habían dejado en la atmósfera del cuarto los pitillos consumidos, cuya ceniza, movida por la respiración, revoloteaba sobre las hojas de los libros. Todavía continuó llenando cuartillas un rato, hasta que, yertos los pies y ardorosa la frente, recogió los papeles y los guardó en uno de los volúmenes. En seguida sacó un plieguecillo para una carta, y quedándose un instante como ensimismado, pensó: «La escribiré, por si no nos vemos mañana.» Luego, al buscar los sobres, como hubiese entre ellos uno mayor y más pesado, lo abrió, sacando de él dos o tres cartas y un retrato de mujer, el de la señorita de coche que mentó Leocadia, y contemplándolo un momento, murmuró: «¡Qué bonita es!» En seguida, sin que ningún ruido le distrajese, entregado con alma y vida a sus ideas, tomó el plieguecillo y comenzó a escribir:

      «Adorada Paz:…»

      II

      Pepe y Millán se conocieron en 1862, cuando a los catorce o quince años cursaban en el Instituto del Noviciado primero de latín.

      Eran ambos entonces de escaso desarrollo físico, pero inteligentes, guapos, listos sin exceso de picardía, y avisados sin sobra de malicia. СКАЧАТЬ