El enemigo. Jacinto Octavio Picón Bouchet
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Название: El enemigo

Автор: Jacinto Octavio Picón Bouchet

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ la religión; durante la guerra, los batallones cristinos gastaban más tiempo en misas que en ranchos; los liberales eran casi más devotos que los absolutistas; nadie se había metido con la Iglesia; y luego, eso ya lo habéis alcanzado vosotros, lo de San Carlos de la Rápita tampoco tuvo que ver nada con la religión. No hay más sino que cuatro provincias quieren imponer la ley a toda España. ¡Si viviera don Juan! ¡Ese sí que era hombre! ¡Buena está la leche de almendras! En fin, ya hemos cenado. ¡Otra Noche Buena! ¡Quién sabe de aquí a la que viene!…

      – La pasaremos juntos como esta – añadió Millán – quizá más unidos; – diciendo lo cual miró a Leocadia, que bajó los ojos, entre esquiva y pudorosa.

      – Sobre todo, la pasaremos con Tirso – dijo doña Manuela. – Ya es tiempo de que vivamos juntos. Verle llegar ahora, va a ser como parir de pronto un hijo de treinta y cuatro años.

      – ¿Han vivido ustedes siempre separados?

      – Casi toda la vida. Ya te hemos contado cómo fue lo de dejarle con don Tadeo. ¿Qué habíamos de hacer? Hemos corrido más provincias que tiene el mapa. Don Tadeo le tomó mucho cariño: ¡eso sí! No le hubiese tratado mejor aunque fuera hijo suyo. Lo único que me supo mal, fue lo de hacerle cura; pero no pude evitarlo. Si al menos fuera un cura como Muñoz Torrero o Venegas, o Martín Velasco…

      – Calle Vd., por Dios, don José. ¿Curas liberales? ¡Son los peores!

      Pepe, Leocadia y la madre callaban, sintiendo que se hablara de aquello, porque don José en tales casos acababa poniéndose de un humor de todos los diablos; pero Millán, que desde tiempo atrás tenía deseos de saber la historia del caso, fue poco a poco obligando al viejo a que la contara.

      – Ese don Tadeo estaría entregado a gente de iglesia…

      – Cabalito: era un sujeto buenísimo, pero de los que se comen los santos, y que hiló el negocio con gran finura. Tomó cariño a Tirso, eso es indudable. Creo yo que lo primero que se le ocurrió fue darle carrera, sin fijarse en cuál, hacerle hombre; luego sus ideas, sus relaciones… Cuando me trasladaron de Granada a Zamora, hizo el viaje con el chico sólo para que yo le viera; tenía ya doce años; aquello se lo agradecí mucho, porque únicamente le había visto en dos escapadas cortísimas que hicimos esa y yo desde Valladolid. Quisimos recoger al muchacho entonces, en Zamora, pero por un lado, ya comprenderás, las consideraciones a lo mucho que debíamos a don Tadeo… él insistió en que no se le quitáramos; decía que Tirso era tan bueno, que le había tomado tanto cariño… Además, la situación nuestra no era buena, es decir, nunca lo ha sido, jamás hemos podido ahorrar nada. Ahora, si no fuese por la jubilación, ignoro cómo viviríamos. En fin, para concluir, cuando don Tadeo nos escribió que Tirso quería ser cura, ya le había metido en el Seminario. ¿Qué íbamos a hacer? Aunque tuviera yo más energía que un león… pues: ¡aguantarme! ¡Cualquiera se arrisca a luchar con gente de iglesia!…

      Al llegar aquí calló, temeroso de que se le fuera la lengua.

      – ¿Pero él tenía vocación?

      Pepe, que hacía ya rato daba señales de impaciencia, no pudo aguantar más, y rompió diciendo entre burlón y enojado:

      – ¡Vocación! ¡Vocación! ¿Quién sabe lo que es eso? Podrá sentirla el hombre harto de vivir y pensar; pero un chico de diez y seis años, como era Tirso entonces, cuando entró en el Seminario, ¿qué entendería de consagrarse a Dios? ¡Fue una verdadera infamia, un engaño, un robo, un secuestro ad mayorem Dei gloriam!

      – Sí – respondió Millán – como cuando se meten los jesuitas en familia donde hay niña con dinero, y al poco tiempo cátatela monjita.

      – Exactamente lo mismo, chico. Pero es preciso ser justo. En este caso hubo una notable diferencia a favor de don Tadeo, que era un fanático exageradísimo, y sin embargo, un hombre muy bueno. Él debió indudablemente encargarse de mi hermano por pagar a papá el favor aquel de la causa que ya te hemos contado; luego sus ideas, sus amistades con gente de iglesia, la influencia que sobre él ejercían sus amigotes, su horror a que el muchacho aprendiera lo que se aprende en los libros contra esa pillería, el no querer enviarle, siendo su ahijado, a un centro de enseñanza donde los realistas de la provincia no querían enviar a sus hijos, todo esto contribuyó al pecado. No hubo en él, al principio, maldad de intención: don Tadeo creyó hacer una acción meritoria, casi una obra de caridad. No se fijó en que robaba un hijo a sus padres; su propósito fue poner una voluntad al servicia de Dios.

      – Vamos, una calamidad hecha hombre.

      Doña Manuela callaba porque, aun disgustándole la forma en que su hijo se expresaba, comprendía que no le faltaba razón: Leocadia, acostumbrada a escenas parecidas, casi no escuchaba, por tener todo aquello oído hasta la saciedad. Además, lo que absorbía su atención, por el momento, era andar lista para que Muían no la cogiese un pie entre los suyos debajo de la mesa, excesillo disculpado por el amor del novio y favorecido por la clásica camilla, con su largo refajo de bayeta verde que caía hasta tocar en el suelo. Don José estuvo haciendo con la cabeza signos de asentimiento mientras habló Pepe.

      – Tienes razón en todo, hijo mío; don Tadeo quiso hacer un bien y nos fastidió. Porque, la verdad, quien es de la Iglesia, sólo es de ella. Hay días en que me parece que no tengo tal hijo.

      Doña Manuela, sin ser devota, pues el echar criaturas al mundo no la dejó tiempo para ello, profesaba cierto respeto inexplicable e inconsciente a las cosas y personas sagradas: sobre todo, desde que su hijo mayor se hizo cura, comenzó a tener una como sombra de veneración indeterminada y vaga a la clase sacerdotal; así que, cuantas veces asistía a semejantes diálogos, pasaba un mal rato. Su falta de ilustración y su escaso sentimiento religioso, no podían prestarle armas para luchar; pero le dolía que siendo Tirso clérigo, y habiendo por el mundo tanta gente que les guarda consideración, su otro hijo les mirase con tan malos ojos.

      – ¿Qué edad tiene ahora? – preguntó Millán.

      – Echa la cuenta: de los tres hijos que nos quedan, es el mayor; nació el año de 38, tiene ahora treinta y cuatro; luego va éste (por Pepe), que tiene veinticuatro, y esa (por Leocadia), que cumplirá pronto diez y nueve.

      – Si hubieran vivido los otros, serían siete, y a todos los he criado yo – añadió con cierto orgullo la madre – menos a Tirso. Ahora, por vez primera, vamos a vivir juntos.

      – ¡Ojalá vivamos en paz! – dijo Pepe.

      – ¡Ave-María Purísima! ¡Qué cosas tiene este hermanito que Dios me ha dado!

      – Lo digo en serio, y no me importa que lo sepáis. Tengo miedo a la venida de Tirso; la deseo y la temo.

      Don José callaba tristemente; aquello no le agradaba; pero desde que se supo la próxima llegada a Madrid de su hijo mayor, tenía el alma combatida por los mismos presentimientos que agitaban a Pepe, y escuchándole hablar, le parecía oírse a sí propio.

      – Por nuestra parte – prosiguió Pepe – nadie ha de turbar esta armonía. Aquí, lo has visto desde que nos conoces, Millán, mis padres viven para ésta y para mí; nosotros para ellos. Estos muebles, que tienen más años que yo, no han oído nunca una disputa ni la menor falta de respeto. Leocadia y yo tratamos a los viejecitos con más mimo que chico a juguete nuevo. ¿Sabes por qué? Porque no nos hemos separado nunca, ni nos hemos acostado una sola noche sin besarnos, ni ha tenido uno dolor que no lo sea de los demás, ni ha callado ninguno una alegría, ni ha comido nadie un bollo sin guardar a los otros, ni se ha hecho un traje sin pensar cuánta ropa tenía cada uno; en una palabra, chico, nuestras ideas, en mí por convicción, en mis padres y en ésta por bondad, lo han СКАЧАТЬ