El enemigo. Jacinto Octavio Picón Bouchet
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Название: El enemigo

Автор: Jacinto Octavio Picón Bouchet

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ natural. El oro inspira a la mujer desconfianza de la buena fe del hombre. ¿Quién es capaz de descubrir la verdad en corazón ajeno? Por eso no debe nunca exponerse nadie a que le culpen de ambicioso cuando sólo pretende ser amado.

      – Tristes verdades, si lo son, para las ricas.

      Quizá nada tuvieran de extraordinario las frases de Pepe, pero ella no había oído nunca hablar así.

      Otro día compró Paz para su gabinete un espejo antiguo con marco de talla, una verdadera obra de arte. Hojas de vid, tallos de yedra, flores, acantos, cintas y volutas encerraban la luna de ancho bisel: fue preciso restaurarlo, y cuando acabada la obra lo entregaron, mandó dejarlo en el despacho para que lo viese su padre, y allí lo vio también Pepe al descargarlo los mozos. Ella, con esa alegría infantil de quien ostenta una adquisición nueva, le dijo:

      – Mire Vd. mi compra. En todo Madrid no hay otro igual. Y barato. Cinco mil reales.

      Pepe, al examinar el espejo, hizo un gesto involuntario.

      – ¡Qué! ¿Es feo? Luis XV, barroco puro… ¿O le parece a Vd. caro?

      – No; es precioso.

      – Entonces… ¡Vamos, hombre, hable Vd.! ¿Vale menos de lo que me ha costado?

      – Señorita, y ¿con qué título puedo yo permitirme comentar sus actos ni aquilatar sus gustos?

      – No se trata de eso. ¿Es que le parece a usted mucho dinero? Cuando yo tengo confianza con Vd., debía Vd. tenerla conmigo.

      – El marco es hermoso y vale lo que cuesta.

      – No es Vd. sincero.

      – ¿Por qué, señorita?

      – Se lo conozco a Vd. en la cara; sea usted franco, hombre, sea Vd. franco. Le ha parecido a Vd. un despilfarro, ¿verdad?

      – ¿Y con qué derecho podría yo pensar así?

      – Vaya, pues deseo que me lo diga Vd.; le doy a Vd. carta blanca para que hable, vaya, que quiero que hable Vd.

      Era un capricho de niña mimada: curiosidad de saber por qué causa lo que a ella le parecía natural producía mala impresión en el prójimo.

      – Lo que me ha dicho mi pensamiento – repuso Pepe tímidamente – es que el dinero no tiene igual valor para todos.

      – ¡Qué modo tan delicado tiene Vd. de decir las cosas!; pero cinco mil reales no son para nadie más que doscientos cincuenta duros.

      – Que representan para una familia pobre doscientos cincuenta días de vida.

      – En eso tiene Vd. razón. No se debían comprar ciertas cosas mientras hay quien se muere de hambre… pero así está el mundo. Sí, ya lo veo: una locura como esta representa el bienestar de muchos.

      – Y a veces, la vida de algunos.

      – De modo – siguió Paz – que Vd. es de esos que dicen que todo debía repartirse entre todos.

      – No, señorita. Hay males que no tienen remedio. Habría también que repartir el entendimiento y la virtud, y eso es imposible. Yo no he hecho sino pensar que, si a veces la fortuna escoge bien aquellos a quienes favorece, otras, en fuerza de ser ciega, raya en cruel.

      – Perdóneme Vd. Conozco que he cometido una torpeza. Pero no toda la culpa es mía.

      – ¿Por qué, señorita?

      – No he debido enseñar a Vd. ese trasto. Por lo que otras veces he oído, su situación, de Vd., dicho sea sin ofenderle, pues en ello no hay injuria, no es nada lisonjera. He hecho mal, he sido indiscreta, ¿verdad?

      – Señorita, ¡no se ensañe Vd. conmigo! mis palabras no encerraban la menor censura.

      – No, si la mitad de la culpa es de Vd.

      – No entiendo.

      – La cosa es clara. Usted ha hecho por su ingenio y con su conversación que yo le trate como a un amigo, y me he tomado la libertad de enseñar a Vd. lo que no debía.

      – ¿Quiere Vd. decir que ha enseñado joyas a un mendigo?

      – No, Pepe; eso me lastima.

      Paz se dolió de aquella respuesta, y desviando de él la mirada, guardó silencio; mas su actitud y la expresión de su semblante no indicaron enojo, sino amargura. Parecía que quien la había hablado de tal modo tenía autoridad para hacerlo. Pepe dijo sorprendido:

      – Perdóneme Vd.; pero el error no es mío. Ha tomado Vd. como grito de la pobreza escarnecida, acaso de una envidia inconsciente lo que ha sido una observación sencillísima. ¿Cómo ha podido Vd. creer que yo me atreviera a tanto? ¿Qué soy para Vd., señorita? Sólo dirigiéndome la palabra me honra Vd. ¿Había de pagarla con descortesía o ligereza?

      – No se hable más del caso. Lo que quiero, es saber que no le he ofendido a Vd. – Y le tendió amistosamente la mano.

      Ambos quedaron perplejos, y desde entonces fueron más reservados uno para con otro. Paz se reconvino mentalmente, pareciéndole que hiriendo a Pepe en el pudor de la pobreza había cometido una acción muy fea. Pepe no acertó a definir lo que sentía.

      Sus vidas comenzaban a unirse como en el lecho del río suelen juntarse, arrastrados por la corriente, el grano de arena y la partícula de oro.

      VI

      Cuando Pepe terminó el trabajo para que fue llamado, dejó de ir a casa de don Luis: algo parecido al miedo le alejaba de allí. La última mañana que estuvo, se marchó aprovechando un momento en que no podían observarle. Preguntáronle sus padres si le habían pagado, y repuso: – «No estaba don Luis; ya le veré en el Senado.» Lo cierto era que, como en casa del señor de Ágreda quien satisfacía todo gasto era Paz, a Pepe le repugnó la idea de que fuese ella quien le pusiera en la mano el puñado de duros ofrecido por su padre. Por primera vez sentía brotar en el fondo del alma la soberbia: un mal impulso era precursor del más noble sentimiento; que así a veces, en el espíritu del hombre, como en la vida de la Naturaleza, precede la sombra al esplendor del día.

      Trascurrida una semana sin que Pepe volviese a la casa, Paz se acusó de ello, ya preocupada con aquella desaparición, y pensó en el pobre muchacho cual si fuese un amigo ofendido: se acordó también de que no le había pagado, pero no se le ocurría modo discreto de enviarle el dinero. ¿Por un criado? No acertaba a explicarse la causa, mas por nada del mundo se hubiera valido de tal medio. ¿Escribirle? Al imaginarlo, no fue temor de herirle lo que cruzó por su imaginación, sino algo como miedo vago, pudor mortificado por sí mismo.

      Al fin no hizo nada, ni aun se atrevió a hablar a su padre; pero no dejó de pensar en ello, y hubo día en que, al cruzar por el cuarto de los libros, experimentó hastío y tristeza.

      Poco a poco la luz se hizo en su alma. Sus oídos, hechos a la lisonja, no escucharon nunca frases que la turbaran; nada la hicieron sentir aquellos hombres que podían desearla como joya colocada al alcance de sus manos, y ahora ella ponía espontáneo y terco empeño en recordar los dichos más sencillos, las más insignificantes galanterías de un pobrete, a quien aterraba un gasto de cinco mil reales. Aquello le parecía unas veces romántico hasta la ridiculez, otros ratos СКАЧАТЬ