Episodios Nacionales: Zumalacárregui. Benito Pérez Galdós
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СКАЧАТЬ usted de que ése lo descubre… y es más, yo le respondo a usted de que lo utiliza.

      – ¿Le trata usted?

      – ¿Al General? Hombre, ¿cómo no? Y me distingue mucho. Yo he venido a la guerra con Iturralde. Soy, pues, más antiguo aquí que el General mismo. Respondo de que será usted bien recibido.

      – Pero yo – murmuró Fago con sencillez infantil, – yo, pobre de mí, ¿qué le voy a decir?

      – ¡Hombre de Dios! – replicó el otro agazapándose en las sábanas. – Modestísimo estáis.

      – Dígame una cosa antes de dormirse. Y usted, tanto tiempo en la guerra, capellán de Iturralde, capellán de Eraso, capellán de Gómez, ¿no se ha sentido alguna vez, con el contacto diario de esos nobles guerreros, no se ha sentido… pues…?

      – ¿Belicoso? – dijo Ibarburu anticipándose a la expresión completa del pensamiento. – No, amigo mío. No sirvo para eso. Ayudo a la causa en mi humilde esfera eclesiástica, y jamás he pensado en las glorias de Marte. No quiero tampoco achicarme, ni diré con falsa modestia que no sirvo para nada. Es más: le imito a usted en su noble sinceridad, y digo a boca llena que he prestado y presto servicios de la mayor importancia. Yo he desempeñado misiones arriesgadísimas; yo he redactado manifiestos; yo he sostenido correspondencia con prelados, juntas de España y el extranjero, y cuando llega un apuro de personal, yo el hombro a la Intendencia… que lo diga el que ronca… yo no me desdeño de echar una mano a Sanidad… Y añada usted el diario, el continuo servicio de implorar al Todopoderoso para que incline siempre de nuestro lado la suerte de las armas… Que no lo consiguen todo las balas, amigo mío; que algo y algos, y mucho y remucho hacen las oraciones. ¿No cree usted lo mismo?

      – ¿Se permite contestar con absoluta sinceridad?

      – Hombre, sí.

      – Pues, tratándose de los éxitos de la guerra, más fe tengo en las balas que en las oraciones. ¿Es herejía?

      – Herejía, no… Y puede que lo sea, porque pone usted en duda la excelsa sabiduría y el supremo criterio con que el Altísimo decide las querellas de los hombres, haciendo prevalecer a los buenos sobre los malos.

      – Bueno; pues concedo. No riñamos por eso.

      – Y en prueba de concordia sobre este punto importantísimo, recemos, amigo Fago, recemos; no sólo para pedir a Dios perdón de nuestras culpas, sino para que nos conceda…

      – Un poco de artillería, que es lo que más falta nos hace – declaró Fago terminando jovialmente el concepto.

      – Diga usted que es lo único que nos hace falta. Que nos den cañones… y me río yo del paso del Ebro… En fin, recemos».

      Rezaron un buen cuarto de hora, y luego Ibarburu, disponiéndose a dormir, rebozada la cabeza en la sábana, por no tener gorro con que defenderla del frío, se despidió de su amigo con estas palabras:

      «¿Y a mí se me permite hablar con sinceridad, sin el artificio de la falsa modestia, diciendo, a estilo de Fago, todo, todito lo que pienso?

      – Claro que se permite… Es más: se prohíbe en absoluto la hipocresía; quedan abolidos los remilgos del disimulo.

      – Pues Ceferino Ibarburu no se ruboriza de afirmar que se conceptúa necesario en el ejército del Rey legítimo, y que está plenamente convencido de que, el día del triunfo, sus servicios no pueden ser en justicia recompensados con menos que con una mitra».

      Ya no dijo más, y se quedó dormido. «¡Una mitra! – pensó Fago paseándose. – Éste será obispo… y yo… nada». Sorprendiéronle en vela las primeras luces del día.

      IX

      De Sangüesa marcharon los carlistas con su Rey a Lumbier, y sin detenerse aquí más que algunas horas, continuaron en dirección de Aoiz. Temiendo que fuerzas considerables mandadas de Pamplona le cortaran el paso de Zubiri, apresuró Zumalacárregui su marcha, corriéndose por el norte de la capital en busca de su habitual base de operaciones, las fragosidades de Andía y Urbasa. El único hecho militar de importancia, en los días de esta atrevida marcha, fue el combate, desgraciado para los carlistas, entre la columna de Mancho y la división del General cristino Linares: ocurrió muy a la derecha del ejército de Zumalacárregui, en la Foz de Aispuri cerca de la frontera de Aragón. Las ventajas obtenidas en aquellos días por D. Carlos consistieron en la presentación de bastantes oficiales del ejército nacional, perseguidos o postergados por sus opiniones realistas, descollando, entre estas valiosas adquisiciones, la del artillero D. Vicente Reina, a quien recibieron como enviado del cielo. Sólo tres cañones de montaña tenía Zumalacárregui, y como no era fácil quitarle piezas al enemigo, ni menos traerlas del extranjero, daba vueltas en su fecundo magín a la idea de construirlas en el país. A principios de aquel año había sorprendido la fábrica de municiones de Orbaiceta, apoderándose de gran cantidad de proyectiles, que mandó enterrar en diferentes puntos de los enmarañados montes. Lo primero que hizo Reina fue examinar uno por uno aquellos depósitos, y conocidos el calibre de las bombas y granadas, Zumalacárregui propuso al oficial y a un químico navarro, llamado Balda, que le fundieran dos obuses.

      Por este tiempo, y hallándose el Cuartel Real y el ejército en el valle de Araquil, tuvo Fago ocasión de tratar a Gómez, que mandaba dos batallones; mozo despierto y valentísimo, a quien, andando el tiempo, había de hacer famoso la audaz expedición o correría que en la Historia lleva su nombre. Por un cambalache de caballos entraron en relaciones, y comieron juntos y merendaron más de una vez. Era Gómez franco y decidor; Fago, taciturno: por esta diferencia quizás simpatizaron. Una noche le mandó llamar a su alojamiento para decirle que sabedor el General de sus aficiones belicosas, por más que de ellas no hiciera alarde, deseaba verle. A la mañana siguiente le designó sitio y hora el ayudante Plaza, y, con efecto, a punto de las diez entraba el clérigo en la casa del cura, donde el guerrero famoso se alojaba. Una horita de antesala tuvo que aguantarse, porque estaban de conferencia el artillero Reina, el químico Balda y dos señores del Cuartel Real. Al fin pasó mi hombre, y fue recibido por Zumalacárregui con severa cortesía, tan distante de la familiaridad como de la rigidez orgullosa. Mandole sentar, le pidió permiso para repasar unos papeles, y después, mirándole fijamente, con aquella atención penetrante que era en él habitual, le dijo: «Amigos de usted me han informado de sus aficiones a la guerra. Déjeme usted ser franco y decirle que los curas armados me gustan poco.

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